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Cuando te conocí eras cálida como la primavera, luego, al compartir contigo, supe de tu tempestuoso carácter, a veces, eras fría como la Antártica y de un momento a otro te transformabas en un huracán que arrasaba con cuanto se te ponía por delante. Más tarde, sofocado el vendaval, eras nuevamente un tenue aguacero que alegraba mi espíritu y así, vivíamos jornadas radiantes iluminadas por el sol aureolado de tu ser. Nos casamos y el mundo comenzó a girar alrededor de nosotros y entonces supe que habíamos descubierto que la teoría heliocéntrica era cosa del pasado y que había sido reemplazada por nuestra propia teoría: Carlos y Myriamcéntrica. Tu eras, por supuesto, el sol y yo tu sometido planeta, a menudo me eclipsabas con tu belleza furiosa y de repente yo pretendía sofrenar tus impulsos galácticos con la vulnerable coraza de mi tibio carácter. Al instante era calcinado por una de tus potentes llamaradas y pasaba a ser una vez más el cadáver de un satélite mil veces fenecido. Pasaron varios años de discusiones y reconciliaciones, los hijos no llegaron porque tú no lo quisiste. Yo como siempre, acaté todos tus dictámenes. Aún así, tus tormentas marcianas eran interminables y yo nada podía hacer por evitarlas. Llegaba a ti con todas las dádivas imaginables: chocolates, flores, perfumes, te escribía encendidas misivas de amor, te mimaba, fui tu esclavo y recibí, indignamente, tus peores injurias y recriminaciones. La epidermis de mi alma ya era un triste inventario de llagas y al cabo de pocos años yo era una difusa nebulosa en el concierto astral que ambos habíamos establecido. Aún así, mi veneración por ti era tan absurdamente inmensa que a veces sentía pánico, creía por momentos que eras la reencarnación femenina del Marqués de Sade. El espíritu del hombre es sin embargo un mapa indescifrable que se sustenta precisamente de inexactitudes y circunstancias aleatorias. Las tormentas de tu carácter se hicieron irrefrenables y yo solo era el depositario de tanta y tanta energía destructora. Pocos años transcurrieron para tallar mi actual fisonomía. Hoy soy un guiñapo que llora por ti, que te desea con toda mi alma pese a todo, que ansía enfrascarse contigo en esas titánicas discusiones en que siempre quedaba malherido, en esas tibias reconciliaciones que duraban lo que dura un suspiro. Te dejé, debo confesarlo. Tuve la valentía de hacerlo cierta tarde en que mi figura apareció de improviso reflejada en una vitrina. Allí contemplé con ojos absortos a un personaje que me costó reconocer, constaté sus vergonzosos remiendos, su vejez prematura, esa estampa de hombre absorbido por una pasión sin destino. Allí mismo supe que era mi vida o tú. Siempre había dicho que mi existencia estaba encadenada a tu ser, sin suponer que las fluctuaciones de tu carácter serían el grosero veneno que me aniquilaría gota a gota. Allí mismo te separé de mí, una enorme fuerza que imagino era la de mi zaherida supervivencia, me impulsó a encararte, a no temer tus caprichos y aluviones, a no dejarme arrasar por ese tempestuoso carácter que me había desnudado hasta los huesos. Simplemente fui otro y te dije: Me voy. Y tú me miraste con tus enormes ojos castaños sin atinar a mover un músculo, no dijiste ni una sola palabra y cuando yo abandoné el departamento, eras una fría estatua rescatada de alguna ruina griega.
He sabido de ti por algunos amigos. Dicen que los años se te han venido encima, que andas encorvada, triste, ausente. Cuando escucho estos comentarios siento que el corazón se me recoge ya que no puedo imaginar que tu plenipotenciaria majestad se haya extraviado en el espacio estelar. No quiero creer que yo, partícula infinitesimal en la vastedad del universo, haya contribuido a tu ocaso. A veces, cuando los ojos se me llenan de lágrimas por una extraña mezcla de nostalgia y remordimiento, elevo mis ojos al cielo nocturno y me imagino que desde el fondo del insondable espacio te vas apagando muy despaciosamente, con ese ritmo desahogado de los asuntos estelares y que tu pena que es más orgullo de astro herido que otra cosa, sobrevivirá a mi descendencia y yo seré causante de esa triste y miserable nada…

Texto agregado el 16-10-2003, y leído por 536 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
16-10-2003 muy bueno. con atisbos de un humor perdido. un saludo. Martin_Abad
16-10-2003 Quien cree ser una estrella normálmente se confunde; tiene infinitas posibilidades de confundirse. Está muy bonito. Saludos nomecreona
 
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