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Eran cerca de las 22:30 de la noche. Tras una calurosa mañana primaveral, y un atardecer de esos que parecen pintados sobre el cielo, la caída de la noche trajo consigo la magia con la que nació tan maravilloso día. Lejos del frío que se había adueñado del tiempo semanas antes, una brisa templada acariciaba las copas de los gigantescos árboles de la gran vía, lo que me permitía mantener la ventana de mi coche bajada, disfrutando del cálido suspiro del viento sobre mi cara, casi veraniego. Asomaba ligeramente el codo por la ventanilla, en la mano un cigarrillo, al que daba cortas caladas, que exhalaba lentamente, dibujando en mi mente formas con el humo. Lo veía arremolinarse y huir relampagueante hacia el exterior del coche, con la avidez del encarcelado que, de pronto, descubre sorprendido que sus carceleros dejaron abierta la puerta de su celda.

Como si se tratase del telón de un fantasmagórico teatro, se levantaba el humeante velo y comenzaban, entonces, a desarrollarse un sinfín de obras difusas, danzantes, como destellos de vidas que discurren paralelas, pero que por un momento se cruzan en un instante fugaz. En esos momentos daba rienda suelta a los corceles de la imaginación, que impolutos, de una blancura cegadora, permitían escribir sobre sus lomos, los frutos de mis divagaciones.

Inventaba de una oscura pareja que pasaba a mi derecha, oscuros secretos. Quizás él no supiera como decirle que lo suyo ya no funcionaba, que hacía varios meses que mantenía una hermosa relación, como al principio fuera la que tuvieron ellos, con la profesora de literatura de su hijo, con la que disfrutaba de ese punto de misterio, de perversión, de novedad, que la monotonía había hecho desaparecer, hacía ya tiempo, de su matrimonio. Quizás ella no supiera como explicarle porque ya no lo buscaba entre las sabanas, que motivo hacía que prefiriera apoyar su cabeza en la almohada antes que en el, antiguamente, protector pecho de él. Que había perdido esa magia de las vísperas, y en cambio, había encontrado una carta de un lirismo muy profesional, en el que se hacía patente, entre metáforas, cierto aroma a amor clandestino. Pero aún así, ella sentía la traición desaparecer cuando al otro lado de la balanza situaba el inmerecido amor que le profesaba. Y sin decirse nada, se acompañaban del brazo por oscuras calles, de oscuros secretos, y pasaban fugaces como suspiros de resignación ante mi centelleante punto de vista.

De una mirada entre dos viandantes, auguraba inconfesables deseos. Destellos en sus ojos que me hacían imaginar un duelo entre pistoleros que desconocen que su rival blande sus mismas armas. Y cada uno a un lado de la calle, el paso de cebra como alfombra presa del asfalto, y entre ellos el espacio disminuye, se acercan con claras intenciones, con asombro se dedican pensamientos por el rabillo del ojo. En un momento la ilusión parece fundirse con la realidad, y justo en el momento de la colisión, cuando la atracción se hace más fuerte, un instante se detiene, y al siguiente la magia se esfuma. El momento pasó y el último recuerdo que tendrán es el de la espalda del otro cuando, por milésimas, la casualidad no les concede una mirada de despedida.

El azar se pervierte, envidioso, pensaba entonces, cuando el semáforo me dio luz verde. Pero no fue hasta escuchar el claxon impaciente del coche de atrás que decidí retomar el camino. Los vi alejarse, uno del otro y los dos de mi. Los busqué en los retrovisores una vez los dejé atrás, una última oportunidad, pero habían desaparecido ya.

A mi lado se detuvo una mujer sola, en su mirada triste, apagada, leí sueños sin cumplir. Quizás siempre quiso ver mundo, pero, en cambio, debe conformarse con verlo pasar a su alrededor, ajetreado, atolondrado, sin un momento para dedicarle mas que cortas frases que siempre acaban en despedida. En lugar de los hermosos paisajes de sus sueños, la realidad para ella sola se pinta monótonamente gris. Quizás sus ojos se nublan de tristeza por ver sin ser vista, por sólo cruzarse desconocidos rostros que nunca recordaran el suyo, por que el sonido que esperaba pusiera banda sonora a su vida, en nada se parece a las risas que siempre deseó y, en cambio, debe conformarse con el estridente y repetitivo silbido electrónico de la máquina registradora del hipermercado donde deja morir interminables horas. Y entre ella y aquellos que por un instante comparten su pesadilla siempre se extiende una gigantesca cinta transportadora, que nunca se detiene, y hace que todo lo que por sus manos pasa, acabe pasando. Y ve los años volar, de puntillas sobre las nubes, sin que ninguno deje en ella huellas dignas de marcar el endurecido caparazón que el paso del tiempo forjó sobre, su antiguamente tierno, corazón. Quizás haya cierto resquemor de los tiempos pasados, aquellos que fueron mejor, pero que quedaron atrás hace tanto, cierta nostalgia, morriña, y un gran dolor, quizá un error, aquel que la hizo despertar de su sueño y que lo dejó, irremediablemente, sin cumplir. Como entonces, escogió otro camino, quien sabe si mejor, señalizó correctamente el cambio de carril, y se alejó obligándome a girar la cabeza hacia mi izquierda. A modo de despedida, le lancé una mirada comprensiva y una sonrisa que nunca vería.

La noche continuaba hechizada, bañada de un resplandor mágico, cada farola era un brillante pensamiento. Vi mis propios fantasmas reflejados en cada borroso espectro que se cruzaba en mi trayecto nocturno. Pero como suele ocurrir, entre tantas luces una me llamo la atención. En un principio no fue algo agradable, los focos del coche de atrás demasiado altos. Odiaba los todo terrenos, siempre parece que lleven las largas, y molestan a todos los que por debajo se arrastran. Pensaba entonces que eran todos unos prepotentes, por sentirse con derecho a elevarse sobre el resto. Luego pensé que quien era yo para juzgar a nadie por elegir uno u otro coche. Y pensando, pensando me di cuenta que ya llevaba varias calles detrás de mi. Para comprobar si mi intuición no me engañaba esperé al último momento a poner el intermitente, y luego giré a mi derecha. El todo terreno ni siquiera señalizó y tomó la misma dirección que yo.

Tuve un momento de excitación cuando vi mis sospechas parcialmente cumplidas. ¿Qué ocurría? ¿Era mi imaginación o verdaderamente aquel automóvil de altas luces me seguía? Por un momento sentí miedo. ¿Y si había habido algún tipo de error? Quizás la mafia me perseguía pensando que era otra persona. Quizás algún tipo les había traicionado, quizás alguno con mi mismo coche, quizás les habían dado una matricula equivocada, por que los de la mafia deben de estar siempre borrachos de saque, vodka o de capuchinos tocaditos, vete tu a saber, dependiendo de la rama a la que pertenezcan.

Ya fueran chinos, rusos o italianos, ninguno era muy digno de confianza, no por su nacionalidad, sino por su profesión. Cambié de nuevo de dirección y el todo terreno hizo lo propio. De pronto un semáforo en rojo. Me detuve y vi como el 4x4, después de lo que a mi me pareció cierta duda, optó por el carril vacío junto al mío.

Lo vi acercarse por el retrovisor, inconscientemente me agaché un poco, me incruste, más bien, en el asiento, conteniendo la respiración. Las agujas del reloj aguardaron un instante a continuar con su eterna y monótona rotación. Ya podía ver el morro, altísimo, del vehículo que, imaginaba yo, me perseguía . A mi mente acudieron escenas de películas de gangsters. Ahora era el momento en que los malos sacaban sus ametralladoras y vaciaban cargadores sobre el coche del amigo del bueno, por que al bueno, al verdaderamente bueno, esas cosas no le pasaban. La ventanilla del todo terreno ya estaba a la altura de la mía, pero como era tan condenadamente alto, no veía al conductor. Se detuvo un poco más allá que mi coche, con las gigantescas ruedas sobre el paso de peatones. Levanté un poco la cabeza, algo más tranquilo al ver que todo había sido una ilusión escrita por mi imaginación contagiada de la magia nocturna, e intenté ver la cara del conductor del todo terreno.

Desde mi posición no se veía muy bien, era una mujer, adiviné por su precioso perfil, su melena larga, castaña. La podía ver fumar, llevándose el cigarro a los labios, dando caladas cortas exhalaba el humo lentamente. El semáforo se puso en verde y el todo terreno salió primero. Me dispuse a seguirla. Quien sabe por qué locura infantil, me resultaba excitante intentar descubrir más sobre aquella que hacía un momento me había tenido imaginando fantasmas en el humo...

...

Eran cerca de las 22:30 de la noche. Andaba perdida por la ciudad hechizada por una oscuridad salpicada de fugaces luces, de farolas danzantes, de borrosos automóviles que correteaban en todas direcciones. Los gigantescos edificios se daban paso unos a otros en un interminable desfile de apagados ojos, de oscuras ventanas, de balcones sostenidos sobre el vacío repleto de gente. Yo pensaba entonces en la paradoja que se agazapaba escondida entre los innumerables individuos sin rostro que daban forma a la multitud, ésa que, presta cual felino, saltaba sobre cualquier mente mínimamente ágil que se dispusiera a pensar en ella. La multitud, pensaba, era el lugar más solitario del mundo.

Aquella noche había quedado con Joan, aquel que un día, hacía ya casi tres años, si no me fallaba la memoria pues ésta nunca fue una de mis mayores virtudes, se me acercó con cara de niño travieso que vence sus miedos y siente un agradable cosquilleo por haber logrado hacer lo que tanto miedo le daba. Y en aquel momento recuerdo bien que me hizo gracia, que vi en sus ojos algo que me llamó la atención, no sabría describirlo, pero quién puede racionalizar el amor, quién es tan insensible como para cercenarlo de esa forma, atribuyéndole limites a lo inconmensurable, al infinito. Es lo que todos acabamos haciendo. Y de esa semilla nace un árbol que si no lo podas acaba por taparte todo el sol, y en la sombra sientes el frío de la lejanía, sabes que existe el sol, lo corrobora la sombra, pero no puedes sentir su calor pues lo dejaste alejarse tanto, lo pretendiste necesario, intentaste controlarlo y de tus manos resbaló con un adiós entre los labios.

Me había llamado al trabajo, me invitaba a cenar en un restaurante, según él precioso, en el que había reservado mesa, lo cual, como subrayó y subrayó, le había costado más de un mes de repetidas intentonas. Quería que quedáramos para hablar... no es que no me guste hablar, pero el simple hecho de darle un motivo, una justificación a nuestra cita, y además que fuera algo tan abstracto y a la vez tan particularmente indicativo como hablar, no me llenaba precisamente de alegría. Me encontraba en una época de mi vida en la que reinaba la indiferencia. No es que fuera desgraciada, no creo que me faltara de nada, por lo menos nada vitalmente imprescindible. Pero eso era lo que me corroía las entrañas, sentir que me limitaba a estar, que había olvidado lo que era querer ser, que había olvidado que otra vida siempre es posible. Y al parecer me daba igual, pues no hacía nada por cambiar. No se en que momento dejé de escucharme, cuándo me dije adiós a mi misma y me acomodé en el cómodo sillón de la cotidianeidad mientras observaba mi vida entre bambalinas sin decidirme a entrar en escena. Cansada quizás de salir fuera y encontrarme el anfiteatro a rebosar de gente que sonríe por fuera, para disimular un interior vacío. Cansada de siempre quedar bien, de dar conversación ligera, de no incomodar con silencios, ni comentarios fuera de tono, desafinados. Era todo una mediocre composición sinfónica de acordes manidos y melodías pegadizas, que te golpean en la cara cada vez que el dial se detiene frente a un espejo, y ves tu reflejo sin rostro, como los demás.

Quizás fue por eso que cuándo Joan me hizo la gran petición en aquel restaurante de película, con la música ambiental de un piano en directo, con su anillo y sus promesas, yo solo escuché estridentes violines, mentiras, y me vi con esposas entre barrotes con cortinas de seda. Por eso salí corriendo, y tal vez por las prisas no me di cuenta de que el mantel se venía conmigo, solidario él, y detrás toda la vajilla de porcelana china, de alguna de esas dinastías milenarias. Y puede que debido al estruendo que formé, yo misma me asustara de la violencia con que estaba actuando, y este hecho me despistó de tal forma que no me di cuenta de que mi bolso, muy bonito por cierto, de asas grandes, se enganchaba en la silla de los comensales vecinos. Luego sentí un tirón, un asa se rompió, y comenzaron a caer una serie, casi interminable, de mis posesiones. Para guardar la dignidad, la que me pudiera quedar, ni siquiera me giré y continué mi veloz escapada hasta alcanzar la calle. Una vez allí aceleré el paso y me escondí en la primera esquina que encontré. Desde allí vi como Joan salía disparado por la puerta del restaurante de moda, cocina imaginativa le llamaban ellos, justo la que le faltó a él para adivinar la dirección que yo había tomado. Lo vi alejarse gritando mi nombre a la noche.

En ese momento me di cuenta de que no tenía como volver a casa, Joan había venido a recogerme al trabajo, con su gran Land Rover no se cuantas válvulas y más caballos que los que vienen de Bonanza. Nunca me gustaron los todo terrenos, tan altos, parece que vayas mirando a los demás por encima del hombro, no se. Rebusqué en el bolso para ver el dinero que tenía, cogería un taxi y en casa en un momentito. Mire, volví a mirar, y no, definitivamente mi cartera no estaba allí, de hecho solo encontré un par de tampones, un salva-slip tanga, un paquete de tabaco y un mechero, que se habían salvado por estar en el bolsillito pequeño del interior. Benditos diseñadores, pensé, y me encendí un cigarro. Dejé caer el bolso roto y maltratado en el sucio suelo. Cuando golpeó la acera escuché un tintineo, un repicar metálico dentro de él. Lo recogí y lo zarandeé en el aire, volví a escuchar el sonidito. Lo abrí y dentro encontré un gran llavero en el que podía verse un majestuoso símbolo de Land Rover, y unas llaves de esas con botoncito para abrir el coche. Un pensamiento fugaz rondó mi cabeza. Uno de esos que uno no quiere reconocer haberlo ni siquiera pensado. Estaba yo negándome a aceptar que algo así pasara por mi mente cuando mis pies comenzaron a andar. Cuando me quise dar cuenta de lo que pasaba me encontraba mirando fascinada como las luces del coche de Joan me daban la bienvenida. Los pestillos se levantaron y firmes saludaron la llegada de su ama y señora. Me sentí malvada, y unas cosquillitas me recorrieron la espalda. Me tranquilicé la conciencia pensando “ya se lo devolveré mañana”, y le di el contacto. El motor relinchó ansioso, le solté las riendas, y la calle comenzó a pasar ante mis ojos borrosa y oscura.

He de reconocer que me sentí libre. En aquella cárcel de barrotes de cemento y cristal, de manos y pies, de sueños y pesadillas, de monstruos y seres humanos, sentí que diluía fronteras. Que alcanzaba mis limites descubriéndome infinita. Despedazaba la caricatura imperturbable a la que había venido reduciéndome y renacía febril en un nuevo universo de posibilidades. Cada calada del cigarro, ahora profundas, servía de crematorio para aquellas manidas normas ancestrales, purificaba mi cuerpo de estacas y cadenas con el fuego del instinto, con la recuperación de la fuerza de la imaginación, con su devastador torrente de ideas, de sueños. Me encontré a mi misma, esquivando estereotipos, adelantando sin señalizar, dejando atrás coches, peatones, líneas condenadas al asfalto, semáforos en verde, fugaces farolas y ventanas como cuencas vacías, rodeada y en cambio sola, fortalecida al descubrirme fuerte. Pero entonces, pasado el entusiasmo inicial, con la primera luz roja que me obligó a frenar, no pude evitar detenerme a pensar.

Y la culpabilidad hizo su irremediable aparición, tiró de mi haciéndome bajar de la nube, del cielo de lo posible y me forzó a plantar los pies en el suelo. La educación pisó el pedal del freno, y mis ojos enfocaron por primera vez la realidad sin el imaginativo velo de la locura. La cordura afianzó su postura y mi corazón fue apagando su grito, hasta que volvió a ser el murmullo de latidos que acostumbraba a sentir en mis sienes. Abrí la ventana para sentir la suave brisa de la noche primaveral, sus caricias me calmaron. Despertaba de un sueño y me daba cuenta de todo lo que había pasado mientras dormía.

Había conseguido sorprenderme, y la sensación de libertad aun recorría mis venas, pero el vendaval había amainado. Un cálido letargo se había afianzado en mi cuerpo, una estabilidad que hacía años que no se dejaba notar. El vacío se había llenado. La oscuridad se iluminaba, la Gran Vía repleta de farolas, los focos de los coches danzando tras las sombras, una noche con luna llena, la magia brillando en el ambiente, y mi mente descansaba tras una exhausta bajada a los infiernos. El subconsciente que renace poderoso cuando la consciencia se queda sin respuestas había vuelto al lugar que le corresponde, al que da nombre. Pero algo había quedado, cierta culpabilidad por haber hecho sufrir a quien no se merecía tal castigo, pero en mucha mayor medida, una gran satisfacción por haber hecho lo que quería hacer, aunque las consecuencias a corto plazo hubieran recaído sobre el pobre Joan. Mejor así, si hubiera dicho Sí, quizás no esta noche, pero tarde o temprano la mujer que ella era, habría quedado reducida a una forma fantasmal sin voluntad, y eso a la larga, es lo que más le abría dolido, tanto a ella, como a él.

Acabaría entendiéndolo, era un ser racional, no era mala persona. Pero a veces eso no es suficiente. No se sabe que es lo que hace que una relación funcione y otra no. Que unos oigan campanas de boda mientras otros escuchan atentos los movimientos quejumbrosos de la llave que cierra lentamente la puerta de su celda . Ni porque a veces los sonidos, al final, no son lo que parecían en un hermoso principio, cargado de corazonadas, señales, destinos y futuros caminos. Llega un momento en que uno de los dos, se despista por un momento, contemplando una nueva flor que nace en la vereda, o con una nube que parece dibujarse a sí misma, que parece querer decir algo, que acaba formando una imagen con formas geométricas, medibles, empíricas, y lo que se ve hace que uno deje de mirar.

Cerré los ojos por un instante, oscuridad. Me acaricié con suavidad los párpados, los abrí lentamente. Y el mundo seguía allí. Con toda aquellas personas tan cercanas en el espacio, tan lejanas en el resto de dimensiones. Con sus propios sueños y pesadillas, con sus zanjas y sus puentes, con sus miedos y su valentía, con sus victorias y derrotas. Cada uno buscando su camino en la ilusión de un interminable discurrir de horas que se transforman en días, y estos días, a su vez, en semanas, meses, años, vidas... Y todos estuvieron allí, testigos mudos y ciegos de mi reciente mutación, estando sin estar, sin ser conscientes de ella, de mi, pero presentes al fin y al cabo. Los saludé a cada uno dedicándoles una mirada sonriente, de confraternidad, de reconocimiento entre iguales y con optimismo pensé el final de algo no es más que el principio de lo siguiente.

El semáforo seguía colorado contagiado quizás de mi jubilo, y le agradecí que se tomara su tiempo, pues me encontraba exhausta, después de aquel subidón de adrenalina. Observe a mi alrededor, caras desconocidas pero que por un instante fueron como de mi familia. Y entre todos aquellos rostros uno me llamo la atención, no es que fuera especialmente guapo, no fue eso, fue que entre todos aquellos nocturnos compañeros solo él sonreía. Era una sonrisa sincera, como de colegial, como si todo lo que viera fuera por primera vez, como si en cada quejumbroso edificio, en cada rancia calle, cada acera agujereada y en todo el apestoso asfalto que pisábamos, él no viera lo mismo. Sus ojos iluminaban los objetos oscuros, parecía imaginarlos, dibujarlos, pintarlos y hacerlos tan curiosos que fuera imposible no sonreir. Así que reí. Pero de pronto, lo vi partir, alejarse, extendí la mano como para detenerlo, tropecé con el cristal y me partí una uña, gemí de dolor, pero no deje de mirarlo mientras ponía entre él y yo la oscuridad de la noche. Y como el barco que en mar embravecida persigue la luz del faro que le indica tierra, yo me dispuse a perseguir a aquel que pintaba con luz las tinieblas…

...

Llevaba varias calles siguiéndola, rodeando rotondas y doblando esquinas. Parecía como si el todo terreno no tuviera una dirección fija, como si anduviera perdido en la oscuridad de la noche, luz de una estrella extraviada en un cielo negro de infinitas luces iguales, pero lejanas entre sí. Desconcertada estrella que vagaba por el espacio sabiéndose fugaz, buscando encontrar aquello que diera sentido a su movimiento. Y mientras lo buscaba me daba tiempo a mi para seguir su estela, transformada de agujero negro en brillante faro, de perseguidora en perseguida. Y la seguí sin pensar, solo imaginando que quizás algo hubiera más allá, tras las nubes de humo. Quizás fueran señales desde lo alto de la atalaya, un vigía que da la alarma, un grito que espera su eco. Un golpe en el cristal, la llamada de auxilio de un reflejo preso que busca un cuerpo al que reflejar. Yo me había sentido así, sin rumbo, sin camino señalado. Tras perderla a ella, Marta, mi estrella polar, perdí el carro con el que había viajado hasta entonces. No se si la culpa fue del camino, lleno de piedras y agujeros, o de los briosos equinos, siempre la considere un caballo salvaje sin posibilidad de doma. El caso es que como siempre, no pareció haber culpable. El fin apareció como si una mano invisible, surgida de la envidiosa realidad, lubricará un final certero repleto de dudas. Y de aquello me quedaron fotos de viajes y letras de, ahora, dolorosas historias. Finiquitados recuerdos con los que me paga un pasado que parece haberse olvidado de que todo acabó. Me sentí sólo, abandonado, sin lugar donde refugiarme, inmigrante sin papeles en un amor extranjero, que no lo quiere ahí, extraditado, expulsado, marcado con el estigma de la experiencia. Una experiencia que marcó precedente en mi vida y que como cadenas de un delito me acompañó, pesada, obligándome a arrastrarme por el suelo por miedo a caer. Por eso pensé que podría ayudarla, por eso la seguí, por que quizás yo la entendiera y debía avisarla de que no valía de nada correr, que por muchas esquinas que doblara no huiría nunca, pues el enemigo estaba en su interior…

...

Llevaba varias calles siguiéndolo, su pequeño coche flotaba pausado sobre el árido asfalto, iluminado por farolas que lo acariciaban haciéndolo brillar de júbilo a intervalos regulares. Volábamos sobre nubes de metal en un cielo sólido y artificial, que abandonábamos como hoja que eleva el viento, para volver a él y repetir el despegue. Lo perseguí imaginándome en otro lugar y en otro tiempo. En un universo donde la realidad la crea uno, objetos esperando ser formados, ansiosos por ser lo que uno quiera que sean, donde todo es posible, imaginable, como lienzo por pintar. Y entre fantasía y fantasía, observaba al duende sonriente cruzando el arco iris de la Gran Vía, y lo seguía esperando, de un salto, subirme a su ilusión. Pensaba que quizás él tuviera las respuestas, quizás guardara en su caldero mágico el oro del conocimiento, el sortilegio para viajar en los rayos de luna, el poder de saber que hacer para ser feliz. Lo observaba furtivamente desde lo alto de mi torreón de tracción a las cuatro ruedas, lo veía fumar, cortas caladas que exhalaba lentamente como si conjurara una nueva creación con cada humeante hechizo.

Pero como el humo que se escapaba por mi ventanilla la magia se esfumó. Me vi ridícula, por un instante, persiguiendo a un desconocido y la razón comenzó a gritar, histérica, asustada por la aparente desaparición de mi cordura. Pisé lentamente el pedal del freno, como resistiéndome a abandonar ese mundo imaginario en el que me había refugiado, y dejé algo de distancia con el pequeño duendecillo. ¿Cómo era posible que hubiera llegado hasta ese punto? Robarle el coche a mi prometedor novio y huir de la realidad persiguiendo a un sonriente compañero de ilusión, que ni siquiera sabía que lo era. Pero me había sentido tan bien….

El coche al que seguía se detuvo legalmente al ver enrojecer al tímido semáforo. Al sentir que la distancia entre nosotros disminuiría me puse nerviosa. No sabía si quedarme detrás o ponerme a su lado. ¿Y si me reconocía? ¿Qué pensaría de mí? Menuda loca, diría, ¿Qué hace siguiéndome? Pondría cara de terror al verme, creería que me he escapado de algún sanatorio, que soy una psicópata como las que salen en las películas, o de esos que inundan las trágicas noticias, desafortunadamente, diarias. La distancia empequeñecía con el relativo bambolear del tiempo, cada vez más cerca, dudé, y al final mi miedo optó por el carril de su lado, elegí no seguir con la aventura, cerré el libro de golpe. Di una corta calada al cigarro y exhale lentamente el humo, para relajarme…

Ya había pasado todo, como el durmiente que despierta y se despereza mientras mira extrañado toda la cama deshecha, me mire dubitativa en el retrovisor, como para reconocerme. Se me vino la pesada responsabilidad encima, con todo el peso de la verdad, que me había comportado como una niña caprichosa, sin pensar en consecuencias… y ahora mi conciencia me hacía pagar mostrándome la crudeza de mis hechos. Circulé sin sentido ni dirección, cogí calles a izquierda y derecha sin intención prefijada, dejándome llevar, ausente de mi cuerpo, anulada. Vi fugaces edificios, farolas danzantes y fui dejando la magia atrás.

Anduve perdida durante un tiempo que no podría determinar, el tiempo es relativo al estado de ánimo con el que lo contemplas. La carretera se expandía y comprimía, se alargaba la noche, se entrecortaba, se sucedían pensamientos, me acunaba el silencio... hasta que sólo me rodeó la oscuridad...

...

Por un momento pensé que seguía un fantasma de mi mismo, que al que quería salvar era a mi. Era yo quien estaba perdido, persiguiendo mi propia sombra, negándome a crecer. Un Peter Pan cualquiera, un Ikaro más que cae desde lo más alto por volar demasiado lejos, y es que hay que ser águila para mirar al sol a los ojos, y murciélago para escuchar el canto de sirena de una luna enloquecedora. Yo ni una cosa ni otra, un soñador condenado a despertar, un viajero cargado de recuerdos, de frías mañanas y noches vacías, perseguidor del infinito, eterno caminante en un laberinto, abriendo puertas que dan a otras puertas. Y en un momento tome una dirección diferente, me negué a continuar la persecución... los sueños se escurren si intentas atraparlos, fui consciente de ello, encendí un cigarro, exhale el humo lentamente y elegí dejarlo todo atrás, volver a casa... despertar.

...

Por un momento pensé que me seguía, por un instante vislumbre unas luces familiares ¿me hacían señas? Parecían guiñarme los ojos, aprecié cierta complicidad en los focos del automovil de detrás... pero como diferenciar los sueños de la realidad, son del mismo color, me atrevería a decir que tienen el mismo sabor, puedes incluso tocarlos, palparlos, acariciarlos y sin embargo... luego se permiten el lujo de desaparecer sin motivo, ni hipotesis ni axiomas físicos, no hay matemáticas para explicarlos, un sueño más otro nunca hacen dos... En un pestañeo desapareció, el coche debió tomar otra dirección, me quedé sóla de nuevo, si es que en algún momento había dejado de estarlo. Al fin encontré una calle conocida, tomé rumbo hacia mi casa y maldije que me sobrara la energía para soñar y que me faltara la valentia para hacerlos realidad...

...

Y con estos pensamientos pusieron fin al hechizo que hizo que por un momento se invirtieran los papeles, que en vez de perseguir los sueños, fueran ellos los que te persiguieran.


Sueños que persiguen. FIN

Texto agregado el 09-10-2005, y leído por 240 visitantes. (0 votos)


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