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Para Fernando

No, antes de ahora nunca te había hablado directa y llanamente sobre algunos casos probados y escalofriantes, de esos que hay en las vidas reales, y forman parte de la serie de hechos infortunados que experimentan en su camino por el tiempo los seres mortales. Porque la existencia es dura a veces para muchas vidas y los deja mutilados, estropeados, zarandeados, apabullados, suprimidos y olvidados en el valle de las víctimas caídas.
Pero, si me había rehusado tratar de frente y llanamente estas cuestiones, fue consciente y calculadamente —como decía el abuelo, entre sus frases famosas— tratándolos por encima, no de lleno y sólo de lejos, o disimuladamente en otras informaciones, para que leyendo cosas diferentes, ganaras en profundidad sobre los aspectos positivos que esconde la naturaleza y sus reflejos.
Si bien, pensaba adentrarte, pero más delante, poniéndote poco a poco en contacto con esta realidad, para que así conocieras la parte oscura de la convivencia y relación que tiene la creación con la humana inteligencia, y pudieras estar firme y resistir con entereza los escalofríos, que inevitablemente vienen tremolantes, sin querer, al escuchar narraciones lastimosas, tristes y desesperantes a más no poder, nada imitables y menos curiosas, ante las cuales a veces nada se puede hacer.
Hoy te ofrezco uno de los cuentos cortos y llenos de humores gratos, que nos causaba admiración y entretenimiento escuchar al abuelo en sus relatos. Por cierto, el abuelo sólo por el gusto de complacer mi entusiasmo teatral, lo repitió muchas veces en aquellas noches sosegadas y de encanto musical: cuando contemplando el anchuroso manto del cielo sereno, entre el bastidor esquelético del techo de rastrojo y heno, nos rendíamos al sueño al sentir pesados los párpados risueños, vencidos por el reflejo titilante de las estrellas; encandilados por el fulgor trepidante de un aerolito perdido o el paso de las centellas; siguiendo embelesados la marcha de un cometa vagabundo y sin flecos, o la acostumbrada mirada de la luna y sus rebanados embelecos.

—“¡Deténgase y dese preso pelafustán descarado!, si no quiere quedar seco por un plomazo entre barriga y costado”.
—Y ahora ¿qué hice de malo, señores policías del condado? —fue la respuesta como atabal desafinado, del apresado zascandil atontado.

—¡Vaya pillo! ¡Cómo que qué hizo la blanca palomita! —Casi nada, ¡gandul delincuente! —le dijeron con voz grotesca y prepotencia los guardianes del orden civil de Romita, luciendo su escudo prominente.

—“Hemos sido avisados por persona de fiar y humanas entendederas, que Ud., cometió un crimen en plural, con bárbaro instinto de fieras, con toda alevosía y ventaja cabal, con implacable rencor y hostilidad inhumana, sin ningún miramiento ni misericordia cristiana”.

—(¡Sácatelas! Ahora sí que caí en un grande agujero y estoy perdido—dijo para sí el pillete disimulado—: seguro que estos tales, son de la sociedad protectora de animales).

—¿Y, quién fue el chisgarabís que contó el suceso, si es que se puede saber algo de eso?; pues, fuera de dos tristes viejos a los que narré mis infortunios de ayer disparejos, nadie más, que yo sepa o pueda colegir, ha conocido este lance infeliz que toda una noche no me dejó dormir.

—Los representantes del orden legal nada podemos decir, por ética y por prudencia; y si es que no pudo dormir, arrégleselas con su conciencia. Se lo preguntará mañana al juez de lo criminal, ante el cual ha de comparecer —si es que antes no le aplican la “ley fuga”— porque delitos de esta clase, a mi puntual entender, creo que no se cometen ni en Cuba.

—¡Ah!, bien recuerdo ahora —dijo el ya prisionero— que, junto a mis amigos viajeros de temprana hora, caminó por corto trecho un mefítico chalado, desgarbado y pordiosero el desdichado, que diz que era poeta; y, de lo que se ve y se supone, ese día por lo briago que andaba no encontró la hendidura de la puerta.

—Cierto que cometí un desliz, mis amigos de mustio cariz, pero esta debilidad y flaqueza, es un instinto de defensa que hay en la humana naturaleza.

—¡Con que, es cierto el atentado, y lo confiesa sin recato el mentecato!, —dijeron como en coro aprendido en tono desafinado y con ojos de arpías al unísono todos los policías.
—Bueno, a cualquiera ocurre siempre un mal rato. Como me pasó hace días.
—Jálele, pues pal’ chiquero, delincuente común sin principios morales, sin cordura y sin entrañas. —“Quesque” ponerse a matar por gusto como cirquero. Eso no se hace ni con las arañas.

—Disculpen, guardianes de plomizo faldón arriscado y legistas de alta y fulgurante estrella —dijo decidido el acusado: —¿Puedo acaso saber en concreto cuál es el crimen infamatorio o deshonroso de mi querella?; ¿qué alta o calificada mezquindad hace que pierda mi celosa integridad, y el alto valor y derechos de mi excelsa libertad?

—Pos’, es que no lo sabe, abyecto y granuja bribón sin mollera; se le lleva a “chirola” por matón y riesgo vivo pa’ l’umanidá entera.

—Entonces y como me lo temía, aquel ordinario beodo, les contó con ligera fantasía, todo cuanto escuchó en aquel recodo.

—Oiga mi valentón, —dijo interrumpiéndolo uno del pelotón: y ¿por qué no, mientras llega la “julia”, nos recuerda el sucedido?; pudiera ser que en tertulia, si es que no del todo arrepentido, se muestra al menos algo contrito y conmovido.

—Lo que ha de sonar que suene templado, y si hay sangre en la arena que corra y ruede en mojado —dijo el presunto e increíble barbián deslenguado.

“Fue aquella una noche infortunada, por cierto algo caldeada, cuando salí de Silao para dirigirme a La Aldea. Sin querer apreté el paso: ¡un, dos tres!, ¡un, dos, tres!; no volé como una bruja, sino elegante y cortés, por ser mi vida tranquila y honrada, sin nadie a quien le pueda temer ni deber. Pero ante el viento que empuja, pasé el rancho La Pila, sin voltear siquiera a ver. Me sorprendió la cerrada noche antes de trasponer la hacienda de san Juan, y hasta quería regresar de nuevo al pueblo, pues me olvidé del gabán.
Solo por la vereda y en medio de un hato taimado y displicentes, cambiaban ante a mi frente los fanales casi apagados de insectos fosforescentes; sí, era el fulgor deslustrado de un ejército de luciérnagas; por lo cual, dejando el camino asfaltado me desvié entre las ciénagas. Más allá de san Bartolo se regaban unos cuadros de alfalfas y chilares, y al despotricar el agua invadió el terreno formando como unos mares.
“En eso me estremeció el tumulto de algo que ruge, como de fieras hambrientas corriendo con gran empuje; pero no era manada de agresivas fieras, tampoco tropel de salvajes de las sierras. Lampos, polvo, viento y en el cielo turbulentos nubarrones; en seguida, todo quedó envuelto y empastado con tupidos goterones. Llovía a chorros y a cubetazos, como campo de batalla quemándose allá arriba harta metralla con ecos encarnizados.
“Ya empapado y sin trazas de escampado ni desaguados sitiales, como pude seguí paso a paso la marcha por aquellos arrabales. No había luna y avanzaba a tiento y a tropezones, guiándome por puro instinto, fustigado por ramas, espinos y hierbas, cayéndome entre piedras y terrones.
“De pronto y bruscamente di con un desnivel y sin saber cómo fue la avalancha, me hallé en una cueva un poco húmeda y harto ancha. Como allí nada veía, y sin radio ni televisión, pero al reparo del terrible aluvión, creí que nadie podría inmutarse siendo ocupada una noche por un fortuito inquilino, y ya despuntando el sol, presto reanudaría mi camino.

—Pero, qué nos cuenta de su viaje tormentoso —dijo uno de los policías impaciente y poco curioso— deje ya de relatar sus desafortunadas noches perdidas, y háblenos de los crímenes que perpetró y que costó tantas vidas.

—Todo es uno y no pueden darse las causas segundas, si antes no asoman los eventos primeros; pongan atención, porque a eso voy llegando sin coyundas, accidentales y fortuitos compañeros.

“Sería al filo de la media noche cuando sin lecho halagüeño, prevaleció sobre mí el agotamiento, y, a pesar de la tormenta, empecé a dormir contento envuelto en el tibio perfume del sueño; pero poco duró el gusto, pues unos minutos después, no sé por qué arte o encantamiento, vino un rumor de mil diablos a contrariarme otra vez. Era una impresionante turba profusa, un multitud de entes voraces los que invadieron la casa. De ellos sólo murmullos y reverberación sin motes mi cansado cerebro organizaba: eran como mil palabras embrolladas entre los bigotes, o vagidos de alguien que agonizaba.

“Hasta esos precisos momentos, nada podía ser novedad; pues creí sin esforzarme en altos razonamientos, que serían justo los inquilinos de aquella localidad. Sólo que a la mera presencia siguió de los seres un ataque belicoso; y era natural despabilarse para hacer frente al acoso. En medio de la oscuridad y buscando algunas perchas, sin saber con qué luz o antenas, empezaron a buscar mis venas para clavarme sus flechas.

“Y como no soy borrego, ni tampoco blanca palomita, aquella osadía tuvo un gran sesgo, y para los hostiles antagonistas no fue nada comodita. Con lo primero que hallé a mano entré danzando en la fiesta, y empezó el ajuste de cuentas repartiendo golpes a diestra y siniestra: tortazos, remoquetes y puñetes; guantazos, sopapos y mamporrazos. Con todo el aliento y el sudor viril, no dejé de aquellos fulanos, a punta de prolíficos disparos sin fusil, ni lugar o espacio de huesos sanos.
“En un instante asaz limitado en que comenzó la refriega, me quedé muy asombrado al sentir volar por los aires la patas y las cabezas, los miembros deshechos de cuerpos ya mutilados; en medio de la batalla me imaginé un horrendo crujir de vértebras y el estallido de órganos internos y de alarde; también columbré muy graves e irreparables las pérdidas irremediable de todas sus extremidades; los cuellos bien retorcidos se quedarían sin su nuca, y los cerebros apabullados sin luz, contrahechos o mellados; y así aminoró sólo un poco la boruca.
“Como en campo inflamado de lucha señera, sin dar ni pedir cuartel, en medio de embestidas para asaltar la trinchera, toda la noche combatí constante y fiel, en medio de la oscuridad con bravura; cansado y resbalando estaba por tanto derroche y espesura, y para no presentar blanco fijo el cuerpo se hacía hebras; mis manos se movían y mi cuerpo herido se estremecía al verse atacado por semejante tropa de fieras.
“Y justo cuando vino el sol y espantó aquella noche miserable, pude atisbar todavía con percepción sañuda e implacable, que había esparcidos por tierra centenares de cuerpos con derroche colmado, yertos o estampados por doquier: así quedaron en todo aquel amplio costado luego de la impetuosa guerra de dignidad y deber.
“Yacían los cadáveres en exhibición de cómicos: tronchada la cabeza, sin masa, hendido el vientre, desfigurados y esparcidos por aquella plaza todos sus componentes anatómicos.

—¡Alto ahí!, no siga narrando atrocidad tan funesta y fatal, sin vergüenza y sin decoro —dijo un policía municipal, quitándose respetuoso el gorro.

—Pero mi administrador de justicia, falta lo más importante que no he dicho en este vuelo, y trata de la sangre macilenta y sucia, confundida con la tierra y el agua que corría por el suelo.

“Las paredes de aquella guarida estratigráfica, parecían pinturas de antepasados rupestres con buen pulso en caligráfica. Había lunares pringados del vital líquido que corre por venas de los humanos, ese que habían absorbido los caníbales inhumanos. Otras sombras y churretes se confundían con las alas; mezclados sangre, lodo y hollín combinaban muchas galas. Y todavía en medio de aquel sainete, se oía el rumor de un runrún gangoso, obstinados algunos en su ataque furioso, e insinuando querer seguir el chupete.
“Pero, ya dije que con la luz del sol esplendoroso, después de aquella noche y vigilia, yo estaba enhiesto y furioso; y empuñando una porra corpulenta, del primero que se movía, hacía rodar su cabeza sin llevar de ellas la cuenta.

—¡Ya basta con eso! —dijo uno con distintivo de jefe lustroso— Ud., es un lioso, fabulista y engañoso pillastre: —¿qué tienen que ver con la carnicería y exterminio, ese embarre de caníbales y de alas con el arte?

—¿Y por qué —dijo otro acongojado, queriendo casi llorar— por qué remataba desalmadamente a los agonizantes y mutilados sin cesar, en vez de haber auxiliado humana y convenientemente a todos los desdichados, o haberse puesto a rezar?

—Ud., es un energúmeno bellaco, autor de una gran canallada, a pesar de lo que diga su cancamusa portada: es más frenético que una fiera selvática y montaraz, aunque repita mil veces que nunca ha sido mendaz —dijo otro de gran maxilar, queriéndolo ahí fusilar.

Seguidamente añadió otro agente del orden, bien vestido, poco culto, pero bizco: —“Veo claramente que Ud., está loco, por eso perpetuó tan ciclópeo exterminio de nefastos resultados pletórico, igual que día de liquidación en un zoco”.

—Y, ya ¡basta!, no diga más palabras —se impuso vigoroso el primero— no siga contando cosas macabras; llévenos al lugar de los hechos recientes, pueda ser que con rumbo certero y un poco de buena suerte, hallemos todavía algunos supervivientes, salvemos a los heridos y les evitemos tan bárbara muerte.

—“Pero, escuchen señores ministriles y de la verdad jueces de viento y lacaya: los cuerpos de la fenomenal batalla, de aquella noche inusitada pero real que les cuento, secos están, o ya se los llevó el viento.

—Nos deja pasmados y conmovidos tantas y tales afrentas suyas. —Y más nos mete impaciencia su confusa mezcolanza; —diga claro y ya sin pullas: ¿dónde puso los cadáveres de tan colosal matanza?

—Ya les dije que por leves —y no miento— seguro que los quemó el sol como a las nieves, o fueron arrastrados por el agua y por el viento.

—Temblando estamos de furia por tamañas sacudidas, y contra usted bien malquistos por evasivas, chácharas y falsas salidas de botos razonamientos lisos, sin corazón ni pulpa como los carrizos: —¿Diga, en nombre de la ley!: ¿Quiénes eran los occisos ?

—¡Calma, señores gendarmes!, no vayan a quedar por el furor tartamudos; aquella noche me enfrenté .... a ¡dos terribles enjambres, de enardecidos zancudos !

—¡Mecachis!, con el poeta —exclamaron todos en conjunto— respirando azorados como recién nacidos y dados a luz al mismo punto. Luego oyeron con la boca abierta:

“El intruso que oyó el relato, crédulo al igual que Uds., como era un turulato, pensó que hablaba de gente de inteligencias; pero esto es verdad y no miento a vuestras excelencias: es ley de naturaleza que ante fuerzas e instintos desencadenados, como estos tumultos gigantescos, o te defiendes con fiereza, o te conviertes en festín de esos lobos vampirescos: —Las patas, alas y las cabezas, cierto que eran de esos tales animales; pero la sangre que corría, era de mis venas reales”.

—Socarrón, chilindrinero sin renombre y vástago de inciviles, hombre macilento y extravagante ordinario, en vilo nos tenía el aliento, descarnado el corion urticario y el hígado ya hecho bilis.

—¡Váyase! ¡Fuera de aquí!, está libre del todo y sin sanción —dijeron los policías— antes que le demos su pasaporte al panteón; porque es cierto que no hallará acomodo en galera o calabozo, sin enredar a los presos con sus desatinados cuentos de guata ornamentación.

* * *
“En ocasiones se ha de tomar el toro por los cuernos, otras veces por el rabillo” —decía el abuelo— la diferencia es que si no lo tumbas, agarrándolo como se debe, vas a recibir de cornazos, o una serie de coces si no te pones abusadillo.
Tantas veces —nos ilustraba el abuelo— al no ser claro en las expresiones puede causar conflictos o despertar falsas ilusiones; se puede llegar, hablando de brujas hasta la aplicación de las “leyes fugas”; o en el peor de los casos, desatar una lluvia de balazos.
Así, para no caer en todos esos y otras más grandes errores fatales, cuando hablen a las gentes, en forma señalada no lo hagan de violencia desatada, ni dejen para después las noticias principales, porque pueden causar en sus oyentes impaciencia arrebatada.

Texto agregado el 10-10-2003, y leído por 454 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-11-2003 Humor del bueno. Felicidades Barangel
 
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