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LA OFICINA DEL SILENCIO

La primera vez que entrè a ella me sentì turbado, incòmodo. Reinaba en esa oficina un silencio sepulcral, comparable solo al que tienen los cementerios;
solo faltaba el canto de los pájaros.
Este banco habìa decidido contratar para la oficina de recuento de papel moneda a jòvenes sordomudos de ambos sexos. El argumento esgrimido era que, como estaban privados del oìdo y el habla, eran más confiables.
Habìa unas mesas en las que se distribuía el dinero a recontar. Pilas, torres de billetes de las distintas denominaciones. Los sordomudos se sentaban en sus escritorios, privados de cajones, y a su derecha cada uno tenìa un cesto de papeles en donde arrojaban las fajas del dinero ya recontado.
En un entrepiso con visiòn perifèrica estaba la jefa de la oficina, la que ademàs contaba con un circuito cerrado de televisiòn cuyas càmaras apuntaban a cada uno de los sordomudos, como armas dispuestas a disparar ante la menor sospecha de un movimiento amenazador.
No había sonidos, salvo algunos quejidos guturales, pero si, señas, así se entendían. Las instrucciones las recibían por escrito.
En ese banco habían formado una secta muy particular.
No alternaban con los demás empleados, eso estaba prohibido. A la hora del almuerzo se reunían en un pequeño bar cercano al que habían tomado como si fuera suyo. Claro, los dueños del mismo tambièn eran sordomudos, por eso, el comùn de los empleados no asistía.
A veces en la acera se los veía reunidos en conversaciones fantásticas por medio de su lenguaje de señas y algún peatón distraído ligaba algún mamporro, de algún apasionado en una discusión política.
La jefa, una mujer de gesto adusto, había aprendido el idioma gestual obligada por esos accidentes de la vida, era madre de un pequeño que había nacido sordomudo. No obstante la seriedad y rectitud que trasuntaba, sentía por sus “chicos” una infinita ternura. Y ello se manifestaba cuando había algún motivo de festejo, como un cumpleaños, un nacimiento o alguna boda que por lo general se celebraba entre ellos. Claro, luego de finalizadas las tareas, no sea cosa que, alguno aprovechara algún descuido.
Era curioso ver como festejaban en silencio, pareciera que siempre el ruido està asociado a la alegría, pero no, en este caso era alegría por si misma, comían torta, hablaban en su idioma y a veces, reían.
Todo transcurría dentro de la normalidad silenciosa del lugar, hasta que un día hubo un alerta. Un reclamo de una de las sucursales del banco fue el disparador. En un fajo de cien billetes de cien pesos faltò uno. Inmediatamente la jefa requirió la faja firmada por uno de los empleados sordomudo.
Hubo un interrogatorio preliminar en la oficina de la jefa y el sordomudo decía en su idioma que no entendía como pudo faltar un billete. No obstante la jefa enfoca la cámara, para dar mayor cercanía y vigilar los movimientos de èste.
Intervino la oficina de sumarios que a la manera de la gestapo, trataba de averiguar lo sucedido. Hasta contrataron un especialista en el idioma gestual. Hicieron averiguaciones sobre la vida privada, sus gustos, donde concurría luego del trabajo, si frecuentaba lugares inapropiados, si andaba con mujeres y mucho màs.
Algunos compañeros de trabajo no podían entender bien lo que pasaba, se preguntaban a sí mismos cual seria el desenlace de aquella pesadilla. A su vez comenzaron a desconfiar, no solo del sospechado, sino de los demás compañeros. De la alegría del trabajo pasaron rápidamente a la desconfianza. Ya no concurrían alegres y sonrientes. Se les veía serios, severos, esquivos.
Esa oficina, en la que antes reinaba el silencio, la paz, la confianza, se transformò en otra donde había miradas torvas, de recelo, con actitudes inamistosas.
Lo mismo ocurría en el bar que frecuentaban, ya no había conversaciones o discusiones, cada uno se dedicaba a lo suyo y no contestaba.
Por supuesto, en esa època, no hubo festejos de cumpleaños, de nacimientos o bodas.
El asunto se resolviò pasado un tiempo. Un cajero infiel al banco habìa sido el autor material de la sustracciòn del billete que, contando con la inocencia de sus superiores, habìa efectuado el reclamo del faltante. Un intento de reincidencia lo descubriò.
Inùtiles fueron los esfuerzos de la jefa para volver a la situaciòn anterior. Ya no habìa retorno. La desconfianza habìa ganado la batalla.
Los jòvenes sordomudos, empleados de ese banco, habìan cruzado la frontera, ahora eran adultos.


Tortuga

Texto agregado el 08-10-2003, y leído por 256 visitantes. (1 voto)


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