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Ana miró por onceaba vez su reloj y se recriminó el llegar a tiempo. Siempre llegaba puntual a todas las citas, incluso con diez minutos de anticipación. Se lo debía a su padre que era obsesivamente puntual como lord inglés. Ella, odiaba esa mala costumbre de llegar a tiempo a todas partes especialmente, en el círculo de amistades en el que se desenvolvía.

-Sabía que llegaría tarde.- Se dijo a sí misma mientras encendía el primer cigarrillo del día y le hacía una seña al camarero para servirle más café. Tenía poco más de veinte minutos esperando a Martha. Ese día más que nunca necesitaba que llegase a tiempo, acababa de firmar los papeles del divorcio después de treinta años de matrimonio con el idiota de Joel.

Martha y ella eran amigas inseparables desde la infancia, habían ido a la misma escuela, se habían casado en junio y los hijos de ambas llamaban tía a la otra. Martha tenía la costumbre de llegar puntualmente tarde como ella misma decía antes de soltar la carcajada. Era difícil no perdonarla cuando el tiempo que pasaba con ella siempre era lo mejor de los eventos de la semana. Martha sabía escuchar con paciencia las constantes tribulaciones de Ana y no sólo eso tenía la extraordinaria virtud de no intentar resolverlos. Martha jamás daba un consejo que no hubiese sido solicitado y sabía las palabras precisas para disolver cualquier tensión, tenía una risa contagiosa, era brutalmente franca y vivía en su tiempo particular. Andaba por la vida con sus días de veintiséis horas y sus momentitos que duraban una eternidad. Jamás había usado reloj, lo consideraba una cadena que te anclaba al tiempo de los otros. Ella creía en el momento oportuno y en el llegar cuando fuera el tiempo indicado.

Ana miraba el fondo de su taza de café como si intentara descifrar su destino. Treinta años y ¿para qué? Se había largado con la secretaría, más joven por supuesto y algo vulgar, el cliché le revolvía el estómago. Hizo otra seña al camarero mientras encendía otro cigarrillo y miraba de nuevo el reloj.
El camarero le sirvió el café, con cara de fastidio -Ya lleva demasiado tiempo la vieja de la mesa 22- Le susurro a otro camarero en su camino a la cocina.

Apenas podía creer que todo hubiese acabado, ella se había casado para siempre esas dos palabras ahora le sonaban huecas. Al fondo se escuchaba una vieja melodía, las notas familiares transportaron a Ana al momento en que Joel la tomó de la mano y no la soltó mas hasta hace un par de años, los dos se habían vuelto extraños conocidos apenas tolerando respirar el mismo aire cuando Joel se mudo al cuarto de los chicos Ana no dijo nada. Se habían acostumbrado a transitar el mismo espacio en diferentes direcciones. Una lágrima indiscreta rodó hasta caer como una manchita negra en el mantel. Ana se repuso casi de inmediato no podía permitirse sentimentalismos en público.

Martha seguía sin aparecer una hora y ni siquiera una llamada, Ana encendió otro cigarrillo y ordenó una mimosa. Se llevó la mano al cuello tropezándose con el collar de perlas del tercer aniversario, siguió al cabello y después se dio una hojeada en el espejo para revisar el maquillaje, todo estaba inmaculado. Sonrió al recordar que Martha le decía siempre que se preocupaba demasiado de cómo era vista por los otros, Ana envidiaba un tanto a Martha, a ella le importaban poco los convencionalismos, siempre con una sonrisa en los labios, nada era complicado, los hijos perfectos, el marido perfecto…

Martha seguía sin llegar, no podía ser el tráfico ya había pasado la hora de entrada de las escuelas y había quedado atrás la hora de los desayunos de negocios el Restaurante del Lago donde siempre se encontraban estaba prácticamente vacío. Seguro habría pasado al centro comercial para comprarle algo bonito para mejorarle el día cómo una mascada de esas que tanto le gustaban a Ana.

Miró el fondo de la copa vacía con cara de desconsuelo. La casa vacía. ¿Qué le quedaba hacer ahora? Si se había desdibujado por él, si ella misma estaba tan lejos de ser la Ana libre de la infancia, la rebelde chica de las protestas estudiantiles, la que hace muchos años había dejado de reconocerse al espejo. ¿Quién iba a decirle ahora que hacer, quién ser? Ahora tenía cincuenta y cinco años y se encontraba perdida, sin identidad, sin conocerse… El sonido repetido del timbre del celular la arrojó violentamente al momento presente. Revolvió su bolso buscando el aparato, contestó esperando escuchar a Martha al otro lado de la línea. Era Maite la hija de Martha, el rostro de Ana se desencajó perdiendo su acostumbrada compostura. Pidió la cuenta con un gesto frenético y se dirigió a la puerta. Sería la última vez que Martha llegaría tarde.

Texto agregado el 14-09-2005, y leído por 117 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-09-2005 Texto bien redactado pero excesivamente tragico para mi gusto. Un saludo de SOL-O-LUNA
14-09-2005 Interesante, amntiene cierta tensión, pero creo que se desbibuja el hilo conductor del cuento...una observación porque Ana y Martha y Joel, no se no pegan mucho Joel con Ana y Martha, saludos Maite
 
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