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¿Quién?

Sus ojos se habían acostumbrado a la espesa negrura de la noche adentro de la plantación y ya alcanzaba a distinguir los contornos de las matas de banano, pero la continua repetición de tallos, hojas y racimos embolsados en ese breve espacio que la oscuridad llevaba de delantera, le daban la impresión de estar quieto, a pesar de que le dolían las pantorrillas de tanto caminar. Eso le pareció peor que no ver nada: una eternidad yendo de frente y en silencio, sin saber ni imaginarse qué había siete pasos más allá, donde las tinieblas se cerraban como las manos de un diablo tapándole los ojos y susurrando un amenazador “¿adivine quién?”. Gracias a dios que Cacho, el compañero, “mi lanza”, como aprendió que se decía cuando hizo el servicio militar, andaba paralelo por la otra hilera de matas, sincronizándose para cambiar de dirección al asentar un paso con más fuerza; y gracias, sobretodo, al fusil que con su peso, le iba conversando. “Tranquilo hermano que llevo el cargador a full”, sintió que le decía.
Se habían metido por parejas, pasadas as seis y media, para barrer la zona en la que, según decían, se fueron a esconder los que les dispararon al compadre Abel y a sus hombres. Esto era más bravo que las operaciones sorpresa en que participaba ocasionalmente, en las que se sabía con exactitud dónde estaba el enemigo, que por la general estaba desprevenido. En esas, ningún peligro, ni durante el ataque ni durante el viaje en el volco del camión: siempre el camino despejado. La de esta noche, en cambio, era otra cosa, y unos chulos huyendo son peligrosos porque cuando se ven sin salida, buscan hacer todo el daño que puedan antes de que los maten. Así se cargaron a Neque y a un concuñado de Abel.
Entonces, Cacho pisotió con fuerza. Él se detuvo al instante y su corazón siguió al trote, perdiéndose en la oscuridad y el miedo. Levantó el fusil.
– ¿Oíste? – preguntó Cacho
– ¡Qué!
– ¡SHHHHH!...
Ahora sí escuchó arrastrarse algo adelante de ellos, donde el sonido era lo único que andaba con claridad. Luego, nada. Hasta las ranas, que maraquiaban por ahí, se callaron. Él rogaba por escuchar el silbido de contraseña de unos compañeros, pero el silencio los emboscó en su propio miedo y se olían sudar. Abrieron más los ojos y adelantaron los cañones de las armas, dispuestos a soltar la metralla.
– ¡¿Quién Vive?! – gritó él con resolución, sin recibir respuesta.
– ¡¿Quién VIVE?! – gritó ahora amenazante, cuando él y su compañero advirtieron que un fulgor metálico se movió por encima de sus cabezas. Quizá la hoja de un machete.
Las ráfagas rompieron el silencio y muchas matas alrededor de ellos. Cayeron racimos al suelo y trozos de los carnosos tallos les saltaban al pelo y a la cara. Fueron minutos en los que vaciaron los cargadores de los fusiles queriendo estar seguros de acabar con el peligro. Luego, por un instante, silencio y olor a pólvora. Aflojaron las armas y buscaron, entre el revoltijo de hojas caídas, el cadáver del enemigo, mientras a lo lejos las voces de compañeros llenaron la plantación de preguntas. No encontraron ningún cuerpo, y al momento en que iban a gritar para avisar que todo bien, el fulgor metálico que les hizo disparar se les vino encima acompañado de una sombra negra. Levantaron los fusiles vacíos y cayeron al suelo, queriendo protegerse, pero aquello pasó de largo, revolviendo aún más la maleza y el destrozo. Cacho se tapó los ojos con un brazo y se persignaba aterrorizado, y él creyó ver, en medio de su revolcada, una figura enfundada en una túnica negra con unos dientes blanquísimos y desnudos, en una boca sin labios; lo que creyó un machete, era una hoja filosa y curveada en el extremo de un palo que la figura llevaba apoyado en el hombro: como lo que en el baile del Garabato lleva el que está disfrazado de muer...
Se persignó.
Los compañeros los encontraron sentados y en silencio. Cacho, huraño y sollozante, y él, diciéndose cosas en voz baja, que nadie entendió.
– Seguro, Baltazar–. Le dijo por fin en voz alta a su vecino de puesto en el camión–, no
vuelva a preguntar “¡Quién vive!” cuando esté en operación por ahí. Yo apenas voy a preguntar "¿quién?". Y sobretodo, ruéguele a Dios que no se lo pregunten a usté, porque el que quiera saber si usté vive, es porque lo quiere muerto.
Después se quedó mirando pasar el mar oscuro de la plantación.

Texto agregado el 05-10-2003, y leído por 315 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
10-10-2003 Mis comentarios en el Taller. Saludos pedromarca
 
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