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- Es absurdo – sentenció Barone - . Esto que usted escribe no tiene asidero. ¿Acaso supone que aquel que lea sus cuentos va a aceptar semejantes disparates?

Salomone escuchó con calma lo que decía el editor, y esbozó una sonrisa socarrona.

- Justamente, es absurdo – dijo -. Lo que pasa es que usted no está preparado para entenderlo – lo sobró.

Las palabras de Salomone terminaron de ofuscar a Barone, quien estaba convencido que las producciones literarias de su interlocutor eran pura basura.

- Déjese de embromar, Salomone. Estos misterios de segunda mano, estos finales confusos, estas paradojas … - Barone no aguantó y se levantó de la silla - ¡no son publicables! El lector no soporta tanto jueguito de palabras, tanta impertinencia.

Salomone volvió a esbozar la misma sonrisa socarrona de antes, pero más acentuada. Y se mantuvo en silencio.

- ¿Usted durmió bien anoche? – sorprendió el editor.

Salomone hizo caso omiso de la pregunta y desafió a Barone, sabiendo que era la última oportunidad para que su libro fuese publicado.

- Yo le voy a demostrar – dijo – que el absurdo de mis cuentos es mucho más real de lo que usted piensa.

En el intento por responder, Barone casi salta por encima del escritorio. Pero en ese mismo instante se dio cuenta que su boca había desaparecido. Dueño de la situación, Salomone desplegó sus alas negras (hacía rato que no volaba) y en menos de un segundo se posó en el entrepiso de la oficina de Barone. Desde allí, terminando de fumar un negro, invitó al editor a charlar distendidamente.

Acto seguido, cuando ambos ya se encontraban en el bar “El Firulete”, un mozo los inquirió preguntando qué iban a tomar. Barone quería una cerveza, pero lógicamente reparó en que no podía hablar. Se resignó entonces a la decisión de Salomone, quien sin dudarlo pidió dos vasos de marcela con limón, que ya estaban servidos sobre la mesa desde antes que llegaran.

En tono de burla, Salomone propuso un brindis. Pero Barone, por la ausencia de su boca, tampoco podía tomar. Aunque después del segundo trago, alcanzó a decirle al escritor:

- No me voy a dejar llevar por sus locuras, sépalo.

Salomone ya iba por el tercer fernet cuando contestó:

- Sé que es difícil asumirlo, pero ahora que usted está dentro de mi cuento, no creo que esté en condiciones de mostrarse intempestivo.

- Tiene razón – dijo Barone -; ¿en qué puedo servirlo?

- Bueno, quisiera que la editorial publique mi libro – explicó Salomone – pero antes tengo que escribirlo.

- No se preocupe, amigo, eso lo arreglamos.

- Estoy en eso – aclaró Salomone.

- Mejor así – dijo Barone -. Cuanto antes terminemos este diálogo, más rápido vamos a poder avanzar con las correcciones.

- No hay nada que corregir. Yo dejaría todo como está, excepto la parte en que usted se convierte en estatua. Es muy dura – opinó Salomone.

Mientras su cuerpo empezaba a paralizarse, Barone dijo:

- Esa parte no la leí.

- Es que recién ahora va a ocurrir, pero no saldrá publicada – decidió Salomone.

- Entonces tomemos unos vinos más y vayámonos de acá, hay mucho por hacer.

Barone tuvo que alzar a Salomone, que ya llevaba cinco minutos convertido en estatua, y junto salieron del bar.

A unas cuadras, sobre la Plazoleta Hernandarias, ambos decidieron escribir el final del cuento. Pero Salomone recordó que en esos momentos Barone no era más que un personaje al que él mismo le estaba imponiendo sus acciones y pensamientos.

- ¿Vio, Barone? El absurdo de mis cuentos es mucho más real de lo que usted piensa.

- Debo confesarle, Salomone, que su cuento me ha atrapado. No tengo otra opción que aceptar su pedido de publicarle el libro.

- No se apresure, compañero – dijo Salomone – que el final lo escribo yo.

- Pero no habíamos quedado en …

- No, señor. ¿Quién es el escritor en este cuento? – se enfadó Salomone. Y ahí nomás, se dio cuenta de todo. Sacó un cuchillo y se lo clavó en el pecho a Barone, porque acababa de enterarse que era el amante de su mujer.

Sangrando, Salomone dio vueltas por la Plazoleta y, según las reglas que él mismo había escrito en otro cuento, encontró la puerta a la inmortalidad.

Barone nunca existió. Y este cuento nunca fue publicado.

Texto agregado el 31-08-2005, y leído por 162 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
09-07-2012 Paradojas y diálogos con el omnisciente que relata! Fascinante efelisa
10-09-2005 Conocedor implacable de la narrativa de Salomone..., le tejes su propia inmortalidad en un agil dialogo. Muy bueno..., te mereces trago (que te lo pague Vaerjuma). Un abrazo desde el Sur. CalideJacobacci
31-08-2005 ¡GRACIAS!, hermano. Muchas GRACIAS... Es un honor que no merezco semejante despliegue de absurdos que, a pesar de decir en mi libro de visitas que has sacado de mis cuentos, jamás se me hubieran ocurrido reunir de esta manera. Un abrazo y, aunque suene, ególatra la cosa, 5 estrellas para vos. vaerjuma
 
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