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LA QUINTA

Hoy me invadiò la nostalgia, me despertè pensando en mis años de niño y me llenè de recuerdos.
Recuerdos felices por cierto. Felices de haber pasado mucho tiempo en la quinta, (así la denominaban) lugar de residencia de mi abuela.
Estaba ubicada a unas pocas cuadras de donde comenzaba el pavimento, del casco urbano de aquel pueblo. Ya, transitando por el camino de tierra, a cien metros se divisaba la enorme casa, cosa que, cuando mi madre me llevaba con mi hermano a pasar unos dìas, me ponìa enormemente feliz.
Cuando trasponìa la entrada pintada de blanco, una glorieta con glicinas en flor me daba la bienvenida con aroma y color. Mas allà de la casa se veìan los galpones, el taller mecànico y un depòsito de maq uinaria en desuso. A la izquierda se hallaban los àrboles frutales y la huerta colmada de hortalizas. Al fondo el corral de aves y luego una pequeña extensiòn de campo labrado.
La casa contaba con una galerìa vidriada, despensa, cocina, un comedor oval grande, cinco dormitorios y un baño amplio. Se hallaba elevada del nivel del suelo y poseìa un sòtano.
Era llegar y comenzar a disfrutar, ya que la abuela habìa preparado el desayuno: galleta, tostadas, dulce de leche y manteca casera y leche recièn ordeñada con cocoa.
Luego a retozar. La primer visita era al taller mecànico, donde un tìo se afanaba en realizar las reparaciones de rodados o maquinaria agrìcola. Era otro mundo, entre el olor a aceite o grasa, me quedaba hipnotizado viendo el ir y venir de aquèl en ese concierto de fierros y motores.
Otro de mis preferidos lugares era el depòsito de maquinaria en desuso. Allì habìa tractores viejos, arados oxidados y hasta un camiòn inutulizado. Subìa a ellos y me imaginaba conducièndolos haciendo onomatopeya del ruido del motor. Tambièn obligada era la visita al corral de aves, donde gallinas, patos y pavos sufrían los ataques y correrìas de un visitante inesperado. ¡Pobres animales! Los traumas que les debo haber causado.
Habìa un lugar que visitaba con miedo, era el sòtano, me parecìa tenebroso. Si bien era el depòsito de frutas y verduras almacenados, como tambièn jamones, chorizos y vinos, me asustaba, sobre todo tener que apartar constantemente telas de araña que tapizaban el lugar. ¡Què no darìa ahora por tener un lugar bien provisto como estaba!
La huerta tambièn era motivo de regocijo y aventura. Bajo la atenta mirada del cuidador, un negro llamado Cirilo, recorrìa la misma y alguna fruta recièn arrancada solìa hacer las delicias de mi paladar.
Todo era magnìfico y màs cuando habìa algún motivo para festejar. Allí se reunìa la numerosa familia de mi madre.
¡Claro! Llegaban los primos tan traviesos e indios como yo. Atentos estábamos cuando llenaban el tambor de botellas de naranjada con barras de hielo para que se mantuvieran frescas, pensando en el festìn sibarita que nos darìamos màs tarde.
Otra cosa que me emocionaba ese dìa era que se limpiaba el gran tanque australiano, ubicado junto al molino de viento. Chapuzones, al por mayor, una càmara de tractor inflada y demostraciones de habilidad acuàtica estaban a la orden del día tratando de impresionar a quien ocasionalmente eran los compañeros de nado o aventura, o màs bien a las primas por esa cuestiòn de pavonearse frente al otro sexo, tan vieja como la existencia humana.
Como uno de los primos era màs pudiente era el que traía la pelota de fútbol. ¡Por cierto que era el màs malo jugando! ¿Pero quièn se atrevìa a decìrselo? A lo mejor de rencoroso se llevaba la pelota. Asì que esos días de fiesta la pasaba entre demostraciones de habilidad acuàtica y fùtbolera.
Otra cosa era la comida que se servìa, habìa de todo: asado de vaca al asador, corderos, comida frìa, pasteles, tortas, todo regado con naranjada a voluntad.
Luego de la comida, mientras los grandes bailaban, jugaban a la taba o se prendìan en algùn partido de fùtbol de solteros versus casados, junto con los primos comenzaban las correrìas por donde se nos ocurriera.
En una de esas fiestas no tuve mejor ocurrencia que hacer una parodia de una pelìcula que recièn habìa visto, la misma se llamaba “La venganza del ahorcado”. Busquè una soga y la pasè por una rama saliente de un pino enorme, hice el nudo corredizo y lo pasè por mi cuello, previo pararme en un cajòn de frutas. ¡Nunca sabrè el motivo porquè mi hermano me sacò el cajòn! Ya ciànotico un tìo corriendo ante los gritos de mi madre desesperada que habìa presenciado la escena, logrò cortar la soga. La vergüenza me acompañò tres meses, ese fue el tiempo que demandò que desaparecieran las huellas de la herida que me habìa quedado en el cuello y la herida en mi orgullo personal cada vez que algùn compañero, -o compañera- de escuela, me preguntaba ¿Què te pasò?.
Una de las mayores travesuras las hice en compañía de un primo. Juntamos caca de gallina del gallinero y embadurnamos todos los picaportes de la casa, luego nos fuimos a la huerta.
Desde allí escuchàbamos los gritos y llamados. Creo que hubiese preferido que la tierra me tragara antes de escuchar los retos que la abuela me propinò. Los dijo en Gallego, no entendì muy bien, tampoco a un tìo que lo hizo en Vasco, pero sì a mis padres que me hablaron en un Argentino muy conocido.
Otra de mis grandes macanas fue la de haberme apropiado de un rifle de aire comprimido que mis tìos guardaban celosamente. Con èl salí a tratar de cazar algunas perdices que habìa visto en el campo lindero. Caminaba por el mismo y algunas levantaron su corto vuelo. Como no las encontraba quietas o caminando intentè dispararles al vuelo. ¡Craso error! No-solo era imposible darles con un solo plomo, sino que, uno de ellos fue a parar al ojo de una yegua vieja que habìa venido a pasar sus ùltimos días en ese lugar. Desde entonces la llamaron ¡La tuerta!. Y ni hablar de lo que a mí me pasò, tres meses sin jugar fùtbol ¡Se dan cuenta que castigo más horroroso! Creo que a lo largo de la vida ha sido lo que màs me ha dolido, por el castigo recibido y por la suerte de aquel animal.
La ùltima oportunidad que recuerdo haber estado en esa quinta, fue para un fin de año, con toda la familia reunida en derredor de mi abuela, como una matriarca. Yo ya no era un niño, pero era sorprendente el cariño y amor que ella despertaba no-solo en mi sino en todos los que allì estaban.
Estaba ella al final del ciclo vivido y creo que con esas demostraciones debe haber tenido una muerte feliz, sabedora que pasò por este mundo dejando su huella.
Hace poco tiempo pasè ex profeso por las cercanìas de la casa recordando momentos felices vividos.
Creo que el espìritu de mi abuela aun vive allí.
Eso no muere nunca

Texto agregado el 30-09-2003, y leído por 149 visitantes. (1 voto)


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