Acabo de llegar a casa. El día ha sido de fuego. El agua; el aire; las voces perdiéndose entre las rocas.

El verano va transcurriendo en su ingravidez de flor extraña, posándose entre los cuerpos desnudos al sol, abrasando la tierra con su lengua de brillo dorado.

Agosto está en su clímax. Siento cómo la ciudad se rinde bajo su abrazo; cómo después renace, angulosa e intrépida; impetuosa y llena de brío. Y yo, yo también dejo desmayarse mi ánimo bajo su abrazo rojo y terso; me dejo amar por ese fuego antiguo que me penetra y deshoja margaritas olvidadas que van cayendo despacio, volcanizadas en su ceniza azul.

He llegado a casa y sé que ahora me aloja un trocito de corazón de roca. He conocido secretos que susurraba un viento desconocido cuando el verano invadía su mansión de transparencias. Y me he rendido a un susurro crepuscular e indómito que huía, no sin antes revelarme algo tuyo, que volvía desde lejos.

Ahora sé que el sol y tú sois iguales en el vuelo. Ahora sé que yo pertenezco al mar y tú..., tú perteneces al fuego. Pero ambos hemos sido el mar. Por eso vas y vienes; vengo y voy. Nos alejamos y nos acercamos y... siempre volvemos a rozar, como la ola, una orilla propia. Porque somos el mar. Y el azul del mar aloja la tierra y el sol y nuestro azul de tormentas y ciudad.

Esta ciudad que nos aloja en nuestro mar de cenizas azules. Ese mar que vuelve, ahora, y nos remueve en su corazón de roca y esplendor, desalojándonos de oscuras flores inhóspitas.

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