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Entrar en Xalundes es notar que el tiempo pierde su impulso. Las horas se asientan en los tejados de lajas negras con desidia, perdidas en la monotonía de un llover menudo que enagua los caminos con lenta persistencia. Eso va pensando el forastero mientras anda sus pasos cansados por la empinada calle que lo lleva hasta la plaza, los pies chapoteando en sus botas y el abrigo incapaz de espantarle el frío húmedo que le entumece las carnes. Al llegar, divisa un cartel que cuelga exánime con la palabra “Hostal” desdibujada en su madera musgosa. El hombre se permite una sonrisa que le lastima en los carrillos destemplados, acerca la mano a la puerta y cierra su puño sobre el puño de hierro de la aldaba. Suenan los golpes como tocando a muerto, con un eco que se queda en el sitio, incapaz de atravesar la gasa de lluvia que aprisiona el aire. Varios segundos hechos de minutos pasan hasta que una voz de mujer acude desde dentro. El forastero pide cobijo. La puerta duda un instante antes de abrirse apenas. Una rendija de cara lo escruta con desconfianza. Al fin, los goznes giran quejosos y una vaharada de aire caliente le reconforta el cuerpo. Saluda con una breve inclinación de cabeza y pasa adentro.





I


Los nudillos de doña Remedios tocaron con fuerza en la puerta de la habitación antes de que el sol acabase de asomar por la raya del monte.


-Arriba, señor, que aquí se levanta uno con Dios y el café está ya en la pota.


Pablo rumió una respuesta y siguió encogido bajo las sábanas mientras escuchaba alejarse los pasos de la patrona. Dejó volver los sentidos de su peregrinaje sonámbulo y arrugó la nariz al sentir el terroso olor a estiércol que se colaba por la ventana. Estiró con precaución los huesos, acomodándose el dolor. Con un gruñido, se incorporó en la cama y la mirada deambuló por el cuarto para ubicarse: un armario de roble, ajeno a su nobleza por el peso del tiempo mojado; una cómoda de talla dura con jarro, palangana y trapo, al lado un taburete de tres patas desiguales; el resto, un orinal bajo la cama, un crucifijo y una foto de Fraga en las paredes, y colgando del techo una bombilla de cuarenta vatios. Su espíritu no necesitaba más, aunque el cuerpo se quejase.


Echó los pies al piso y rascó la barba incipiente mientras con la otra mano llenaba la jofaina. El agua fría en la cara terminó de despertarlo. Se aseó sin quitarse la camiseta de asas y vistió por encima la ropa que aún rezumaba lo de la noche anterior. Miró al exterior. La niebla bajaba densa por la montaña ocultando el paisaje, la penumbra del alba se convertía así en un cuadro de grises macilentos. Respiró profundamente más allá de la bosta de buey y los pulmones se le llenaron del verde escondido. El ruido de un tractor llegó entre la bruma, un pedazo de modernidad que desencajó la atmósfera y le hizo recordar el siglo que habitaba. Salió del cuarto y se dejó guiar por el fuerte aroma a café.


La planta baja del albergue consistía en una sola pieza de mampostería que hacia el oficio de recibidor, cocina y salón. Doña Remedios agitaba las brasas con un hierro en la cocina de leña cuando sintió bajar a su nuevo inquilino. Sentado a una robusta mesa de pino, se encontraba ya Matías Pereira, el hombre que ocupaba la otra habitación de hospedaje.


Matías Pereira resultaba alguien peculiar a la simple vista. Inflado como una hogaza, tenía una cabeza demasiado pequeña que asomaba de los hombros sin previo aviso de un cuello, como la hinchazón de una picadura. Gastaba el traje con sabor a camino de los viajantes, sin corbata, asomando de la camisa abierta el pecho velludo. Junto a él, inseparable, la abultada maleta. Matías Pereira vendía, a su entender y buen decir, las mejores telas que pudiera desear una mujer:


-Venidas de la capital, oiga. Las mismas con que les hacen los vestidos a las señoritas de la Meseta. Lo que yo le diga, mujer.


Era charlatán por profesión y natura, los ojillos negros le bailaban al hablar como una segunda sonrisa. A cada momento, usaba su índice de la mano derecha para subirse las gafas de montura metálica que se le escurrían nariz abajo. Al tomar asiento Pablo frente a él, lo saludo con un fuerte apretón de manos:


-Vaya, vaya. Muy buenos días, caballero. Es agradable encontrarse con alguien de fuera del pueblo. ¿Sabe? -y bajó la voz a salvo de los oídos de doña Remedios-. Aquí no es que abunden los buenos conversadores, ya me entiende.


Pablo concedió una breve sonrisa de cortesía que Matías Pereira recibió como un signo de conchabamiento. Las orejas se le movieron de gozo.


Doña Remedios se acercó para servirle el café negro y amargo. Desmenuzó Pablo en la taza migajas de pan de millo y fue desayunando mientras dejaba parlotear a Matías Pereira.


-... que el 205 no es mal coche, pero la suspensión le sufre en estos caminos de cabras.


Pensó en Raquel. Sólo dos días y ya la añoraba. Guardó unos minutos para recuperar su última imagen de ella, la carita pecosa descansando sobre la almohada, envuelta en un halo de paz que a él, como siempre, le había parecido tremendamente seductor. Lamentó una vez más haberse ido sin despedirse. Pero las cosas eran así: no habría podido verla sufrir.


-¿Saben cómo puedo llegar a la vieja finca de los Reboredo? -soltó de repente interrumpiendo el discurso incombustible de Matías Pereira.


-¿Y eso? -replicó doña Remedios-. Allí no hay más que silvas y lagartijas desde que Moncho Reboredo murió.


-Lo sé... Era mi padre.


-¡Anda la leche! -brincó la señora-. O sea que usted va a ser el que se llevó la Virtudes en la panza para Vigo cuando se escapó del Moncho.


Doña Remedios bajó el volumen y ensayó una mirada comprensiva:


-Y que no la culpó, verá. Que el padre de usted, si me lo permite, era más bicho que una bicha.


Matías Pereira seguía la conversación entre divertido y curioso. Le gustaba saber de las vergüenzas vecinales para luego compadrear en las casas y facilitar la venta. Doña Remedios mal ocultaba también su avidez de cotilleo. Pensaba en la cara de Engracia Faxilde cuando le fuera con las nuevas. Para desilusión de ambos, Pablo se limitó a pedir de nuevo las señas del terreno familiar y, cuando las obtuvo, se despidió con un escueto “hasta luego”.


La mañana comenzaba a clarear con la niebla escapándose hacia el valle. La plaza permanecía desierta, aunque las ventanas dejaban llegar los ruidos de la vecindad desperezándose. Pablo se detuvo ante el cruceiro gótico que presidía el empedrado circular. Admiró la imperturbabilidad mohosa de su Cristo Crucificado, el relieve sufrido de la Dolorosa labrada en su revés. A la derecha de la plaza, subía una escalinata hacia la pequeña iglesia románica. Allí llegaba ahora el ciego Palmiro, sentando el culo en la fría piedra a esperar a las beatas de la misa del alba.


Pablo tiró calle arriba por la Rúa dos Preguiceiros. En el cruce de Catroventos, como le indicara doña Remedios, tomó a la izquierda y siguió la vereda hasta las afueras del pueblo. Arriba y abajo del carreiro se sucedían las huertas en bancales robados al monte. Los gorriones bullían entre los pinos y una pega cruzó negriblanca en el cielo. Pablo se sentía extrañamente feliz, pletórico de una vida que en ese momento parecía no tener fecha de caducidad. No duró mucho la sensación, la sombra volvió al llegar a la finca. Las ruinas de la casona morían atrapadas entre una maleza abusiva y desafiante en su verde exuberancia. Las zarzas arañaron su cuerpo a través de la ropa mientras intentaba alcanzar la puerta desvencijada. Se sentó en el escalón de la entrada y miró a su rededor. No pudo entonces reprimir las lágrimas que tanto tiempo había estado guardando, hundió la cabeza entre las rodillas y lloró hasta secársele el alma. El tiempo podía ir más lento en Xalundes, pero él sabía que no podía detenerse.





II


Jesusa Rodeiras estiró su cuello de gallina vieja para atisbar desde la ventana el regreso al hostal del forastero. Por entonces, todo el pueblo estaba al tanto de la llegada del hijo de Moncho Reboredo. Pablo atravesó la plaza sin prestar atención a los cuchicheos de las comadres junto a la fuente. Tan ensimismado iba en mirarse las punteras de los zapatos que casi tropieza con don Rufino cuando le salió al encuentro.


-¡Uy, vaya! Disculpe -dijo el hombre dando un paso hacia atrás-. Permita que me presente. Aquí don Rufino Otero Trasfonte, alcalde de Xalundes para servirle.


Pablo levantó la vista. Observó sin interés la oronda figura de don Rufino:


-Encantado -abrevió, y siguió caminando.


El párroco don Julián y Segismundo Miñambres, el tabernero, se acercaron enseguida al alcalde para apremiarlo:


-¡Qué se le va, hombre! Apúrese.


-Sí, sí, ya voy.


Corrió tras Pablo balanceando el corpachón y le tocó azorado en el hombro:


-Esto... Perdone, señor Reboredo. Nosotros..., o sea... yo, como máxima autoridad de Xalundes, tengo por costumbre recibir a los visitantes. Debo estar informado de todo lo que aquí sucede, ¿comprende? Quiero decir... Bueno, en definitiva... ¿Sería posible conocer el motivo de su venida?


A don Rufino se le subió la sangre a los carrillos y jugueteó con los dedos nerviosos tras la espalda. Don Julián y Segismundo Miñambres aguzaban las orejas a una distancia prudencial. La voz de Pablo sonó monocorde al contestar:


-Estaré sólo unos días. Ahora, discúlpeme usted.


-Pero...


Ya la figura del circunspecto forastero se perdía tras la puerta del hostal.





III


-Como le cuento, señora Engracia. Encerrado lleva en su cuarto desde que llegó. Le toqué por ver que no fuera que se hubiera puesto malo y ni abrió para decirme que no me preocupara. Que le dejara luego delante de la puerta la cena. ¿Usted se cree? ¡Ni que se pensase que esto es un Hotel de cinco estrellas!


Doña Remedios levantó el mentón huesudo con gesto agraviado mientras sus manos se encargaban mecánicamente de las agujas de calcetar.


-Yo ni entro ni salgo -replicó Engracia Faxilde encogiéndose de hombros-, que a ese hombre nadie le conoce el aire. Sólo que cosa buena no va a salir de aquí, mire cuándo se lo digo, que el señor Reboredo lleva por fuerza sangre del Moncho, y eso cuenta por muy santa que fuera la Virtudes. Y ni eso, ¿que si no de qué lo de escaparse preñada del marido como una sin nombre? Que no, que el mirar no se le ve limpio.


Se oyó un golpe seco en el techo y las dos señoras dieron un respingo en las sillas.


-¡Ay, que éste se me ha ahorcado en la casa! ¡Ay, Engracia!


-Señor, Señor...


Pablo restregó la bota contra una pata del taburete para despegar de la suela el ciempiés. En el suelo junto a él, se amontonaban varias hojas de papel arrugadas. Llevaba toda la tarde intentando escribir una carta a su esposa, pero no era capaz de encontrar las palabras. Pensaba ahora en su amigo Manuel, el doctor Manuel Rodríguez Segade. Cuánto le debía de haber costado comunicarle la noticia, pobre hombre.


Ya supo lo que le iba a decir antes de hacerlo. El cuerpo le venía avisando, y conocía demasiado bien las arrugas profundas que se le forman a Manuel entre las cejas cuando se preocupa por algo seriamente.


-Unas semanas, Pablo. Quizá unos meses, eso nunca se sabe.


A los treinta y seis años poco se piensa en la muerte. La teoría te dice que aún te queda media vida o más por delante. Está la muerte accidental, claro, el coche que se estrella o un malnacido que te asalte por la calle. Eso es fácil, te toca y listo, buenas noches. Lo terrible es saberlo, tener la certeza de que se acaba con tiempo para pensar en ello. Asumir que has dejado correr los años intentando labrarte un futuro que de pronto desaparece. No está. Nunca será.


Había luchado tozudamente con Manuel hasta hacerle prometer que no diría nada a Raquel. Pero era un buen hombre, seguro que ya lo habría hecho y ahora removían los dos Cielo y Tierra para encontrarlo. No lo conseguirían simplemente porque nada sabían de este lugar, de Xalundes, el sitio donde fue gestado y que vería su último adiós.


Observó la luna comenzar a perfilarse en la luz difusa del atardecer. Era hermosa. Quiso calcular las lunas que se había perdido sólo por no pararse a mirarlas. Demasiados días desperdiciados, demasiadas horas dormidas, demasiados segundos olvidados de ocupar con cualquier momento feliz.


Tomó una hoja en blanco de su portafolios y concentró la mente en mantener firme el pulso de su mano:


“Querida Raquel, vida mía:


Sé lo preocupada que estarás...”


Sintió de nuevo ganas de llorar pero los ojos estaban vacíos. La vida iniciaba su huida y había empezado por la mirada.





IV


A la mañana siguiente, se acercó hasta la tasca de Segismundo Miñambres. El cartero Mingos aparecía una vez por semana para vaciar la pequeña urna de madera sobre la barra donde los vecinos introducían su correo. Pablo pidió un sello al tabernero y lo colocó en la carta. Metió una esquina del sobre por la rendija pero se detuvo, incapaz de decidirse. La mano le temblaba. Al final, volvió a meter el sobre en su bolsillo.


Segismundo Miñambres contempló la escena con curiosidad. Luego se encogió de hombros y apuró en poner un chupito de orujo sobre la barra:


-La casa invita, amigo, bienvenido al pueblo.


A Segismundo Miñambres le dicen Furabolas. Es alto y delgado como un eucalipto, de sonrisa ladina, la lengua siempre dispuesta a trabajar arreo. Gasta camisa blanca y pantalones de hilaza gris, cuatro mudas iguales que va usando según las mancha de vino y sudores. En la mano derecha exhibe la ausencia del dedo meñique que se le llevó un porco bravo en una montería.


-¿Y luego, señor Reboredo? -dijo con un guiño mientras se servía otro orujo para acompañar-. Nos tiene a todos con un misterio que no vea. Por no saber ni su nombre de pila sabemos.


Pablo guardó sus dubitaciones para más tarde y sonrió amistosamente:


-Siento mi parquedad de ayer, andaba en otras cosas. En realidad, uso los apellidos de mi madre: Pablo Leirós Camiño.


-Vaya -se extrañó el hombre-. Ustedes los de ciudad hacen cosas bien raras. Cambiarse el apellido, eso... ¿es legal, entonces?


La risa del forastero acabó de despistar a Segismundo Miñambres y Pablo decidió cambiar de conversación:


-Quisiera arreglar los papeles del terreno de mi padre. ¿Sabe con quién debería hablar?


-Así que por eso ha venido, ¿eh? Pues... A ver. El juez Alcona lo tenemos en Malapedre, allá en el valle, pero aquí toda la cosa de leyes la tramita don Julián, el cura. A puntito estará de empezar con la misa mayor. Ahora voy yo, si quiere me acompaña.


Segismundo Miñambres lucía una sonrisa de oreja a oreja cuando llegaron los dos a la plaza; estirado como un palo y la cabeza erguida, saludaba a sus vecinos con gesto complacido y elevado, presumiendo de la compañía del forastero. Todas las miradas se fijaban en ellos, seguían entre murmullos su camino hacia la iglesia. La práctica del correveidile hizo que nunca don Julián tuviera un público tan numeroso. Hasta el ciego Palmiro se decidió a meterse en la misa.


Al terminar los ritos religiosos, don Julián llevó a Pablo hasta su despacho detrás de la sacristía. Éste declinó cordialmente la invitación del párroco a una copa de licor de guindas.


-Bueno, pues permítame que yo me ponga una. Es que la boca se me seca con el sermón.


Pablo contempló la figura severa de don Julián mientras se servía. La sotana aparecía impoluta, sin remiendos y con la presencia intensa del negro nuevo. En el dedo índice de su mano izquierda lucía un anillo con una considerable piedra que podía ser un rubí o un jacinto de Compostela. Después de beber un discreto sorbo de licor, cruzó las manos y las apoyó en el escritorio tras el que se había sentado. La sonrisa que dibujó resultó forzada bajo la dura mirada de sus ojos azules:


-¿Y bien? ¿En qué puedo ayudarle, señor Reboredo?


Pablo aceptó el apelativo sin entrar en correcciones y fue directo al asunto:


-Tengo entendido que aquí no hay una escuela.


-En efecto, así es. Los niños bajan hasta la que hay en Malapedre.


-Pues... quiero dar la propiedad de mi padre a Xalundes. Con la condición de que se construya un colegio en ella. Y añadiré una donación generosa para llevar a cabo tal obra.


La cara de don Julián intensificó su palidez habitual.


-Oh... Esto... Sin duda es usted un hombre piadoso. Pero... El caso es que... Verá. Su padre, que Dios tenga en la Gloria, ya había dejado dicho que su tierra quedase bajo el cuidado de la Iglesia y...


-No por escrito, creo entender -lo interrumpió Pablo. Ante la muda respuesta del cura, prosiguió-: Mire, soy abogado. Conozco las leyes de heredad y mis prerrogativas como hijo del propietario. Como actual dueño, mi voluntad es esa que le acabo de decir y me gustaría que usted tramitase a la mayor urgencia el papeleo.


Ahora don Julián había pasado del blanco a un azul violáceo. Tragó saliva y tosió mientras trataba de conservar el ánimo. Arrastró las palabras para decir:


-Gracias, señor Reboredo. Xalundes se lo agradece.





V


Pablo dejó llevar sus pasos hasta la laguna del Mingal, donde el río hace un alto en su descenso apresurado hacia el valle. Llevaba apenas cuatro días en Xalundes y parecía cierto que allí el tiempo caminaba a distinto paso que en cualquier otro lado. Su llegada al pueblo se le antojaba tremendamente lejana, toda su vida anterior empezaba a difuminarse como un recuerdo antiguo. Sólo dos cosas permanecían inmutables en su cabeza: la nítida imagen de su amada Raquel y la absoluta conciencia del declive de su propia existencia.


En la orilla se bañaba en cueros Maruxa Quintáns, aunque nadie por allí le conozca el nombre. Todos la llaman Cadela Meiga, porque dicen que hizo tratos con el diablo por un mal de amores, y las noches de luna hechiza a los hombres que se pierden por la carballeira junto a la charca, fornica con ellos y luego se convierte en perra para devorarlos. La verdad es que la gente encizaña porque a Cadela Meiga le apetece pasar por loca para hacer lo que le sale de las posaderas, y porque le gustan los hombres mucho, también. Por eso aúlla a las estrellas y corre desnuda por las fragas, o se pone a cuatro patas y echa pedos al viento, o se acuesta en la vereda y se abre de piernas a esperar que Pedro Morriñas pase con sus ovejas. Por eso, porque quiere.


A Cadela Meiga le faltan los dientes de delante por un trompazo que le diera Xan O Muiñeiro una vez que se cansó de meter en ella, pero tiene los pechos grandes y hermosos, porque se los aguanta la juventud y porque cada noche los refriega con una pasta de avellanas, paniquesillo y aceite de ricino. Sabe como nadie de las hierbas: de las que curan, de las que matan, de las que alejan espantos y de las que enamoran. Habla poco, ríe mucho y mira siempre de frente.


Cadela Meiga decidió ser amiga de Pablo en el momento mismo de verlo. A ella le atrae la tristeza porque no la comprende y le bastó un segundo de colarse en aquellos ojos castaños para notar el profundo desconsuelo que habitaba en el forastero. Se vistió la braga, la saya colorada y la blusa blanca de lino que había dejado en la hierba, y lo saludó con una reverencia de princesa. Recorrió la ribera dando saltos y balanceando los brazos. Si veía alguna flor que le gustaba, se agachaba y la recogía. Cuando tuvo un buen manojo, fue hasta Pablo y se lo regaló.


-Gracias, señorita -dijo él, devolviéndole la gran sonrisa desdentada de la muchacha.


Cadela Meiga dejó caer de golpe el cuerpo para sentarse en el suelo con las piernas cruzadas. Pablo la acompañó. Así se quedaron un rato largo, mirándose.


-¿Por qué sufres? -preguntó ella de repente.


-Porque me voy a morir.


La mujer tomó una margarita del ramillete que aún sujetaba en la mano Pablo y se entretuvo en deshojarla.


-Todos nos hemos de morir, ¿no?


-Sí, todos. Pero unos antes que otros.


Los grandes ojos verdes de Cadela Meiga se posaron de nuevo sobre los del forastero.


-No tengas miedo a la muerte -dijo poniéndose seria-. Más miedo nos tiene ella a nosotros.


La tarde pasó, lenta y confortable, sin necesidad de que volvieran a articular palabra.





VI


La lluvia la ves llegar a Xalundes como una cortina que se corre. Aparece por detrás del monte y se posa sobre el pueblo durante días enteros. Luego se va de repente. La columna gris se desplaza hacia abajo hasta el valle, el cielo se abre y el agua se desmenuza en el puente de un arco iris. Van más de dos meses que Pablo llegó al pueblo y ha dejado de sorprenderle este comportamiento caprichoso de la lluvia.


-¡Señor Leirós! ¡Don Rufino y don Julián mandan recado de que quieren verle!


Pablo saltó de la cama y abrió con ímpetu la puerta. Doña Remedios se quedó un segundo con el puño en alto, se llevó la mano al pecho y lanzó un resoplido:


-¡Ay, Cristo Bendito! No me dé estos sustos, señor Leirós, que el corazón de una ya no está para según qué infartos.


-Disculpe usted, patrona. ¿Y dónde dice que están esperando por mí?


-Allá en la taberna andan, que vino Susiño el de Furabolas con el aviso.


-Muchas gracias -dijo Pablo y, a punto de enfilar las escaleras, se volvió a la vieja para añadir con un guiño picarón-. ¿Sabe? Cada día la encuentro a usted más joven.


-Jesús, que cosas tiene. Quite, quite...


Sentados a la barra, en efecto, encontró al alcalde y al cura platicando con Segismundo Miñambres frente a unas cuncas de vino de la casa. Al verlo entrar, don Rufino agitó en el aire unas hojas de papel:


-¡Todo listo, señor Leirós! El permiso de la Xunta ha llegado y sólo queda reunir la cuadrilla para empezar la obra.


-¡Vaya, por fin! -gritó Pablo con euforia-. Esto hay que celebrarlo. ¡Furabolas, otra cunca para mí y me cobras todo!


Hasta don Julián sonreía. Y no sin razón: el terreno era grande y Pablo le había prometido que se construiría una pequeña capilla anexa a la escuela para los rezos matinales y el catecismo. Así que, todos contentos.


Superada la resistencia inicial del párroco, el resto se fue haciendo, aunque los trámites habían resultado eternos: cartas de ida y vuelta a Madrid y Santiago, contactar en Malapedre con el ingeniero Cespón, arreglar los papeles de propiedad,... Pero el momento había llegado, los planos estaban listos y el proyecto a punto de hacerse realidad.


Pablo sentía la vida correr a raudales por sus venas. No se explicaba cómo, mas lo cierto era que el fantasma de la muerte había volado de sus entrañas. Semana a semana, su físico había experimentado una recuperación milagrosa. Y, curado el cuerpo, ahora el alma era la que se le llenaba de gozo con la buena nueva.


Pagó la ronda y se despidió del trío. A las carreras, bajó por el camino que llegaba a la laguna para comunicarle la noticia a Cadela Meiga. Llamó a la puerta de la choza donde vivía, en la orilla oriental.


-¡Maruxa, Maruxiña! ¡Sal que verás lo que te voy a contar! ¡Venga, corre!


-¿Y si no quiero?


-Si no quieres le digo a Morriñas que no baje más por el camino de la carballeira.


-Ah, entonces salgo.


Cadela Meiga asomó mostrando las encías vacías en su sempiterna sonrisa. Pablo la levantó por la cintura y dio vueltas con ella en el aire. Las carcajadas sin recatos de Cadela Meiga recorrieron el ambiente entre los granos de polen que la brisa arrastraba.


-¡Empezamos la escuela, Maruxa! ¡Mañana mismo empezamos!


De golpe, ella mudó el gesto y gritó a Pablo que la bajara. Cuando éste lo hizo, echó a correr hacia la laguna y se metió con la ropa puesta. Nadó hasta el otro lado y se sentó en la hierba, muy quieta, las rodillas agarradas con los brazos y la mirada fija en la figura de Pablo. Hasta él, ya acostumbrado a los prontos de Cadela Meiga, quedó sorprendido. Tomó la chaqueta de ganchillo que colgaba de un clavo en el frontal de la choza y rodeó caminando la charca. Al llegar junto a ella, la cubrió con la rebeca de lana y se sentó a su lado.


-Cuando acaben de hacer la escuela... -Cadela Meiga giró el rostro hacia él con las cejas hundidas como una perrita temblorosa-: No te irás, ¿verdad?


A Pablo la pregunta lo pilló desprevenido. En realidad, no había pensado todavía en el tema. Había llegado a Xalundes con el único fin de cerrar el círculo que había sido su vida, allí donde todo había comenzado. Vino dispuesto a alejarse de todo su mundo anterior, se había despedido del trabajo, cancelado su cuenta personal, dejado atrás a sus amigos e incluso a... Raquel.


El nombre golpeó en su cabeza como renacido de un largo letargo. Se dio cuenta de que hacía muchos días que no había vuelto a pensar en ella. Y ahora, de repente, al recordar su nombre, el amor borboteó en su interior como una ola vasta y caliente que lo inundaba por completo. Raquel... Paladeó cada letra y, poco a poco, la imagen de su esposa regresó a él. El nombre amado afloró por fin a sus labios, en un murmullo.


Los puñetazos furibundos de Cadela Meiga en su brazo lo sacaron del trance:


-¡¿Cómo recuerdas su nombre?! ¡No puedes! ¡No! ¡¡¡No!!! ¡Yo hice que...!


La chica cesó los golpes y se encogió sobre sí misma. Su mirada se clavó en el agua. Empezó a balancearse adelante y atrás mientras su boca cerrada ronroneaba un arrullo. Pablo no alcanzaba a entender:


-¿Qué? ¿Tú hiciste qué? Dime... Háblame, Maruxa, háblame.


La tomó por el mentón y la obligó a mirarlo. La ternura habitual de sus ojos había dejado paso a un rencor de cristal. Frío, insensible. Cadela Meiga llevó su mano al bolsillo de la saya y sacó un papel arrugado. Era una carta.


-Te la cogí de la chaqueta el día que nos conocimos.


Entonces él comprendió:


-No puedes... ¿Cómo...? Oh, amiga mía, ¿qué hiciste? -gimió soltando la cara de Cadela Meiga y llevándose las manos a su rostro.


El odio se reflejó en cada una de las sílabas al decir ella:


-Yo hice que la olvidaras.


-¡No! -gritó Pablo levantándose de golpe y dando la espalda a la muchacha.


-¡Sí! ¡Sí que lo hice! ¡Eres mío, mi amigo! La hierba de San Roque nubla los recuerdos. Te hacían mal, mucho mal. Fui buena contigo y... ¿así me lo pagas, castrón? ¿Marchándote?


Cadela Meiga se incorporó. De pronto, volvió la niña dulce y lo abrazo por detrás:


-Ella es el pasado, ya no está. Olvida, Pabliño, olvida... Tú sabes que no es lo único que he hecho por ti. Eres mi gorrión... Te encontré herido y yo... Sí, mi gorrión...


Pablo sollozaba impotente mientras Cadela Meiga seguía acariciándolo agarrada a él, desvariando con una voz apenas audible:


-Mi gorrión, sí... He curado a mi gorrión..., mío..., mi único amigo...


Él sintió la ira formando una bola en la boca del estómago. Subió densa y caliente, quemándole en las venas. Al fin, gritó. Liberó la rabia en un alarido animal y con un movimiento violento se desembarazó de la joven, que cayó al suelo. Señalándola, los ojos cubiertos de un velo rojo, habló:


-Tú... Tú, maldita perra... ¿Qué... qué derecho tenías a...? ¡Te odio! ¿Has oído? ¡¡¡Te odio!!!


Cadela Meiga lo miró totalmente confusa:


-No... Tú me quieres... Yo... Nosotros... Mi gorrión... -y levantó los brazos extendidos hacia él.


Pablo tomó una rama caída entre la hierba y la elevó sobre su cabeza:


-Zorra de mierda...


Se detuvo. Una lágrima, como una gota de rocío, se deslizaba sobre la mejilla de Cadela Meiga. Era la primera vez que la veía llorar.


Soltó la rama y escapó, se marchó corriendo vereda arriba sin mirar atrás.





VII


Del forastero nada más se supo en Xalundes. Nadie lo vio regresar al pueblo, aunque el ciego Palmiro jura y perjura que el día de su desaparición escuchó los pasos del señor Leirós sonando sobre las piedras de la plaza y que olía el aire como a ánima difunta. Entre las pertenencias que dejó abandonadas en el hostal, encontraron una copia de los planos de la escuela que nunca llegó a construirse, un manojo seco de flores silvestres y, en el fondo de la maleta, la foto de una mujer hermosa en la playa de Samil.


A Cadela Meiga la encontró dos días después Saturnino Miudanzas colgada de un pino. Estaba desnuda, tal como quiso ella saludar a la muerte. La enterraron allí mismo porque nadie recordaba su nombre, ni si tenía familia o si había sido bautizada. Cortaron el árbol y el tocón que quedó le sirvió de modesta lápida. Alguien se acordó de escribir en él su apodo y la fecha de ese año.


Allí sigue su tumba. Y se dice que en Xalundes, cada doce de mayo, la luna se vuelve llena aunque no le toque, los perros del pueblo aúllan toda la noche y los hombres tienen miedo de acercarse a la laguna del Mingal, donde el fantasma de Cadela Meiga sonríe triste mientras moja sus pechos lozanos.

Texto agregado el 25-09-2003, y leído por 993 visitantes. (0 votos)


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