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Viento por arriba y por abajo sin una lógica clara. De haber sabido algo sobre aerodinámica habría entendido el frenético cambio de dirección de las gotas cayendo en el frío anochecer de ese viernes oscuro y pesado.

Parpadeaba el teléfono infectado de luces, parpadeaba la pantalla de mi ordenador, el firmamento atiborrado de edificios y hasta el cielo cargado de vuelos comerciales y accidentales helicópteros.

Desde el piso 22 no distinguía gente en la calle, solo el rojo intenso de los automóviles frenando en el semáforo y las vidrieras iluminadas de las tiendas sobre la avenida. Reflejos tenues en los charcos de agua oscura proyectaban conspicuos una sospechosa carga de basura y jeringas desechables amontonadas en las esquinas. Cucarachas alborotadas por el ruido escalaban los desperdicios buscando alimentos. Todo lucía húmedo y pegajoso.

Aquí arriba, cristal, cristal, cristal. La oficina, inmune al caos contenía una atmósfera serena, un aura de película muda atrapada entre su absoluto silencio y el acelerado ritmo externo.

Tosí brevemente. Descansaba en el sofá de cuero azul. Aplasté el cigarrillo en un cenicero art deco contiguo a mi escritorio y automáticamente recordé el día en que lo compramos; fue en Venecia al finalizar nuestra luna de miel, vidrio soplado allí mismo, en ese instante y frente a nosotros por un artesano de mejillas coloradas en una tienducha escondida cerca de un ramal anónimo del Gran Canal.

Un día cualquiera sencillamente se fue. La encontré a mi lado en la cama demasiado grande que nunca le gustó. Sus ojos fijos me traspasaban sin pestañear. Una mano crispada aferraba salvajemente el frente de su camisón, parecía ahogarse aun muerta. Grisáceas sus mejillas, la mirada inmóvil y desencajada. No lucía plácida. Era la viva imagen de una intensa agonía, una fotografía petrificada en el rigor mortis de su cuerpo exánime.

Los forenses me aseguraron que esa noche dormí junto a un cadáver, solo un cuerpo frío, estático, sin vida.

Me sentí increíblemente solo y comencé a llorar aun antes de llamarle - Amor, amor mío no me dejes, no te vayas, me lo prometiste, esto nos sucedería juntos. Por favor no me abandones, mis noches llevan tu nombre, me siento perdido y mi alma sola se marchita de a segundos. Si me desamparas ¿Donde encontraré una amor así?, ¿Quien me abrazara en las noches largas?, ¿Que será de mi vida desierta e insufrible? Maldita, maldita, me lo prometiste, no es justo, sin ti que haré?... ahora que haré...-

Aturdido por la incongruente escena de esa muerta en mi cama junto a su foto aún viva sentí una aguda sensación de vacío taladrando mi conciencia y me tambaleé. Debía detenerme... llamar a los médicos, dejar de sacudirla, ¡no estaba allí!... pero en su lugar y sin soltarle lloré, lloré y lloré. Le acariciaba el cabello negro y comencé a hablarle, era mi última charla... nuestra última charla.

Le conté mis miedos intestinos, le confesé mi espanto al silencio, a la orfandad que sufrí de niño al morir mis padres, a que me abandonara, a no ser fuerte como quería, tan mundano como su papá o sensible como el hermano que tanto admiraba y jamás reparaba en ella.

Le admití que aprendí a gustar de la opera para satisfacerla, para impresionar a sus amigos, para ser parte de ese mundo sutil y complejo que la tenía como protagonista pero que jamás pude entender. Le acepté haber leído libros de amor y así recitarle poesías cursis adjudicándome la autoría y hasta las inútiles sesiones en el gimnasio con la esperanza de verme eternamente joven y detener el tiempo. Creí en tenerla por siempre conmigo. Me aferraba a ese pensamiento.

Un tanto egoísta por quererla solo para mí le hice jurar que no tendría hijos, no al menos por ahora y (aunque débilmente) estuvo de acuerdo.

Mi pedido completaba el trabajo realizado por una progenitora alcohólica y depresiva, un personaje triste y deslucido que le pegó en el alma un horror profundo por la maternidad junto al temor de ser ella misma una madre más intoxicante con su propia hija que la suya consigo.

Un historial de anoréxica, cuando la angustia de ser perfecta para los demás era más fuerte que la idea de vivir acechaba agazapado en las sombras de un pasado demasiado reciente.

Muy sensible para procesar el horror cotidiano o la desgastante relación con la gente desgranaba largas horas leyendo en el “green house” de la casa escuchando a Verdi o Bizet y sin mas interrupciones que la hora del té o mi llegada de la oficina.

Clara (su psiquiatra) expresó una teoría estúpida: "No llenar las expectativas de sus seres queridos fue superior a ella. La noticia de su embarazo, esa perspectiva del cuerpo hinchado y un marido decepcionado le terminaron hundiendo”.

Encontré sobre tu tocador tres cosas desoladoras: una nota escueta. -Amor mío te espero.- Un resto de píldoras gelatinosas junto al vaso de agua y un test de embarazo marcando con dos rayas un resultado positivo.

Cristal, cristal, cristal. Al entrar a la oficina, mi secretaria vio el escritorio mojado por la lluvia de la ventana abierta. Severa y ordenada seguramente se fastidió por mi imperdonable olvido.

¡Que gracioso, mientras caía imagine su cara indignada antes de escuchar el primero de los grito!

Texto agregado el 05-08-2005, y leído por 272 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-03-2006 marcelapersonal@gmail.com ( es el correcto) jaez
15-03-2006 Pablito o Fran como te hiciste llamar en una epoca.Me alegra verte bien contactame porfa. marcelapersona@gmail.com.besos jaez
12-10-2005 Bien; principio, medio, tensión y final. Tiempo bien empleado en escribir y en leerte. Alzheimer
 
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