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Era la primera vez que estaban frente a frente después de 500 años de no verse los rostros, el tono verdoso de su piel no era más que el producto de la lejanía que existía entre ambos, la mirada de él estaba perdida en la inmensidad de sus ojos negros, por ella casi había perdido el paraíso, fue un terremoto para su fe encontrarla en ese lugar.


Ella derramaba gruesas gotas de sangre, a pesar de sentir su proximidad estaba renuente a verlo de nuevo, un intenso aroma a lavanda empezó a turbar los sentidos de Diávola, nunca antes había temido tanto a una presa, como ahora.

Miraba asombrada el cuerpo perfecto de la joven que iba a destrozar, imaginaba las súplicas que elaboraría la mujer para que la perdonase, sin embargo sería implacable, sus cabellos purpúreos la estrangularían, mientras con sus alas, iniciaría un fuerte torbellino para evitar que las frases de consuelo de Diego llegarán a los oídos de la beata.

Con pasos lentos, Diego se acerco al demonio alado y trato de contener su fuerza, pero ella se safó de un brinco y con la voz distorcionada por el asombro grito:

- ¡No la soltare! – Una vez él la había seducido y logrado que dejará a su presa, cuando regreso a su averno sólo halló devastación, su amo y señor castigaba su cobardía destruyendo lo único que le hacía recordar que en algún instante también había tenido un cuerpo.

El ambiente comenzó a impregnarse del aroma característico del infierno, y por más que él intentaba sacar ese olor de su mente, las intensas esencias de protección de aquella musa diabólica lo estaban enloqueciéndolo, por su mente se formaban imágenes claras de ambos haciendo el amor, y su cuerpo cedía ante las sensaciones extrañas que la mujer inventaba para confundirlo.

Las piernas de Diávola temblaban de pánico, aunque trataba de disimularlo con el cuerpo erigido como estatua invulnerable, Diego intentaba acercar lo suficiente sus palabras a los oídos lacrados de la que fuera su amante siglos atrás.

La mujer que propiciaba el encuentro continuaba tendida en la cama, con los brazos extendidos a lo largo, tratando de formar con ellos una cruz que la protegiera de la satánica virgen que había acudido a sus súplicas, los ojos se le cerraban a cada minuto que transcurría en ese posición obligándola a tener un sueño del que nunca podría despertar.

- ¡No lo hagas! – Dijo en tono imperativo el hombre que intentaba salvarla de su fin, sí Diávola cumplía con la misión que llevaba la chica quedaría sumergida en un mundo oscuro, lleno de lamentaciones y recuerdos de instantes felices que jamás se volverían a repetir, su feroz carcelera se encargaría de torturarla por toda la eternidad sin ofrecer tregua y de vez en cuando la asfixiaría hasta el punto mismo de la muerte.
- ¡No seas ridículo Diego! – decía con sarcasmo en su voz – No puedo matar algo que ya esta muerto.

Una carcajada hizo que la piel del espíritu celestial se erizará, trataba de cerrar sus oídos a los cánticos que Diávola entonaba, tiempos atrás creían que las sirenas llevaban a los marinos a una tumba de agua, Diego sabía que lo que hacía que esos hombres desearán la muerte era la silueta perfecta de Diávola en una roca, mientras cantaba himnos a su amo y señor con la voz que sólo un ángel puede tener. Ella era la musa de las estampas que ahora tan comúnmente se observan de las sirenas, ella era la única sirena.

- ¡La llevaré conmigo te guste o no! – Sus palabras estaban impregnadas de la soberbia que siempre había sido característica de Peyrasí, para ese entonces sólo unos cuantos pasos la separaban de su víctima. En un intento desesperado por lograr que no llegará a la adolescente Diego gritó:
- ¡Llévame a mí! – Diávola abrió los ojos, parecía que estos iban a salirse de los canales que los resguardaban tan celosamente, su mirada era de asombro, giró su cuerpo en dirección a él y ladeo la cabeza, como si con ello intentará escuchar el eco que la frase del osado había dejado minutos antes de quedar sepultada en el silencio. Sus ojos no se despegaban de la figura espigada de Diego, quién con mirada impaciente aguardaba la respuesta del demonio.

Con pasos seguros decidió eliminar la corta distancia que los separaba, volvió a tocar su cabello después de 500 años de vigilia, aspirar su aroma, mismo que a veces utilizaba como perfume para atraer a los incautos inocentes a ella, extendió su mano izquierda y con la yema de los dedos sintió la porcelanizada piel de Peyrasí, por el cuerpo de ella corría una corriente eléctrica que casi lograba sublevarla a los deseos de los intensos ojos verdes de Diego, estaba confundida ante la tentadora propuesta.

La última vez que estuvieron juntos, él había fallecido en sus brazos, una incesante lluvia bañaba sus cuerpos, segundos antes de entregar su alma para siempre vio a su amante desgarrarse las venas y desvanecerse a su lado.

Sus mundos desde ese instante se habían separado, ella se transformo en una sanguinaria cazadora, sólo una ocasión pudo arrebatarle a su presa, y Diego admitía con tristeza que sólo había sido como recompensa por el pasado que compartieron juntos.

Diávola era la mejor cazadora que tenían en el mundo subterráneo, su extraña belleza hacía que logrará seducir hasta al servidor más fiel. Sonreía satisfecha mientras admiraba de arriba abajo al hombre que ahora se ofrecía, pero no cedió; acerco lo suficiente sus labios a los de él y cuando sintió el ardiente aliento de Diávola ya su razón no le pertenecía.

Peyrasí disfrutaba jugar con sus presas antes de que exhalarán su último aliento, en infinidad de ocasiones había vestido su cuerpo de una túnica celeste haciéndoles creer que era una virgen más, los incrédulos no ofrecían resistencia y después de burlarse de ellos, los sumergía en una perenne oscuridad.

- ¡No seré yo quién liberé tus culpas! – dijo con un susurro de voz cerca de los labios de su interlocutor.

De un brinco se alejó de Diego y tomó a la chica, enterró sus garras ardientes en el corazón de la mujer, quién sólo pudo emitir un leve quejido al sentir que la oscuridad eterna se apoderaba de ella, él cayó de rodillas aterrorizado ante el acto satánico que sus ojos admiraban, más por la decepción que el demonio alado no lo tomará a él, que por el trágico fin que tenía la chica.

-¡Déjala! – gritaba con la voz quebrada, tratando de conseguir un poco de piedad, pero a cada súplica Diávola succionaba con más velocidad el alma de la joven.

Cuando término sólo quedó una osamenta y jirones de piel esparcidos por toda la habitación. Diego lloraba amargamente su derrota y en sus oídos aún resonaban las palabras de ella:

- - ¡No seré yo quién liberé tus culpas!

En el aire continuaba aspirándose un penetrante aroma a azufre, poco a poco la neblina provocada por el agresivo aleteo de Diávola iba disipándose. Una figura se vislumbro frente a él que se hallaba vencido, su cuerpo exigía a gritos que Peyrasí volviera y lo llevará consigo.

Diávola apareció, su cuerpo perfecto lo enloqueció nuevamente, sin decir una palabra se arrojo a sus píes y suplicó que lo tomará, pero ella miraba inmutable su debilidad.

La prueba terminaba, Diego quedaba sumido en sus pensamientos mientras acariciaba con desesperación una estatua de mármol, tratando de hallar en ella la figura de la mujer que amaba, sin embargo la soledad lo absorbía recordándole que había vuelto a perder.

Sólo había un espectador de aquella escena, el hombre se hallaba escondido tras un pilar mirando con cautela cada detalle, su gabardina amarilla en el amanecer se confundía con los rayos del alba.

Caminó seguro al sitio en donde Diego trataba de sobreponerse a su derrota, Julio tiró el cigarro que estaba por consumirse y apareció frente a él.

- ¡La próxima vez lo haré yo! – Dijo al tiempo que presionaba con fuerza el hombro izquierdo del solitario amante.

Diego titiritaba de frío, un aire gélido traspasaba su espíritu, la imagen se volvía polvo a cada caricia que los temblorosos dedos de él le proporcionaban, mientras escuchaba los pasos de Julio alejarse y aún el eco del graznido que Diávola había dejado como adiós.









Texto agregado el 23-07-2005, y leído por 146 visitantes. (0 votos)


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