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La fuga del Hilario

Durante una fría noche entre el otoño que termina y un invierno más que se adentra en los huesos, una sombra despeina los pajonales atravesándolos sigilosa y fuga. Los pasos no dejan huella alguna, la tierra resiste la presión y no hay surco ni rastros. Solo los sabuesos confiados en sus narices podrían seguir la dirección de la huída. La niebla cubre todo y desfigura las pocas formas que la luna desplazándose entre nubarrones intenta dibujar. Alguien pasa por allí, apenas una silueta lo delata y el silencio cómplice lo sigue. El campo está pintado con unos pocos ranchos de la peonada pobretona. Todos duermen.
En uno de ellos, la mujer de aproximadamente treinta años, con los ojos bien abiertos, mira fijo desde el piso de tierra y lo humedece con una tinta roja. No hay moscas porque el frío es demasiado intenso. El gurí sueña inocente bajo el techo de paja y paredes de adobe. La figura anónima inicia presurosa la partida y se aleja invisible. Los pajonales acompañan el roce de las piernas largas que abren senderos con el mismo gesto de las perdices copetonas: cabeza gacha y de repente en alto y vuelta a esconder. El Hilario, guarda las manos manchadas dentro de los bolsillos invadidos de agujeros y haciéndose oscuridad con el humo gélido piensa solo en el signo que le indique la salida. Como buen zorro el olfato ejercitado lo guía igual que la sangre lo atrapa en un instinto siempre irresistible. No puede con eso por más intento que la voz interior con sermón de cura viejo, se empeñe en torcer.
Todavía siente la excitación a flor de piel, el brío mudo y el chucho recorriéndole la espina desde el cuello bajando por el surco de la espalda y subiendo la cuesta del culo fláccido y otra vez baja en una media vuelta invadiéndole las verijas. Calorcito que rápido se disipa en la ventolina de la escapatoria.
Con giros de faro, mira por sobre los hombros y mide la distancia entre los álamos alineados al borde del arroyo y la tranquera que recorta el horizonte casi indiviso. Más allá, la ruta lo espera con aires de triunfo. Cuenta la cantidad de cuerpos, del suyo, que ocupan el tramo entre el arroyo y el camino por donde los camiones viniendo del oeste ya están por pasar en fila india. En el cálculo obtiene la variable del tiempo invertido, resultante de la velocidad del viento y la dimensión de sus narinas abiertas como ventanas. Conoce al dedillo el sabor de ese soplo que depende de su liviandad mesurada.
Inesperadamente, lo asalta el recuerdo de aquella mujercita en sus brazos. Retiene esa imagen una milésima de segundo (sonriente una mañana con la boca llena de Papá) con trinos de jilguerito madrugón. Cabecea para espantar la idea. Multiplica entonces el paso por dos y ya está a punto de pegar el salto con los trancos largos y hacer suyo el arroyuelo casi seco. Extiende el vientre y lo alisa, inhala hondo y allí está en un segmento de recta elástica cortando el viento. Falta cada vez menos y las cuentas y las medidas que solo las mañas dan, lo ponen con las plantas estampadas en el asfalto. Pasa un camión saliendo de la espesura y el que le sigue está cerca, prepara los dedos en garra para clavarse al acoplado cuando le falla la aritmética y enceguecido por los faroles el Zorro forma parte de la brea blanda. Queda estampado sobre la raya amarilla que divide un carril del otro abandonándose a su oído finísimo que escucha:
-Papito, ¿a dónde vás?-
El jilguerito, posado sobre la oreja vuelta hacia arriba, canta.


Texto agregado el 26-12-2002, y leído por 275 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
27-12-2002 Está muy lindo; muy buen descripto, a pesar que lo telúrico nunca me gustó, haces que lo lea, por su delicado relato, beso, Ana. AnaCecilia
 
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