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Inicio / Cuenteros Locales / AntonioChamorro / Dramático e increíble relato del hombre que nunca charló con la pareja de mormones

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-Tú te ríes, pero es que llegan a tocarte las pelotas de mala manera –se revolvió del asiento con aires un tanto explícitos, apretando con su mano derecha el bulto de la entrepierna de modo tan natural que cualquier otro gesto hubiera resultado fingido-. Vienen a joderte en los momentos más inoportunos. Estaba en la cama con Gemma, ¿Te lo puedes creer?, la rubia aquella de Maspalomas... ¡Y vienen esos cabrones y me preguntan si interrumpen!
Salieron de las clases una media hora antes, a las ocho. De vez en cuando, si hacía buena tarde y tenían anécdotas interesantes que contar, descansaban un ratito en el banco de siempre. Sin duda hacía un Mayo espléndido y se acercaba el tiempo de romerías.
-No, destrábate, si lo que me hace gracia es la cara que pones.
Fernando tenía razón. Alberto hablaba riendo. Poseía una de esas muecas irregulares de cómico contrariado, con la que podía hacerte creíble no pocas cosas, la transparencia de las cuentas del concejal de urbanismo, o incluso las justificaciones de una guerra preventiva. Se encontraban en el parque que hay debajo de la casa de Fernando, sentados en el banco de siempre mientras se complacían ante la visión de aquellas abnegadas madres en eterno combate con sus niños, lucha repetida desde la redundancia de los tiempos por las matriarcas del mundo. No dejaba de sorprenderles la bien llevada madurez de alguna de ellas, teniendo poco que envidiar, por no decir nada, a las felices universitarias de pasarela.
Alberto no había acabado, todavía seguía con los brazos hacia el cielo, indignado por los designios divinos.
-Y esta vez se pasaron de la raya. Les dije que me cagaba en su puto Jehová, en Javhé y su cuñado, en Dios, en Alá… y que el Buda me la mamaba de canto.
Este coloquial pretérito imperfecto resonó en el parque con un tono solemne, como de campanas nupciales. El poco sol que quedaba de aquel martes ya ni siquiera hacía sombra, aunque aún le quedaba tiempo para ocultarse. La última madre con el último chiquillo acabaron por irse.
Fernando continuó callado mientras observaba cómo el solitario niño afrentaba con un berrinche de campeonato la cohesionada voluntad de la progenitora por abandonar el parque. Recordó haber oído en las noticias el parte metereológico para los siguientes días: Se acercaba calima del Sahara. Mientras imaginaba una merienda tomando té en una haima, un pensamiento sin importancia golpeó en su mente distraída, el cual fue dicho a la vez que elaborado.
-Pues a mi casa nunca han llamado los mormones.

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Fernando tiene treintaiún primaveras y es químico opositor de profesión. En los últimos cuatro años se presentó tres veces a diferentes plazas y tres veces fracasó inmerecidamente. Aunque desde antes de acabar la carrera llevaba realizando ciertos trabajillos, entre otros, el que supone su sustento económico actual, las clases particulares. Por esa razón tardó tanto en independizarse del hogar familiar, a los veintisiete, ya que lo que ganaba dando clases, aparte de ser poco, era bastante fluctuante. Pero con grandes dosis de trabajoso tiempo consiguió algo de reputación y un capital prestado de la hermana, y pudo alquilar un pisito junto a su amigo Alberto, que también era filólogo en paro, para fundar una especie de academia de clases particulares. Con pizarras y tizas. Y mesas y sillas. Igualita a aquellas en las que recuperaban las matemáticas de primero de BUP, salvo por lo de las profesoras espectaculares, que aquí faltaban.
Era ilusionante. En una habitación Alberto daba inglés, lengua, y cualquier otro saber humanístico que surgiera sobre la marcha. En otra, Fernando impartía física, química, matemáticas y biología. Aunque tanto uno como otro recurrían a los “minutos culturales” en los que hablaban sobre temas de actualidad política y social con los pibes. Naturalmente se cobraban dentro del horario “lectivo”.
La tercera y última habitación del piso tenía una cama y una neverita de esas de apartamento, repleta de cervezas, botellas de ron y refrescos. Al lado de la cama, en la mesilla de noche, uno podía encontrar desde remedios milagrosos contra la resaca hasta las últimas novedades en métodos anticonceptivos medianamente fiables. Empezaron utilizando el cuarto de manera esporádica, la mayor parte de las veces para dormir la siesta o para leer sin ningún tipo de distracciones. Pero la inercia de los instintos acabó por convertir la habitación en un puterío de mala muerte donde saciaban los amores huecos de fin de semana.

Fernando siempre tuvo una relación difícil con sus padres, desde chico fue poco hablador y sobriamente respondía lo necesario a las curiosidades de los viejos. Tuvo una infancia más bien solitaria, sin amigos reales ni imaginarios, y se divertía viendo los dibujos animados de la tele echado en el suelo del piso o jugando con la pastor alemán que el padre les había regalado, a su hermana y a él, cuando sólo tenía seis años de edad. Desde el principio de la adolescencia sintió que no necesitaba a nadie para bastarse a sí mismo, aunque tal idea no se hallaba en contradicción con el cariño que profesaba a sus padres. Lo que sí consideraba deficitario, y hacía esfuerzos imposibles por cambiarlo, era la casi nula exteriorización de esos sentimientos. En una pelea que tuvo con su hermana, típica disputa de celos de la infancia, ésta le llamó “niño de hojalata que no sabe llorar ni por lo bueno ni por lo malo”. La frase más larga que diría la hermana de Fernando en su vida, fue también la que más mortificó su descanso en las noches de camas ajenas.
Sobre estos reproches personales andaba reflexionando por Heraclio Sánchez mientras buscaba algún sitio tranquilo donde poder tomarse una cerveza fría tranquilamente (la redundancia es voluntaria). Fijó la atención en la acera que daba al parque. Unos policías vestidos de calle estaban cacheando a tres pibes que se liaban unos porros sin molestar a nadie más que a los susodichos agentes del orden. Uno de los chicos, con la gorra de visera y las piernas separadas de cara al capó de un Peugeot 306, recriminaba al policía la falta de cojones para ir a hacer una redada de tripis y perico a las discotecas de “gente formal”.
La conversación con Alberto había conseguido agotarle. Además, el muy idiota pensó que estaba mofándose en su cara cuando Fernando dijo que nunca había charlado con mormones. Al final, los policías desaparecieron con el hachís de los pibes, no sin antes haberle dado un sonoro cogotazo al más contestatario de los chavales.
-Por lo visto he de ser el único imbécil que no ha tenido ese tipo de encuentros –murmuró observando cómo el Danone, conocido borrachín, apuraba hasta límites insospechados un cartón de vino “Tenderete”, en un buche digno del mejor de los anuncios de cocacola-. ¿Tendré cara de violador de monjas para que no quieran hablar conmigo?
Así se encontraba, hablando solo por una de las calles con más bares del mundo, cuando se percató que desde la otra acera una chica joven hacía señas con las manos alzadas.
-¡Hey!, Le Chatelier, ¡Qué sorpresa! –cruzó la calle tan rápido que la falda de flores recordaba la cola de un cometa. Un perro sarnoso y cabezón que hacía vigilia junto al Danone siguió los pasos de la muchacha con una mirada humana, como de príncipe encantado.
Reconoció a una de sus alumnas de la academia; se llamaba Sara y la física del primer año de carrera no era su fuerte, aunque ganas y voluntad le sobraban. Se consideraba la hermana pequeña que Alberto nunca tuvo y puede ser por eso por lo que Fernando no le cobraba las clases particulares. Además, tenía un desparpajo y una vitalidad que hacían un placer las sesiones de física, y una cultura general tan impropia para su edad, que más de una vez se quedaron charlando sobre personajes de novelas en las escaleras del portal de la academia. Muy pocas veces los estudiantes trataban a Fernando como un joven más. No concebían que también le gustara irse de marcha o que tuviera preservativos en la cartera, por lo que una compañía tan gratificante no podía más que alegrar su ánimo.
-¿Qué, profe? ¿Dando una vuelta? –preguntó mientras se plantaba enfrente de Fernando, como si una voluntad indisoluble le impidiera moverse nunca más de ese lugar. Sin dejar que respondiera, continuó-. Yo iba a tomarme algo, una cervecita, no sé, acabo de salir de la biblioteca y creo que los vectores me persiguen, necesito relajarme.
-Ah, chica, que bueno. Iba a hacer lo mismo que tú –el agotamiento estaba mareando su cabeza y pensó que charlar desenfadadamente con Sara le ayudaría a reestablecerse-. Hacemos una cosa, si me dejas que te invite a unas cañitas te cuento la historia del adjetivo incomprendido que vivía y soñaba con ser reconocido en la Academia de la Lengua, para así poder ganarse el derecho a existir.
-Que plan más sugerente, no lo pienso dos veces… -dejó de cerrar el paso y se dispuso a seguir el rumbo del profesor de física-, pero dime, ¿Cuál es el adjetivo en cuestión?
Un día más se iba despidiendo por entre los edificios, y ni el sol, que se iba, ni la brisa lagunera que arribaba en las primeras horas de la noche supieron asesorarle en materia léxica. Fernando apeló a su capacidad de improvisación y pensó en “arcoírico”, pero lo desechó inmediatamente por cursi y repipi. Mientras se fijaba en lo bien que sentaba aquella falda a Sara, ajustada a la cadera, dejando asomar una preciosa barriga culminada en un piercing color topacio, se le apareció como traído por el arcángel Gabriel, el tan ansiado adjetivo.
-Espírico –dijo.

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“Venga, tranquilo, cuenta hasta tres y luego abre los ojos, así tienes tiempo para hacerte un poco a la idea. Uno. Dos. Ya. Bueno, tampoco ha resultado un shock tan grande, por lo pronto reconozco el techo. Es el techo de mi habitación; me alegra porque significa que estoy en casa.
Me encuentro plomizo, oscuro. Noto en la boca un sabor agrio, que seguro se acentúa por la sequedad de la garganta. La cerveza, esa puta rubia. Pero eso no es todo, lo más que me preocupa es la sensación que se agolpa en la boca de mi estómago, una jiribilla hecha de pequeñas llamitas de fuego. Una especie de respuesta fisiológica a los momentos de remordimiento o agobio, supongo. Y la noto todavía sutil, poquita cosa, como si me estuviera preparando con estos preliminares para el plato fuerte. Menú principal que, si el caballero se digna a mirar, lo encontrará si gira su cabeza a la izquierda.
Lo imaginaba, estoy viendo una espalda desnuda. Tan desnuda que ni siquiera el pelo suelto se recuesta sobre ella, sino que también duerme en su almohada. Qué carajo “su almohada”. Es mi almohada. Ya me habían prevenido antes, por aquí empieza la labor usurpadora de las mujeres. Comienzan apoderándose de insignificancias sin importancia, despacito, como hormigas laboriosas, y luego, casi sin darte cuenta, te están obligando a vestir calzoncillos rojos para nochevieja. No señor notario, apunte en su libretita y luego dé fe: mi independencia es sólo mía, al igual que mi almohada.
Después de aclarados los asuntos legales sigo sin sentirme a gusto en mi propia cama, parece que hubiera andando por lejanos parajes, con diferentes cuerpos, sin ser ninguno el mío. Veamos si los lunares de esta espalda me sirven de oráculo con los dioses. Hay uno grande, del tamaño de una lenteja. Está situado en el centro del omóplato derecho y parece alinearse más al suroeste con una franja de pecas, que surcan la columna vertebral en diagonal, pequeña vía láctea que acaba por difuminarse en sus postrimerías, llegando a la cintura más linda que mis ojos hayan visto jamás.
Pues bien, lo que puedo alcanzar a leer en esta espalda es que no es la espalda que hubiera deseado tener en mi cama. Sus señas no coinciden con las que he visto o soñado en todos estos años de esporádicos encuentros. Fernando, otra vez has fracasado, vuelves como siempre al principio de tu búsqueda, como Sísifo con su mole granítica, salvo que este último por lo menos conoce de siempre a su maldita roca, mientras que tú.. A ver, ¿Conoces de algo a esta chica? Pues claro, su nombre es Sara y le doy clases de física. Me sorprendes chico, espero que este momentáneo aturdimiento de tu razón se deba a la temprana hora en la que discurren estos malogrados pensamientos. ¿Acaso crees que con eso basta? ¿No observas en tu experiencia diaria que una vida apenas alcanza para llegar a conocer mínimamente a las personas? (Silencio, Fernando vuelve a mirar el techo; quiere buscar refugio en él) ¿Y que aún así pueden sorprenderte y mostrarse de la manera más opuesta a la que tú habías pensado? Además, no tienes en consideración el hecho de que las personas cambian continuamente, por lo que siempre hay que estar aprendiendo y observando sus conductas. Pero lo más frustrante para algunos, o lo más grato para otros, es que la propia naturaleza del observador es igual de mutable que la de los observados. Y con ello todos los juicios o conocimientos vuelven a reelaborarse. Es esto que te digo tan fantástico que parece magia, pues una cosa que nunca cambiará de color, hoy te parecerá blanca, pero mañana negra, y todo dependiendo de tu evolución intrínseca.
Tengo razón, quería consolarme, o peor aún, deseaba justificar mi debilidad en conocimientos tan banales que, ahora que lo pienso mejor, hasta causan risa. Ese era el nudo en la boca de mi estómago, por lo visto se anticipó a mis descubrimientos e intentaba advertirme. No es Ella, ni los lunares ni el pelo son los de Ella, aunque eso sí, quise que lo fueran por unas horas. ¿Y todo para qué? Para obtener siempre más de lo mismo, ese frío regurgitado de mis recuerdos que atraviesa las sábanas y se instala en el pecho a través del estómago. De nuevo esas ganas de llorar lágrimas que nunca salen, que prefieren repetir el ciclo de mi desdicha hasta que algún día revienten mis ojeras. Vuelvo a estar solo, en mi cama con una chica que no tiene culpa de nada, salvo la de no ser Ella. Un desprecio súbito acelera mi respiración y unas apremiantes ganas de gritar me dicen que la eche del piso, que quiero estar solo con el recuerdo recalcitrante de aquella espalda. Que no es la de esta chica.”
Hallábase así Fernando, boca arriba en la cama, a las cinco y media de la mañana, intentando convertir lo absurdo en coherente, cuando percibió un somnoliento suspiro de la chica a quien pertenecía la anteriormente comentada espalda. Sara, se llamaba.
- Está despierta – pensó –, me inventaré alguna excusa para que se vaya de aquí. Le diré que mi madre viene ahora, a las siete de la mañana. O algo.
A través de la ventana una farola dibujaba el contorno ondeante de una palmera. El sonido del viento entre las hojas le recordaba al que hace la espuma de una ola cuando rompe y muere en la orilla, una efervescencia mágica que sintió como suya una noche larga de hará algunos años, en una playa de arena tan negra como el cielo que les contemplaba. Había luna nueva. Nadie en la playa, pero eso sí, una infinidad de estrellas que nada podían hacer en comparación con las que Ella concentraba en sus iris.
Tic, Tac. Tac, Tac. Como si se encontrara cautivo en lo más profundo del Castillo de If, un principio de lágrima encontró la libertad mientras Fernando recreaba el fondo estrellado de aquellos ojos y huyó mejilla abajo en el mismo momento en que una voz aturdida por el pasado cortó (cual afilado machete) el silencio de la habitación.
-¿Estás despierta? –acarició el hombro desnudo de la chica y lo atrajo hacia sí, pues no olvidemos que la susodicha dormía de costado, consiguiendo por lo menos que ahora se encontrara boca arriba.
Entonces emitió una especie de ronquido afirmativo y estiró los brazos y las piernas (y cualquier otra extremidad de haberla tenido) de manera tan contorsionada que Fernando creyó que se rompía en pedacitos. Con la mano derecha agarró la cabeza del opositor mientras que con la izquierda acariciaba su pecho con ademanes tan cariñosos como los de una madre primeriza con su niño.
-Dime rey, ¿Qué te ocurre? -hablaba todavía con una voz flotante que aclaró a medida que las miradas distraídas se encontraron.
Todo, la atmósfera abarrotada, las palabras en bajito, las caricias ciegas... afectaron en la ígnea voluntad de nuestro amigo, al cual le empezó a resultar injusto que esa pobre chica acabara sometida a los caprichos de un loco despechado. Por eso se dispuso a dar rodeos por la senda de la madrugada mientras recogía el valor necesario para que floreciera la familiar intransigencia y así conseguir quedarse solo de una vez.
-No, nada, estaba pensaaauuaaahhh…-bostezó como un rey de la selva en día de vacaciones- …dando vueltas a la cabeza -se colocó de costado hacia ella y lanzose en órbitas imposibles con sus dedos alrededor del piercing. Sara no dijo nada, se quedó callada a la espera de una continuación.
-¿Alguna vez has charlado con mormones en tu casa?- la cara de ella asemejó entonces un poema, y no por la armonía precisamente. No comprendía que alguien en su sano juicio se preocupara a estas horas de la mañana por ese tipo de cuestiones.
-¿Qué dices? ¿Hablas en serio?- la palidez estupefacta del principio se convirtió en legítima indignación por haberla despertado con tal motivo. Aún así decidió seguirle el juego y trató de responder:
-Si, claro, una o dos veces se habrán sentado en el salón. Les dejaba entrar cuando estaba aburrida. Pero niño, que tengo sueño…
-¿Pero de qué hablaban? ¿De la muerte, de Jesús?- Fernando no se veía, pero de sobra advirtió una mueca grotesca sobre su cara, como producida por una curiosidad apresurada. Insatisfecha.
-Aaayyy, nene, todos sabemos de lo que hablan. Contigo seguro han discutido también. Los únicos a los que no visitan esos pirados son aquellos que están más locos que ellos mismos, por miedo a ser convencidos. Déjame dormir.
La frente de Fernando fue atravesada por una hiel fría, hecha de malos presagios y aguas turbias, que alcanzó e inundó todos los recovecos de su fisionomía tan rápidamente que la impresión impidió que articulara palabra alguna. Lo único que parecía resistir tal petrificación fue el rugir de los latidos del corazón, taquicardia en toda su extensión que no conseguía dominar en este amago de locura, el cual apareció en el momento más insospechado.
-Fernando, ¿Te encuentras bien? Te noto preocupado.
-No seas boba, niña. Ando bien, sólo tengo un poco de frío.
Él sabía que era algo más que eso. Reconoció aquel relámpago súbito como la lucidez que llevaba esperando durante tantos años, y que a fuerza de buscarla con incansable ímpetu acabó siendo encontrado por ella. Pero como se imaginaba, no le sería revelado el amor de su vida, pues de sobra tuvo tiempo en la última hora para saber que Ella no era la chica que dormía desnuda en la parte izquierda de la cama. Las náuseas que siguieron a la respiración fatigada se lo estaban susurrando: Él era el apestado, el rey del sanatorio, del cual huyen evangelistas y mormones, budistas y adventistas del séptimo día. Sintió cada uno de los pasos de un fluido viscoso que empezaba a depositarse en las bolsas de sus ojeras, para dar constancia de que esa sería la última noche del resto de las noches en la que conciliaría el sueño. Lo supo y asumió de la manera más digna posible, dadas las circunstancias: Con una pizca de bilis amargándole el paladar.

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-¿Si? -el timbre del teléfono lo arrebató del sueño de la siesta. No solía dormir después de comer, pero se encontraba cansado y un tanto avergonzado: Se acostó con una alumna suya la noche anterior; no lo consideraba una actitud madura a sus treintaiún años. En la televisión daban un programa de esos llamados “rosa”, que parece siempre el mismo a todas horas, en todas las cadenas, públicas o privadas. El sol de las tres de la tarde golpeaba con tanta fuerza la pantalla, que Fernando se vio reflejado en ella, en su parte derecha, la que está más cerca de la ventana. Parecía más viejo con la barba de tres días, pero alcanzó a ver una arruga que atravesaba esa zona de nadie situada entre la mejilla derecha y la boca. El lado izquierdo estaba totalmente terso.
-En lo asimétrico está lo bello, ¿No podía haberme salido una cana?- pensó mientras una voz surgía por el otro lado del hilo telefónico.
-¿Cómo andas, viejo? Te noto voz de resacado satisfecho, ni que te hubieras acostado con una niña de esas a la que das clases…
Así era África, la palabra precisa supurando en la llaga. Fernando siempre pensó que tenía poderes adivinatorios hasta que ella misma tuvo la delicadeza de corregirle, alegando que no era más que eso que llaman intuición femenina. “Más miedo me da”, solía responder Fernando, con uno de sus típicos ademanes irónicos.
-Ah, es que me despertaste justo mientras andaba en un sueño -advirtió que en el suelo, junto al sofá, había un libro. “Bajo las ruedas”, de Hermann Hesse.
-Niño, no fastidies. Y seguro que yo aparecía en él, ¿Verdad?
-Qué va, reina, en este no. Tú perteneces al otro, al de aquella sombra, lejana ficción, que es más lindo si cabe -contestó Fernando en un tono triunfalista, sabiendo que África entendía lo que estaba diciendo.
-Cómo me quieres, dios mío. Por lo menos cuéntamelo. Mi madre piensa que es buena suerte contar los sueños al momento de haberlos tenido, dice que incluso se pueden cumplir.
-Es una tontería, no tiene sentido. Además no creo que me gustara verlo realizado. Es una paranoia de después de comer, yo creo que fue el quesillo. Pesaba un poco -el tono de su voz parecía incomodarse ante la insistencia de África, sabía que relatarle el sueño no le convendría-. Aunque por otra parte, si le cuento toda esta mierda que no me deja dormir tal vez pueda servirme para exorcizarla de mi mente -pensó Fernando sobre la marcha.
África no contestó. Había ganado la partida y sólo esperaba oírle empezar.
-Vale fea. Pero después no me vengas con interpretaciones psicoanalíticas que te repito que se debió al porrón de huevos que le puso la vieja al quesillo -calló un par de segundos, como si anhelara una interrupción, una catástrofe.
- Estaba bajando las escaleras de un portal, creo que era el de casa de mis padres, porque todo tenía un color así como de natilla, crema. De repente me paré frente a una puerta, la derecha, aunque no recuerdo el número. Toqué el timbre. Algo me llamó la atención al ver dicha entrada, pero sólo cuando observé que al fondo del pasillo caminaba despacio, para no hacer ruido, un muchacho rubio, advertí que la puerta era transparente.
-O que no había, simplemente- apostilló entre risas África.
-Sí que existía, y sólo era transparente para mí, porque si nó el chico no se hubiera tomado tantas molestias en andar sigiloso mientras se dirigía hacia la puerta, que para él era tan opaca como el suelo que pisaba. Y no me interrumpas más que si no pierdo el hilo del sueño. Yo tenía en la mano un libro gordo, como un diccionario, además de una agenda, aunque no me pregunté qué eran ni para qué servían. En esto que el chico llega a la puerta y hace el gesto de quien se dirige a una mirilla, con un ojo abierto y el otro cerrado. Estaba arreglado, llevaba camisa blanca con botones y una corbata. Pantalones no me fijé si los tenía. Sentí un poco de vergüenza ajena porque el chico estaba siendo ridículamente observado, y también porque no tenía muchas intenciones de invitarme a pasar. Seguí tocando el timbre, más por hacer algo antes que quedarme quieto, a dos pasos de un tío que no creía que le estuviese viendo. Al momento surge de una habitación del final del pasillo la cabeza de otro chico, y el que está en la puerta le mira como abriendo los ojos lo más posible y pone su índice sobre la boca. Éste último que llegó tenía cara de ratón, con una boca afilada y las dos paletas sobresalidas, como si sólo comiera pipas y manises. Yo estaba agobiándome poco a poco, y quería acabar rápido. Entonces fijé la mirada en los ojos del primer chico, el que no tenía cara de ratón, y por un momento pareció que nos mirábamos. Aproveché y dije: Oiga, sé que están en su casa, les estoy viendo.
Ahora si que no había puerta entre nosotros. Un delgado pero potente hilo derribó todas las fronteras y ató sus ojos a los míos. Como un pulso, sin pestañear y con un puño apretado dijo:
-¿Qué quiere? Ya tenemos enciclopedia.
-No vengo a venderles nada, sólo vengo a charlar, quiero que me aclaren ciertos párrafos que no entiendo del libro -levanté el libro que cargaba sabiendo que él lo estaría viendo.
-¡Qué libro! Es un embustero, váyase, eso no está escrito. No somos tontos, en nuestra casa no va a robar, ¡Váyase!
(Fernando se empequeñecía por momentos. El reflejo del sol en la televisión cegaba lo suficiente para molestarle. No fumaba, pero en esos momentos le apremiaron unas ganas horribles de entretener la boca con algo, un cigarro, un palillo. Los labios bailaban en un tic casi imperceptible y el sonido de fondo del teléfono le parecía metálico, impersonal, se creía hablando a un cenicero. A un objeto inanimado. Por un momento se quedó en silencio.)
-Chico, si no quieres seguir, olvídalo. Ya hablaremos cuando se tercie -la voz de África sonaba casi tan afligida como la de Fernando. La empatía era su punto débil.
-No, no. Me despisté con un anuncio de la tele. Sigo. Entonces miré el libro que llevaba agarrado todo el rato, y en efecto, di una pasada rápida sin encontrar ninguna palabra. Ni siquiera tenía portada. Acabé bastante consternado, sentí que toda la experiencia y todos los conocimientos de mi vida se habían borrado con ese libro. Estaba desnudo en todos los sentidos, literales y figurados, y tuve que desviar la mirada hacia el suelo. Los chicos seguían observándome por aquella mirilla imaginaria, las dos cabezas juntas disputándose el indiscreto agujero. Sin premeditarlo empecé a gritarles que me ayudaran a escribirlo, que no podía andar por la calle con un libro en blanco. ¡Qué vergüenza, la gente me señalaría indignada, la policía me detendría! Di golpes a la puerta, parecía un mimo tocando el aire. Ellos se separaron bruscamente, y de puntillas fueron alejándose, caminando de espaldas sin dejar de mirar a la entrada, con miedo a que la derribara. Desaparecieron en la oscuridad del pasillo.
-¡Vuelvan, por favor! Ayúdenme…-me desplomé en el suelo sin fuerzas. Quería llorar pero no podía. La visión del libro aterraba mi pensamiento; absorbía la vida. Volví a tocar el timbre sin esperanzas, de una vez y sin dejar de apretar el interruptor. El sonido apareció entonces por todos lados y se reagrupó en el teléfono de la salita de estar. Eras tú, que me salvaste de la pesadilla.
-¡Oh, nene! ¡Qué cambio!, de pesada a heroína en tres minutos…-África supuso por el tono con que contó Fernando el sueño que le había tocado alguna fibra sensible. Por eso trataba de quitar hierro al asunto.
-Oye, vieja, a todas estas… ¿Para qué llamabas?- sin quererlo la pregunta resultó grosera, como si quisiera acabar ya la conversación. Tal vez esa era la intención.
-No, nada, quería saber cómo estabas -los ojos de África se hicieron más chiquitos, igual que cuando vamos a recibir un golpe y nos estamos preparando.
-Ando normal. Lo normal para haber tenido un sueño raro. Aparte de eso tengo angustia en el pecho. Es la sensación que tenemos cuando se nos olvida algo importante y lo único que sabemos es que era importante.
-¿Quieres hacer algo? ¿Ir al cine?
-No, quiero estar solo, en tal caso ya te veo el lunes en la tarde -Fernando suspiró sin suspirar-. Venga, hasta entonces.
-Bueno, chau –el muy insensible ya había colgado cuando África dijo estas palabras. Se le puso cara de idiota.
Nada más dejar el teléfono en su sitio, Fernando saltó del sillón impulsado por algún resorte del destino y se acercó a la pantalla de la televisión. El sol irradiaba menos y el cristal reflejaba más su imagen que la del programa de sobremesa. El índice y el pulgar apretaron la nariz y después se separaron hacia las ojeras. Estaban blandas y calientes, y un toque púrpura contrastaba con el anaranjado de la cara.
En lo que Fernando hacía todo esto, África seguía con el auricular en la oreja, con la misma cara de idiota oyendo un eco profundo, el ronroneo del silencio. Por fin colgó y caminó hacia el escritorio. Se fijó en el portaminas, estaba vacío y no tenía minas de recambio. Entonces cogió un bic azul y en una libreta cualquiera escribió:
L’esprit de l’escalier. Celui qui te raconte toutes les choses brillantes que tu aurais du dire une fois que tu est déjà parti, quand tu descends l’escalier.
Abandonó el boli en la mesa sin ponerle la tapa. La semana siguiente tendría un examen de francés en la escuela de idiomas y aprovechaba cualquier ocasión para practicar. Leyendo por segunda vez lo que había escrito, cerró los ojos y murmuró entre dientes:
-Debería llamarse también el espíritu del auricular descolgado.
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Un calor denso, no tanto por la humedad como por la calima, ese polvo suspenso en el tiempo, colapsó la casa de Fernando a pesar de haber cerrado ventanas y puertas. Entró por los pequeños huecos que resistieron el cerco, y pasó silbando, como una flecha de objetivo inamovible, por el dormitorio fresco y poco usado. Continuó implacable hacia el cuarto del ordenador, recorrió el sistema de ventilación y descansó un poco sobre el teclado. ¿Dónde estaría Fernando? Saliendo al pasillo, la humeante presencia se arremolinó con otra ráfaga de pegajoso calor y convinieron en derribar la cocina. Fosilizaron el pan de molde abierto encima de la nevera y cubrieron las frutas del centro de mesa con un aliento viejo, de naturaleza muerta. El único rincón de la casa que quedaba por subvertir era el cuartito de la solana, donde Fernando tiende la ropa y pone la lavadora.
Viernes a las cuatro de la tarde. Como la mayor parte de las veces, se encuentra solo en casa. Se recogió en la solana, sin duda el lugar más fresco de todos. Y de los mejores para dejar pasar el tiempo (y el calor, por supuesto). En una de las esquinas apareció a la deriva sobre unas sábanas que esperaban turno para ser lavadas. Tenía la espalda apoyada en la pared. No era una postura muy cómoda, pero refrescaba. En el centro de una baldosa, al lado del pié izquierdo, desentonaba una taza de café hirviente, resultado del vicio que adquirió de chico cuando su madre le echaba un chorrito del oscuro licor todas las mañanas antes de ir al colegio.
Encima de la lavadora se hallaban los dos tomos del diccionario de la RAE, uno encima de otro, mamotretos impasibles. Pesados. Cada equis minutos temblaban a causa del estremecimiento del electrodoméstico, como queriendo ser consultados.
Lleva dos día sin dormir, se le nota. Quien entrara en la casa y lo viera así, sin duda alguna pensaría que había algo de épico en la escena. Recostado sobre las sábanas que tal vez le vieron nacer, agonizante en su remanso de tranquilidad, mártir claudicante, renegando de las promesas que algún día hizo. Vencido por las ojeras latentes, por las venas rojas que se apoderaban del blanco que rodea al iris. Le cuesta coordinar las ideas, sólo se limita a los actos reflejos y a la satisfacción de las necesidades vitales. Por eso de nada sirve el comentar que tiene entre sus manos un libro. “La balsa de piedra” de José Saramago. Las palabras que no conoce las apunta en la mano con un boli, y cada cinco acude a la ayuda del diccionario. A veces escribe las definiciones más curiosas en los mismos libros, a bolígrafo también.
El cuerpo está resentido, ha descansado casi tan poco como la mente. Intenta lo imposible por tratar de dormir, pero cuando está a punto de someter a la vigilia, surgen rencorosas las escenas del sueño de hace dos noches, las palabras de Sara en la cama, la estupefacción de Alberto en el parque. Y todo por esos jodidos mormones que no se han dignado a visitarme.
Se levantó como si fuera la última vez. Cruzó la cocina sin mirarla, sintiendo una barrera invisible, que saturaba los pulmones y nublaba la vista, como una superposición de telarañas en una gruta perdida. Llegó a la entrada de la calle y salió afuera.
“En la escalera del portal se está más fresquito”. Es lo que hubiera pensado de no ser porque lo único que centraba su atención tenía nombre y forma propia. El timbre de la casa.
Funcionaba.
Será que ellos sólo tocan a la puerta, seguro que por eso nunca les he oído. Seguro que para ellos es pecado tocar el timbre. Será satánico o algo así. Si hay una puerta de madera de pino tan bonita como la de esta casa es imposible que quieran tocar el timbre. Es eso. Es eso…
Impoluta. La salita de estar relucía limpieza y orden hasta por los poros de las paredes. Debía de estar preparado para la visita, obviamente no tardarían en venir. Ellos son muy trabajadores, no descansan, van casa por casa hasta que se les hace de noche. No tardarán.
Volvió a la solana. Apuró el café que quedaba en un sorbo alargado. Cogió los diccionarios, dejaron de temblar. Cocotología: Papiroflexia. Nigromancia: Práctica supersticiosa que pretende adivinar el futuro invocando a los muertos. Misántropo: Persona que, por su humor tétrico, manifiesta aversión al trato humano. Sosia: Persona que tiene parecido con otra hasta el punto de poder ser confundida con ella. Ditirámbicamente: Alabar de manera exagerada.
Solía oír ruidos en el piso de arriba. Pasos y de vez en cuando palabras largas, retumbantes. La señora que limpia la escalera, que también es la vecina del bajo derecha, le comentó que hará unos tres meses una pareja de chicos se habían mudado al piso de arriba. Como Fernando tenía buena relación con la doña, quiso saber qué les parecía. La señora arrugó la frente enderezando las cejas, y dijo que no le gustaban, que eran muy raros, pero en realidad intentaba decir “Fernando, ten cuidado que creo que son maricas”. Entonces él, para divertirse un poco, preguntó si eran de esos que se maquillan la cara, y la señora asintió con la cabeza ilusionada, como aliviada porque tal indiscreción no salió de su boca.
-Ah, ¡que lindo! -exclamó Fernando levantando las manos, con ademanes afeminados- ¡Entonces ya somos tres locas en el edificio! -La señora se iba indignada, molesta porque no la tomaran en serio.
Aunque esta vez poco importaban los sonidos del techo, o los suyos, ni siquiera los de la lavadora. Sólo la voz de la pared en que se apoyaba merecía todos los estudios. Ésta daba directamente a las escaleras del portal, y muchas veces mientras tendía la ropa mojada oía los ecos de conversaciones de gente que bajaba hacia la calle, o incluso el sobrecogido estruendo del suelo que causaba la estampida de niños bajando los escalones de siete en siete. Desde aquí les oiré llegar, no han de tardar.
No erró en su afirmación, pues al instante escuchó lo que parecía ser el compás de un andar lento, con un ritmo empíricamente regular del que no se podía desentrañar si provenía de una o dos personas, dada la perfección en el taconeo.
Por mucho que se haya repetido en la historia de los sentimientos, y por lo tanto carezca de impacto, no podemos dejar de relatarlo: Fernando mantuvo desorbitado el corazón en el puño, agarrándolo como a la vida que se escapa, mientras transcurrían los segundos más largos de su vida. El ruido de pasos acabó extinguiéndose frente a la puerta de la casa.
Venga, hijos de puta, el anzuelo tiene carnada; lo comprobé hace un momento. Venga, si tienen cojones toquen el timbre.
En efecto, el timbre se asemejó a un arpa celestial y por fin el corazón pudo estallar en infinitos pedazos de desahogo, disolviéndose en el puño como arena virgen. Ya acabarían las noches de búsqueda, de ojos ensanguinados. Por fin podría decir que ha tenido una charla con mormones, reiría con sus amigos ante lo esperpéntico de sus argumentos. Ves, Fernando, todo llega, todo llega…
Pero por desgracia para los hipertensos, la vida ha demostrado ser dialéctica. Te lleva a lo más alto de la montaña rusa, siendo parte de un clímax colectivo, para después soltarte impertérrita en las profundidades de la caída. El ludópata pierde aún sin jugar. Un orgasmo conduce a un estado de sopor parecido a la calima. El coronel estuvo sesenta años en guerra esperando una carta, y perdió todos los viernes la batalla decisiva. En efecto, la vida es dialéctica, y en nuestras manos está el hacerla constructiva.
A lo mejor no se lo habían planteado antes, pero un narrador también tiene sentimientos, y a veces carece de valor para contar la verdad sin tapujos, pura e incómoda a la vez, por lo que trata de suavizar el impacto con reflexiones sobre la historia de la vida. Lo que realmente duda es que Fernando haya sacado algún análisis constructivo cuando descubrió que quien hizo sonar el timbre de la casa no era más que su amigo y compañero Alberto.
-Chico, quién te ha visto y quién te ve… ¿Interrumpo? –la sonrisa invencible de Alberto contrastó con la presencia taciturna, de monumento en ruinas, de Fernando.
-No, anda, pasa a la salita –al momento se dirigió a la solana. Cogió la novela y los tomos de la RAE, y volvió a donde ya se hallaba sentado Alberto, no sin antes haber respirado profundamente, como sintiendo una purificación que no llegó.
-Hace un calor de mierda –empezó Fernando para que no pareciera contuso ni abstraído, tratando de llevar las riendas de la conversación desde el primer momento. Sobra decir que esperaba una visita.
-Y que lo digas –era la primera vez que Alberto decía algo de manera inexpresiva. Fernando se percató y acomodó la espalda en su sillón a la espera de una tormenta ineluctable –. Oye, yo no sirvo para estas cosas, para hablar de cosas serias, quiero decir. Te noto afectado por algo, Fernando–. Esperó en vano una ayuda, pero el dueño de la casa estaba sin estar, lo único que parecía vivo en él era la mirada fija en el pasillo, ya que no alcanzaba a ver la puerta de la calle.
-Si no es nada grave, de puta madre. Pero si es algo más y si por casualidad necesitaras un cable, recuerda que nos conocemos desde primero de BUP, que para eso estamos –Alberto se creía representando un papel, no porque no creyera lo que estaba diciendo, pues hablaba de corazón, sino porque con el paso de los años a cada uno le crean un estereotipo de conducta, que vamos asumiendo como propia. Y Alberto era el divertido, no podía preocuparse ni reflexionar demasiado. –En clases estás como ido, hasta los pibes se dan cuenta de que estás pensando en otras cosas. ¿Es por África? ¿Algo anda mal entre ustedes?– Tiró una piedra al vacío, sin esperanzas de acertar.
-¿África? ¿Acaso hay algo entre nosotros? Nunca me he hecho esa pregunta, se ve que has avanzado más que yo en la resolución de mis problemas–. Cortó el silencio una espada; reflexionó un instante.
-Perdona, estoy un poco borde los últimos días, es que duermo poco. De veras que me alegra que te preocupes por mí, pero no es más que el calor, por la noche me deja en vela…-sonrió como no lo había hecho en mucho tiempo, alegrando a Alberto y zanjando de paso la conversación.
Continuaron después charlado de mujeres. He aquí un resumen: Alberto pensaba que eran seres incomprendidos y que el daño que nos hacían no era más que una manera de llamar la atención para que las quisiéramos. Fernando fue más lejos. Podía estar de acuerdo con las tesis de su amigo, pero añadió a éstas una incertidumbre fatal: Tal vez sean seres incomprensibles, y los esfuerzos que hagamos en intentar entenderlas serán estériles. Había que limitarse a quererlas, simplemente.
Al final acabaron como siempre, con los libros. Alberto no había leído “La balsa de piedra”, pero una novela que le gustó mucho de Saramago fue “Historia del cerco de Lisboa”, que trataba sobre la relatividad de la Historia escrita. Ésta no es más que literatura -decía Alberto-, la literatura de los que ganaban y tenían el derecho de escribir o reescribir los acontecimientos históricos a su conveniencia.
Así estuvieron una hora y media, uno con un ron añejo sólo con hielo y una rodajita de limón, y el otro con una ginebra con un fisco de tónica y otra rodajita de limón, que de no haberlo usado se echaría a perder por el calor. Alberto fue a la casa a ducharse y después volverían a verlo en la academia, sobre las seis. Últimamente había trabajo, y eso les alegraba.
Pero Fernando se alegró aún más cuando volvió a quedarse solo. Como un moribundo que ve la luz, masticó el hielo que quedaba en el vaso con exánime placer. Estaba aliviado. Recogió el libro y los diccionarios, y volvió a atravesar la cocina, sintiéndose ligero, tal vez inmaterial, convirtiéndose en idea. Llegó a la solana, reposándose livianamente sobre las sábanas del suelo. Sentíase renacido, explícito, cuando apoyó la cabeza en la pared que daba a la escalera del portal.
Y se dispuso a esperar.
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¿Y dónde queda el amor? ¿Hay lugar para ese cúmulo de contrariedades y sinsabores en este breve relato? Al narrador no le interesa enredarse en tal asunto. Pero si una pregunta de tal estilo intentara aliviar algún que otro drama de mínima trascendencia, gustosamente respondería. No tanto basándose en la experiencia personal como en las historias que ha escuchado en bares de poca luz, en esas horas muertas de cervezas calientes. O si. Pero el caso es que él, no sólo cree que debe haber espacio escrito para los acontecimientos del corazón, sino que son el astro alrededor del cual giran obedientes las demás facetas humanas. Lo que sale del fondo del pecho, además de ser imprevisible, es lo más cierto e hiriente que haya expresado el género humano, y debe tratarse con la importancia que se merece.
Entonces entenderán que sea tan irrelevante para los románticos el saber que Fernando tenía el pelo negro brillante o la mirada afligida de la madre. Lo esencial, lo necesario para comprender a nuestro protagonista, está en descubrir que era un resentido del corazón.
Las chicas que pasaron en sus primeros años de juventud se aterraban ante la necesidad de Fernando de dar hasta lo que no tenía. Se sentían abrumadas. Una vez oyó de algún cantautor la frase que sentenciaría la condena de su vida: “La libertad es la sensación de sentirse preso en el corazón de la persona que se ama.” Por eso quiso a todas en todo momento como en un beso eterno, sin exigir nada a cambio, siendo dichoso a su manera, con una pizquita de rencor sazonado a fuego lento.
Pero lo cierto es que entre todas las relaciones existía una que se prorrogaba entre los límites de un comienzo y un final, y en mayor o menor medida estuvo presente en los momentos serios de la vida, como una incómoda presencia. Su nombre es África, y hemos tenido la oportunidad de saber algo de ella, aunque sólo fuera telefónicamente. Se conocieron en los primeros años de facultad, entre pasillos y cafeterías, hace ya más de diez años. Su pelo, castaño y lacio, caía a la altura de los hombros, pero a Fernando le agradaba el que lo tuviera recogido con coletero, pues alcanzaba a vislumbrar un lunar rojo un poco más abajo de la nuca. Era ella de constitución delgada, casi famélica, pero los grandes ojos por los que hablaba imprimían el carácter y la fuerza suficientes para equilibrar las carencias del resto del cuerpo. En fin, era linda como ella sola, aunque esa belleza tal vez se acentuaba por una gracia innata que reflejaba hasta en las cosas que no hacía.
Fernando nunca supo qué tipo de lazos unían a ambos, aunque tampoco se preocupó por averiguarlo, pues el miedo a sacar conclusiones ineluctables paralizaba actos e ideas. Por desgracia, los fracasos anteriores acabaron por hermetizar su corazón. A pesar de ello, con el paso de los años entendió que la quería, pero con un cariño distanciado, suave y sin palabras, acostumbrándose de algún modo a esa especie de carabina imaginaria que separa a la pareja que intenta amarse en el cine. A ella le atrajo la labia de él, que aunque no tuviera nada de particular, seducía como la bombilla a la luciérnaga extraviada. Por eso más de una vez dijo entre risas que Fernando era un argentino despistado que se confundió y nació en Tenerife.
Durante mucho tiempo se dejaron llevar por el corto plazo, sin hacer preguntas que sobraban, y la rutina diaria describió algo parecido a oscilaciones periódicas entre polos antagónicos. Jugaron a quemarse, atrayéndose en un espírico haz de destrucción sublime, en un compás horrorosamente racional. De a ratos se querían, dependiendo de las agonías y los despechos, pero tan rápido se abrazaban buscando la indivisibilidad de lo hueco, como se repelían hastiados de la retórica de las formas.
No llegaban a odiarse, pero se agotaban de ellos mismos, de no encontrar eso que los académicos llaman amor. Fernando alguna vez concluyó para sí que se frustró de querer amarla, pues reconoció que no había voluntad más postiza que esa, la de querer querer. Así no tardó el día en que desistió, porque quiso o porque sintió que África también capitulaba.
Desde entonces viajaron a la deriva, sin fines ni empatías, en una niebla empalagosa (y a veces ácida) que mínimamente les hacía soportarse. Una cortina de desconcierto que no paraba de escribir socorros en las botellas verdes de la esperanza.
Asiduamente hacían el amor en un intento vano de buscar desnudos eso que jamás encontraron vestidos. El pasar de los tiempos convirtió dicho acto en una rutina insultante, llegando a extremos de poner fecha periódica al mismo (todos los lunes por la tarde, en casa de África). Se reconocían torpemente, los abrazos y las contracciones parecían obstinarse en agarrar ese algo, alejarlo de la temporalidad. Sin embargo, apenas conseguían retener la visión de la meta, cuando ésta ya se había alejado un pasito infinitamente más lejos de lo viable. Entonces los jadeos se confundían con las lágrimas y el sudor, y únicamente las embestidas mitológicas continuaban asumiendo el dilema de los cuerpos, hasta que llegaban al borde del desfiladero. Y se quedaban sin aire, sin dudas y con un frío primigenio. Ante la presencia asfixiante del vacío, Fernando escondía su cabeza entre el cuello y el hombro de África, queriendo ser ella antes que nada. Y de repente, como si se hubiera encontrado allí todo el tiempo, en uno de los bordes de la cama, se aparecían las razones de todo, de ellos y nosotros, en un destello fulgurante que iluminaba los cuerpos eternizados. Era en esos momentos, que muchos llamamos orgasmo, en los que Fernando la quería bajito, como con miedo. Con miedo de que ese “nosotros” muriera nada más nacer.
Pero siempre moría.
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Finalmente la calima se apoderó de todas las presencias. Tres o cuatro veces al año visita nuestras islas intentando parecerse a aquella hojarasca de rastrojos y desperdicios, pero sin esa capacidad de sugestión única del realismo mágico. No, la calima no evoca nada, angustia a los asmáticos como si fuera la muerte, se deposita con disimulo en las retinas de los cuerdos y logra que duden de lo real. El parque mismo donde se encuentra Fernando en esta hora, es probable que no exista. Pueden distinguirse las formas a través del filtro polvoriento, pero como oasis que difuminan los contornos en un remolino de líneas y curvas inconexas. Sólo el sentido del tacto parece fiable; por eso se aferra al banco, que como él, todavía conserva el nombre en este ambiente de desconcierto. No sabe en que día se encuentra con seguridad, duda entre sábado y domingo, pero se decanta por este último porque casi no observa coches por las calles que rodean arriba y abajo el parque. Tampoco sabe si hay alguien en el mismo, apenas tiene fuerzas para reconocer lo que tiene a dos metros de radio. Una mariposa blanca y de tonos verdes en el cuerpo se tambalea entre las dunas del aire. Cada aleteo sin duda es el último, no lleva rumbo aparente, salvo el de sucumbir en algún vergel de césped fresco, entre una o dos gotas de rocío.
-Imposible encontrarlas a las once de la mañana –dijo o pensó, o tal vez murmuró Fernando-. Pobre animalito, no tiene culpa de lo que le pasa.
Tiene la cara cubierta por una fina capa de grasa, densa, mezclada con las partículas de polvo que cubren todo. Por un momento echa de menos aquellas gotas de sudor que resbalaban apresuradas por la espalda, líquidas y vitales como el agua fresca. Pero esto no fluye, es una coraza de mantequilla aislante que recalienta y achicharra lo poco que queda de aprovechable en él.
El agotamiento general consigue que recline el cuerpo un poco hacia adelante; la cabeza ladeada a la izquierda perdió el combate de la síntesis. Los datos llegan, arremolinados, desordenados, entran por alguno de los sentidos que todavía queda operativo, no encuentran procesador, y vuelven a escaparse diluyéndose en una corriente imponderable, junto con escenas de una vida que perdió la definición debido a la dichosa visita que aún está por llegar.
Retazos de esa vida son los que está viendo en este momento. El parque, repetimos, no existe. Es una mera excusa literaria. La mirada escudriña más allá de las coordenadas espaciales, se sumerge en un tiempo sin agujas donde no hay juicios ni buenos ni malos. Sólo imágenes.

La imagen de unas letras. Aneurisma. Vuelve a su casa de un viaje que duró dos meses. Ocho mil kilómetros separaron una aneurisma cerebral de la idiotez hecha persona. Ve a su madre y la abraza. Envejeció de golpe cinco años, la cara seguía hinchada y hablaba despacio por el aturdimiento de los fármacos. Fernando se sintió nada, quiso llorar y como siempre no lloró. Como un bofetón celestial, apareció ante él la idea de la mortalidad, que nunca había abarcado al caso de la madre. Trabajadora ejemplar, como pocos. Pero como todo ser humano, algún día debía morir. No sabe de qué manera asumió el hecho, tenía dieciocho años y seguramente ese día se hizo hombre.

Todas esas escenas de una vida remota fueron finalmente enturbiadas; se deshilacharon primero en capas concéntricas y luego pasaron a quebrarse en un olvido brusco, en pedazos de aristas punzantes. La temporalidad de la mente de Fernando consiguió reestablecerse una vez que el recuerdo de la madre convaleciente sedimentó en el lecho cóncavo de la memoria, junto con la capa de invisible pero compacto polvo que iba ensanchándose minuto a minuto.
Logró asirse a un cabo de realidad y a través de un grueso y sucio ojo de buey creyó distinguirla conduciendo un coche, por Heraclio Sánchez. A Ella. Fue una lástima el que todavía poseyera un mínimo de cordura como para reconocer que se había confundido de persona. Pudo haberse hecho el loco y pensar que sí era Ella; desvariar con un “corta y pega” de retales de aquella vida en la que cree que estuvieron juntos.
Intentó cerrar los ojos pero no pudo. En otras circunstancias se hubiera alarmado, pero ahora pocas cosas merecían la pena como para distraerle de su nueva vida. Además, ya estaba medio loco. Se ve que a fuerza de no llorar sus ojos se secaron y envidriaron. La falta de práctica, ya se sabe… Se han convertido en ventanas, en enormes muros que separan dos realidades: A un lado, el mundo de los mormones, conocido como “real”; al otro, una suculenta tranquilidad de brasas apagadas, donde no hay que rendir cuentas a nadie. Una vida que cada vez va haciéndose más tangible para Fernando.
Tampoco se asustó cuando advirtió que podía ver la oscuridad sin necesidad de cerrar los párpados. Clic, clac. Tan simple como un interruptor. Sin duda este mundo es más utilitario que el otro. En el fondo de esa penumbra preuterína aparecieron débiles lucecitas de colores, intermitentes. Junto con aureolas expandiéndose como ondas en el agua, las luces estallaron en miríadas de momentos de la anterior vida, en todas direcciones y tan rápidamente que sólo alcanzó a rememorar uno de esos recuerdos de la juventud olvidada.

Está en un sofá cama junto a Ella, los dos desnudos. Acaban de hacer el amor. Ella coge de una estantería un libro de cuentos de fantasmas y le propone que lo lean juntos. Cada uno lee un párrafo. Él lee su parte, pero no presta atención. Lo que Ella lee tampoco le interesa. Sólo ve su boca de fuego, los ojos de musa. Los labios carnosos, voluptuosos. Quiere besarlos, tenerlos, vivirlos, beberlos, quiere saciar, secar los manantiales recónditos del deseo corporal.

Se levantó del banco como si estuviera sentado en el asfalto del infierno. Lo que pareció el nuevo baile del verano no fue más que un amago de tambaleo, que por poco no lo lleva al suelo. Alzó los brazos ligeramente para mantener el equilibrio. Una vez afirmado en tierra, sintió sed en la cabeza. Las burbujas de los primeros hervores de la locura le llevaron a tomar una determinación.
-No aguanto más, no puedo, no…-dijo en alguno de los dos mundos-, mañana acabo con esto, antes de volverme loco del todo.
Y marchó a través de los espejismos de la calima, flotando junto con los restos de su naufragio. Sabiendo que había muerto en uno de los días anteriores; sin haberse dado cuenta de ello. Hasta ahora.
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Llegó por entre las ranuras de la persiana, en torno a las siete menos diez de la mañana, un lunes radiante. Se presentó con una luz de novedad, como si se creyera aquel primer lunes del mundo en que Dios encendió el interruptor de la vida. Todo lindo e ideal, un escenario conjurado para proseguir las batallas que nos hacen levantar todas las mañanas; para enfrentar las fatales arrogancias de esa doña llamada adversidad; para volver a ser la excepción que nos hace únicos en la victoria.
En fin, el día perfecto para cagarla. Me explico. A veces pienso (los narradores también tenemos ese derecho) que Fernando es un pelín inoportuno, creo que nació desubicado, pues eligió un día tan chachi como el de hoy para acabar con su vida. Pero siendo exactos no fue una decisión suya: él es como Don José, un viejo portugués que era tomado por las decisiones, cosa normal teniendo en cuenta que la locura se prodiga poco en reflexiones y actúa impulsivamente.
Tan irónicos son el ir y el devenir de la vida, que en el día de la muerte de Fernando se levantaron unos alisios que barrieron el recuerdo de la calima. Ésta huyó de repente, sin dejar señal alguna de los destrozos ocasionados, como una pesadilla inconclusa. El mirlo ya pudo respirar tranquilo, y la mariposa del parque, si es que sobrevivió, estará gozando en estos momentos de ese agua dulce que es el aire sin polvo.
A las siete en punto el sueño de Fernando fue turbado por una fragancia dulzona, de perfume de mujer. Sabía a quién pertenecía: Su olor de tierra fértil, el de la sexualidad intrínseca, aquel que agitó las noches de biblioteca en los últimos años de facultad. Una presencia que lograba rememorar más profundamente en los folios y bolígrafos que Ella usaba, en los pasillos sin fondo que Ella había atravesado; más aún que en ese mismo cuello que tanto ansió Fernando todos los días de su vida. De todos modos omitió pronunciar su nombre por miedo a que la cabeza estallara irreversiblemente en la habitación y manchara paredes y sábanas.
A las siete y cinco estaba en la ducha. Tantos días esperando a los mormones acabaron por convertirle en algo indefinido. No sé, era como un cúmulo de cosas independientes, sin idea de unidad. Pero si recurriéramos a esa herramienta humana llamada comparación, podríamos llegar a consensuar que se sentía un harapo mugriento, manoseado por la sonrisa indescifrable del gato de Chesire. A pesar de haberse acicalado como para un largo viaje, lo más que llegó a sentirse fue un harapo limpio. Pero trapo al fin y al cabo, además de con los mismos jirones en la frágil cordura. Se despachó un copioso desayuno, teniendo en cuenta que jamás probó alimento alguno a estas horas: un vaso de leche y una tostada con mermelada de fresa. Debía disponer de fuerzas y sangre fría para llevar a cabo las determinaciones pensadas, sabía que los mormones le habían traicionado, y no contentos con ello, intentaron volverle loco.
Pero se equivocan si creen que me van a ganar. Al principio caí en la trampa y jugaron conmigo como la rueda con el hámster. Se equivocan, malditos, porque voy a romper las reglas de vuestro juego, a ver que hacen ahora, a quién van a martirizar ahora. Ahora, que les voy a vencer. Hijos de puta.
La fatiga surgió horrorosamente explícita en los rasgos de la cara. Se afeitó con una de esas típicas cuchillas desechables azules, y a medida que desaparecía la negra barba, se hacían más visibles los aires del desamparo: Unos pómulos marcados, consumidos por un odio fulgurante, el hueso y el pellejo adheridos. Aquella arruga que hace tres días apenas podíamos distinguir, es ahora un surco en la tierra reseca, una profunda cicatriz de guerra en la que no se divisa el fondo. Pero sin duda las ojeras reflejan mejor el acumulamiento de todas sus miserias. Están rebosantes, con la piel estirada al límite, almacenando una sangre a punto de cuajar, pastosa y tibiada. Tenía el rostro de una calavera angustiada.
Con una tranquilidad que haría temblar al más fiero de los guerreros, se dedicó a pensar sobre el método que utilizaría para suicidarse. La primera idea que le vino en mente fue la sobredosis de algún medicamento. En esos casos uno puede esperar a la muerte echado en la cama o en el sofá, sin necesidad de preocuparse por las parafernalias de los rituales, simplemente confiando en el poder ejecutor del barbitúrico.
-El problema –pensó Fernando- está en que con la caja de aspirinas que habita mi humilde botiquín, apenas alcanzaré a pillar una úlcera en el estómago. Y cualquier fármaco mínimamente fuerte no te lo venden ya sin receta del médico.
Después valoró lo de pegarse un tiro, pero ni sabía usar un arma, ni tenía idea de cómo conseguirla. Así que desechando estos métodos, además del de morirse de hambre o de pena (por el tiempo que requerirían), llegó a la conclusión de que la mejor muerte sería la del ahorcamiento. Una manera grotesca y burlona de abandonar tanta locura, con unos palmos de superioridad inocua respecto a esos imbéciles. Triunfante en el altar de alguna eternidad.
Así que salió a la calle en la búsqueda de alguna ferretería abierta donde poder comprar una resistente cuerda, de esas que hacen buenos nudos en la garganta. Caminaba tan mal, sin compás aparente, que parecía arrastrarse por una trinchera de la primera guerra mundial. Cogió por Heraclio para despedirse de los bares, de la brisa de noviembre que no volverá a sentir, de Lemus y sus libros caros. No se sorprendió de ver al Danone a las diez de la mañana con Don Facundo, uno de sus vinos inseparables. Pocas veces se había detenido a pensar sobre este personaje, lo imaginaba conformando parte del paisaje, sin opinión ni sufrimiento. Aunque esta vez, mientras uno andaba medio muerto hacia el cementerio de elefantes, y el otro apoyaba su vejado cuerpo en la acera con el despatarramiento propio de los borrachos, se miraron.
Unos ojos compuestos de un rencor legítimo, de odio hacia quienes no le ayudaron, de venganza otorgada por la divina providencia, desafiaron a la conciencia de Fernando a continuar la mirada. Pero éste, como ya sabemos, perdió hace rato la dimensionalidad del mundo. Traspasó unos cuantos de miles de años luz, y arribó a un pequeño planeta que antes había visitado un joven príncipe de rizos del color del oro. El único habitante del asteroide era un cansado y viejo borracho, con sus cajas de botellas llenas y sus cajas de botellas vacías. A Fernando le contó lo mismo que al Principito, que bebía para olvidar que se sentía avergonzado de ser un borracho.
-Ya ves que malos son los círculos viciosos, hijo –balbuceó el viejo-, yo ya estoy condenado y agotado, pero tú eres joven, y puedes acabar con la encerrona en la que te han metido. ¡Ánimo, muchacho! ¡Brindemos con un trago de vino, por la hazaña que vas a acometer!
-Gracias por la invitación –dijo Fernando-, pero he de estar con todos mis sentidos espabilados para cuando llegue el momento. Pero gracias de todos modos.
-Vete, vete –sentenció el Danone-. Pero si en algún momento te flaquean las fuerzas, piensa en todo lo que te han hecho, no lo olvides, no les perdones. Y también hazlo por mí, ellos acabaron conmigo, yo no espero ya nada de esta puta vida, salvo que se haga justicia. ¡Suerte, amigo!
Sinceramente no creo que esta conversación haya tenido lugar: un loco y un borracho discutiendo sobre cuestiones trascendentales, como la legitimidad de la venganza, del rencor como medio para mantener viva la llama de la justicia… Fernando tampoco se fía mucho de la veracidad de la conversación, en realidad no sabe con quién charló, pero el caso es que sirvió para ahuyentar los fantasmas de la duda. De la duda por vivir.
Dejando ya al Danone y a Heraclio atrás, convirtiéndolos en recuerdos absolutamente subjetivos, giró con un movimiento brusco hacia una calle perpendicular donde recordaba haber visto una ferretería alguna vez. En efecto, allí seguía, en su lugar, con sólo una razón para subsistir, la de vender la soga, pequeña honda con la que Fernando acabará con los gigantes evangelizadores.
Cuando entró no había clientes en la tienda. Entre las altas paredes repletas de estanterías de clavos, pinturas y brocas, el viejo ferretero se hallaba viendo el Equipo A en la televisión. Quién sabe cuantas veces habrá visto repetido el mismo capítulo, aquel en que el coronel Smith y sus chicos ayudan a unos trabajadores de San Antonio a crear una cooperativa en el campo. Seguro que tantas como clientes le piden tres metros de cuerda gruesa. Por eso no se inmutó cuando Fernando solicitó tal mercancía de la manera más serena posible: Agarrándose al mostrador para hacer traspasar el tembleque incipiente que se apoderaba de las manos, conduciéndolo a la madera inerte.
-¿Para qué desea la cuerda?- dijo el ferretero, mientras se deleitaba de reojo con una de las hábiles demostraciones en el manejo de las herramientas de M.A. Barracus, con las que en este caso logró hacer funcionar una camioneta destartalada de la época de la gran depresión.
Fernando se sintió descubierto. ¿Cómo era posible que no previera esa pregunta? Nunca fue especialista en coartadas, seguramente porque nunca tuvo nada que ocultar. Pero ya ven, no debemos jamás escupir hacia arriba. Porque todo, todo, siempre cae.
En el último segundo surgió la mejor y más genial idea. La cuerda la necesitaba para hacer una mudanza, para atar y estabilizar en la furgona los muebles que se llevaría para la nueva casa. En cierto modo no mentía, cierto era que se iba de casa, y la cuerda era el mejor medio de transporte. Pero se ve que ya no dominaba algunos de sus actos, cuando se sorprendió de la respuesta del ferretero.
-¿Qué se va a suicidar? Es usted una persona con un humor macabro, ¡Maldito loco! Tenga el cambio y la cuerda, y no vuelva más por aquí.

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Realmente estoy ansioso por acabar de contar el relato. Ustedes se encontrarán como mucho expectantes por lo que va a suceder en unos instantes, pero a ciencia cierta no pueden asegurar qué va a ser de Fernando, a lo mejor lo intuyen, pero nada más. Mi caso es bien diferente, yo he inventado esta historia y desde antes de escribirla ya sabía el final, trágico sin duda, y sobrecogedor como pocos. Por eso, cuanto más me acerco al momento decisivo, más me desespero en escribir, las teclas del ordenador se descontrolan, bailan en una danza demoníaca, mientras yo, Antonio, no sé que hacer para salvar a Fernando, para no matarlo. Yo lo quiero como a un hijo, ya que es producto de mi creación, y dudo que deje de emocionarme cuando de mi imaginación salga el engendro del fin.
Así que les propongo alejarme de la retórica de los adjetivos rimbombantes, de las voces de la conciencia en cursiva, de las opiniones de Fernando en primera persona, y sobre todo, de mis juicios parciales. Eliminaré todo tipo de elemento paisajístico que distorsione o despiste el hilo conductor del relato.
Entonces, llegados a este acuerdo, les comentaré de pasada que Fernando, después de salir de la ferretería, se compró en la Trinidad un helado de fresa y limón, que era el que más le gustaba. También compró el periódico y lo leyó un rato en el banco que está al lado de la Facultad de Magisterio. A los diez minutos volvió a la casa y escribió en papel cuadriculado unas cartas para la madre y la hermana, y otra para Alberto. Una angustia comentada hace algunas páginas, provocada por algo importantísimo que se olvidaba, le sobrevino mientras ejecutaba estas acciones.
Al mediodía no almorzó, obviamente. Los nervios no estaban para eso. Nunca le gustó dejar a medias un libro, así que apresuradamente se dedicó a terminar la novela de Saramago de la que apenas quedaban unas cincuenta páginas.
Así, entre prisas y traspiés, llegaron las seis de la tarde, la hora que mentalmente había previsto para la batalla decisiva. Todo el tiempo que estuvo en la salita no dejo de mirar el pasillo, no quería reconocer que aún albergaba esperanzas de que vinieran a visitarle. Pero no quiso aceptarlo porque en los últimos días creció de forma desmesurada en su interior una faceta hasta ahora inédita: El orgullo.
Caminó hacia la entrada del pasillo, justo en frente de la puerta de la calle. Observó la lámpara del techo y le pareció resistente, pero prefirió comprobarla por sí mismo agarrándola con las manos y levantando los pies del suelo. Se mantuvo así, en el aire, alrededor de un minuto, y la estructura no mostró signos de resquebrajamiento por ningún lado. Entonces volvió a la salita y cortó un metro y medio de la cuerda, que se redujeron a noventa centímetros después de hacer los nudos en la lámpara y el de la soga que ajustaría al cuello. Trajo una silla de madera de la cocina, y la colocó debajo de la improvisada horca.
Cuando vio que ya no le quedaban más preparativos que realizar, se sorprendió de lo fácil que era eso de matarse, y se sentó unos minutos en la silla, en frente de la puerta, como si estuviera confesando a un cura situado al otro lado de la entrada.
Trataba de oír la voz de su conciencia en cursiva, pero por primera vez en mucho tiempo, no oyó ningún sonido, puede ser que Pepito Grillo estuviera acongojado ante el respeto que infunde la muerte, y prefiere callarse y convertirse en uno de los lectores del relato. Además, antes les prometí que no la utilizaría, la voz, quiero decir, por lo de abreviar. Pero si dijo algo, fue del estilo de:
“Fernando, ya vale, yo sé que esto del suicidio no era más que una excusa para forzar a que vinieran. Tú pensabas que acabarían cediendo ante tus intenciones de matarte, supusiste que tenían un mínimo de humanidad y que acabarían viniendo, que no serían cómplices de asesinato. Pero se ve que no, que ni siquiera esto les afecta. Ya sé que esos mormones son unos hijos de puta, pero déjalo ya, Fernando. Perdiste, pero por lo menos puedes seguir vivo. Piénsalo, Fernando, que no es poca cosa”
Sin embargo de nada sirve hacer este tipo de suposiciones, teniendo en cuenta de paso que nuestro protagonista no oyó consejo alguno.
Así, desamparado y solo como no lo había estado nunca, se levantó y subió a la silla. Cogió la soga con el nudo que le enseño a hacer su padre, que fue marino, y se lo ajustó hasta que le dolió un poco. Respiró con los ojos cerrados, saboreando el aire.
Y saltó.

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epílogo


1

(A las seis y veinte en punto de un lunes cualquiera, el hermano Warren y el hermano Smith, jóvenes mormones, bajaban por las escaleras del portal dispuestos a predicar en este océano de incrédulos canarios. Justo cuando pasaban enfrente de la casa del vecino del piso de abajo, el hermano Smith comentó al hermano Warren:
-Hermano Warren, intentemos por última vez llamar a la puerta de esta casa, aunque sólo sea para presentarnos como vecinos.
-Hermano Smith, sólo Dios pudo haberte dado esa voluntad de acero, que más bien parece empecinamiento crónico- dijo el hermano Warren-. Sabes mejor que yo que durante tres meses, con todos sus lunes, hemos intentado localizar a este vecino, y nunca nos ha recibido. Pero da igual, hermano Smith, la perseverancia es un don que nos ha legado el Señor, así que si tanto te empeñas, llamemos.
Acto seguido, el hermano Smith tocó el timbre de la puerta.)


2

(A las seis y veinte en punto de un lunes cualquiera, una chica de treintaiún años llamada África, licenciada en química, miró el reloj despertador que tenía en el cuarto de estar. Marcaba las seis y veinte en punto.
-No viene –dijo, ahogando estas dos palabras en un llanto gutural, que no pararía nunca jamás-. No viene.
Se desplomó al suelo y continuó llorando.)


3

(A las seis y veinte en punto del lunes en que decidió morir, Fernando, profesor de clases particulares de física, química, matemáticas y biología, de treintaiún años, se encontraba suspendido en el aire, entre las baldosas del piso y la lámpara del techo, justo una milésima de segundo antes de oír un chasquido de vértebras rotas y un timbre en la puerta de su casa, cuando se acordó del motivo tan importante que le angustiaba y que había olvidado por completo. Recordó que ese día era lunes, y que era la primera vez que faltaba a la cita en casa de África, a las seis de la tarde.
Entonces entendió que África era Ella. Supo que la había amado desde el primer momento en que la vio, cuando entró aquel día de octubre en clase de Biología. Finalmente la angustia se convirtió en miedo cuando, percatándose de que estaba a punto de morir ahorcado, deseó estar con Ella.)


A.Ch.S.
Agosto del 2003

Texto agregado el 10-09-2003, y leído por 769 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
10-09-2003 me gusta la idea de que uno se pueda volver loco si no cuida las cosas que realmente valen la pena en la vida AntonioChamorro
 
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