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El zorrito Hilario

Desde el vientre de Doña Miguelina, El Hilario venía preñado de oscuro deseo. La madre traía al mundo a su hijo número doce y en el mismo acto que uno entraba en la vida, la otra se iba. De culo y una asfixia como bufanda lo vieron salir de espaldas. Tal vez, fue esta llegada la que le imprimió la curvatura de la pose. Ese día, en el rancho de los Fulanno no hubo risas. La partida de la Doña y la boca que se sumaba a la escalera de gurices habían endurecido el gesto del padre, Don Cosme Fulanno, hijo natural de una italiana bajada de los barcos que le legó el apellido y de un gaucho trigueño y malevo según decían por ahí.

-¡Se las arregló el zorrito pa´salir del ujero!-
dijo el hombre en franca alusión a la mañera empresa que le tomó al bebé mostrar la trompa. En su tristeza de viudo Don Cosme ensanchó los labios como ´pa reírse; el cachorro era una marca indiscutible de viril orgullo cuando los setenta estaban a punto de cumplirse. Desde entonces, Hilario y el Zorrito fueron uno durante cuarenta y seis años hasta el día en que se toparon con la inexorable modernidad de un camión.
El Zorrito no conoció ternuras ni caricias que no vinieran de la fusta o el guascaso. Don Fulanno poco tolerante y una chorrera de hermanos mayores le marcaron la espalda y la cara con unas cicatrices que solo la vida sabe dar. Poca escuela rural tuvo el niño pero noches incontables entre cuatreros y gallineros vecinos le dieron un grado académico único. Y así creció a pesar de la tos convulsa de los cuatro y la varicela (una de las malas decía su abuela Ernestina) de los ocho años que nada pudieron evitar. Algunos pozos entre la frente y el mentón le sellaban la identidad y lo distinguían de su fraternidad numerosa.
Temprano conoció el sexo que lo ganó de atrás, cuando emplumaba las piernas y los sobacos y la pera asomaba espinillas. La prepotencia de un adulto lo marcó por el reverso. Aquella sangre oculta le tiñó el destino haciéndose venganza en el encuentro con esa gota de tinta maldita.
Ganó su primer pingo en una apuesta con la taba. El “Manchao”, un caballo rojizo irlandés era la envidia de la peonada y hasta de un par de patrones. El potro lo acompañó por mucho tiempo y lo abandonó una mañana helada de Agosto.
Corrían los treinta y ocho cuando fue sorprendido por una beba en los brazos: Paulina. Decían las lenguas que la había amado muchísimo y que junto a su madre, una trigueña, fueron excepciones en el conjunto de las mujeres que conoció. Tampoco ellas torcieron el final.
Alto y encorvado, cubierto en un sacón marrón regalo del patrón, lo veían pasar y al instante desaparecer. De la plaza a la pulpería y del monte al pueblo vecino no era sino una ráfaga, un tufillo de campo que el viento llevaba y traía. Nunca quieto, con esa mirada afilada asomando sobre el hombro y con movimientos de cabeza bien apostados. Las manos en los bolsillos y ese silbidito tenue que repentinamente colapsaba en un silencio sepulcral. Hosco para la palabra pero inteligente con los versos que había aprendido en los fogones porque el Hilario tenía muy pocas letras. Los labios finitos, siempre secos, a veces se alargaban en una mueca parecida a la sonrisa.
Imprevisible. Aparecía arreglando alambrados y al mismo tiempo estaba dos leguas más allá. Nadie nunca supo como hacía pero por las noches el ánima volviéndose soplido dejaba un rastro respirable, jamás la huella de un solo paso. Los trancos largos le permitían montar el zaino en un medio giro terminado en figura de prócer inclinado hacia adelante cortando el aire de la cabalgata.
-Allá vamos-
Decía en un plural siempre peligroso con la compañía inédita de alguna mujer apoyada en su espalda que luego cargaría en el recuerdo. El Zorro fue sospechado en repetidas ocasiones de cuatrerismo, pero como buen ladrón de gallineros estuvo en la sombra apenas por un par de huevos colorados justificados por la indigencia. Las madres del pueblo preocupadas por este asunto cuidaban con recelo las batarazas y desatendían a sus hijas. De vez en cuando faltaba una que otra.
Con suerte las descubrían en el monte, martirizadas; con las nalgas alzadas al cielo. Aún se leen nombres en las listas de desaparecidas.

-Nos volvemos-
Repetía a dúo cuando el Manchao contaba un único pasajero y de la nada aparecía cantando con los paisanos que días antes preguntaban por él. Así corrían los versos al compás del tinto y el humo del asado, dos elementos hermanados por ese color hipnotizante, uno debilitaba al Zorro por el esófago mientras el otro le transformaba el torrente y en la cabeza le multiplicaba las rimas seductoras frente a las mujeres y el Hilario así, iba ganando inquietud con reojos buscando la figura curvilínea de una fémina. Aparecían el sudor y el temblor separando el calor del frío de una mixtura revuelta que generalmente lo sacaba de las reuniones y ya no estaba más y ni tiempo de preguntarse tenían porque las ojeadas no alcanzaban. Afuera del agujero otra vez. No sucedía sino hasta pasada una semana que gracias al vuelo perseverante de los caranchos y otras rapiñas, alguien revelara el sueño infinito, ubicada de lado al río, de una ternura veintiañera.
El gaucho volvía a los alambrados evitando las faenas de los chanchos y corderos porque el color le desorbitaba los ojos y el olor atravesándole las narinas le hacía temblar las manos. Era común verlo trenzando tiento o afilando las guadañas y con la misma piedra aprovechaba a sobar la cuchilla regalo de Don Cosme. Con los dedos largos la afiladora iba de un extremo al otro produciendo chillidos que se convertían en gritos medio secos de borrego púber con los labios pegados contra la palma de aquella mano brutal. Lo calmaba sentir en el pecho hendido el brillo de la estrella materna; la abuela Ernestina le había marcado justo en el esternón la tumba donde alojarla y el Hilario huérfano, a veces lloraba su aullidito de cachorro abandonado para luego dormirse en su pesebre.
Llegó a los cuarenta y seis, invicto de sus fechorías, cuando aquella noche los faros y el bocinazo vencieron el cálculo del movimiento astuto mientras escapaba y lo dejaron tendido en la ruta. La noticia corrió por el pueblo y por todos los demás con la misma prisa que llevan las buenas cosechas. Las voces iban de boca en boca y no alcanzaba ninguna palabra que diera cuenta de lo sucedido, eran teorías de teorías y entre tantas fórmulas escuchadas aparecía un:
-¡El Zorrito! Válgame Dios y María Santísima ¡qué desgracia!- La Virgen lo ilumine, exclamaban las viejas que religiosamente cada atardecer encendían una velita a sus muertas.

Texto agregado el 23-12-2002, y leído por 665 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
18-01-2003 Te la comistes en este cuento. Muy bueno!!! williemay
23-12-2002 Está lindazo el relato, bien, Ana. AnaCecilia
23-12-2002 Me gusta su estilo en este cuento. Es muy ameno. Seudonimo
 
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