Lunes.
Comienza la semana.
¡Suena el despertador!
Tiempo... y el reloj que nos reclama.
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Ese minúsculo aparatito llamado “reloj”, y que desde épocas remotas ha tenido diversas formas, ayuda al hombre a representar el tiempo cotidiano en horas, minutos y segundos; fracciones del día que medimos ansiosamente como un registro de actividad constante o de quietud silenciosa. Establecemos con él una dependencia cotidiana y casi “natural”, dependencia surgida de la dinámica de nuestras responsabilidades; de la organización de nuestro “propio tiempo de vida”, de las exigencias de una sociedad moderna que nos demanda una multiplicidad de tareas diversas, minuto a minuto.
Erróneamente solemos considerarlo nuestro aliado o adversario. Digo erróneamente por que el reloj no es el tiempo, es tan sólo un medio para orientarnos en la disposición de las actividades asumidas, muchas de las cuales están fuertemente establecidas social y culturalmente. Resulta natural trabajar de día, dormir de noche, descansar el fin de semana, y más.
En las grandes urbes, la relación con el reloj se torna cada vez más exigente. La fugacidad o irreversibilidad está continuamente presente en el “apresurado” hombre de nuestros días. O por el contrario, no faltará el que asuma un particular modo de pensar el tiempo.
Los “impuntuales” siempre tienen “justificaciones” para sus demoras; aunque demuestren claramente con su actitud egoísta que el tiempo ajeno no le merece consideración alguna. Total, unos minutos más tarde... ¿qué puede pasar?
No ignoramos que interactuar socialmente supone el reconocimiento, respeto, de normas y valores, en su diversidad, origen y validez. La “socialización” del individuo se construye y expresa mediante su “inserción según referencia, pertenencia y / o diferenciación, en distintos grupos sociales”. Pero no siempre la “dimensión valorativa” de dicha acción es la misma:
Mientras que la “puntualidad” es el “valor” construido por la disciplina de estar “a tiempo”, la “impuntualidad” es el “contravalor” surgido del descuido o negligencia para llegar “a tiempo”.
Es cierto que el ritmo acelerado del mundo moderno somete al hombre a un continuo ajetreo, situaciones imprevistas lo toman por sorpresa y lo dejan momentáneamente sin posibilidad de precisión de su tiempo. Estas situaciones ocasionales, de “impuntualidad involuntaria”, producen tensión en quien la vive, consciente que su tardanza perjudica a otros y su imagen se proyecta negativamente.
En cambio, la “impuntualidad voluntaria” es como el espejo de una “conducta narcisista” buscando ser el “centro de atención”. Que “los demás dependan o reparen en uno” es un manifiesto egocéntrico de irresponsabilidad e inmadurez. La tan famosa TARDANZA CAPRICHOSA juega con el respeto del quien espera incrédulo. ¿Asistieron alguna vez a una conferencia donde tuvieron que esperar al conferencista?.. Hasta suele pensarse que esa tipo de tardanza confiere distinción.
Algunas veces, una actitud costumbrista parece aceptar este tipo de conductas y compartirlas:
-¿A que hora nos encontramos?
-Alrededor de las ocho.
Amplia franja horaria que imprecisa los minutos que se van en espera.
Por favor... Ni pronto ni tarde. ¡A la hora en punto!, decía mi abuelita y se despertaba a las cinco y treinta de la mañana.
Vivimos una vida planificada. Las horas transcurren sujetas a un programa que hemos ido elaborando en nuestra dinámica cotidiana. Nuestro tiempo es valioso. El de los demás, también lo es.
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