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Yo, pecador

Estoy esperando al padre José Manuel, para confesarme.

La madre Angélica dice que tengo la cabeza llena de pájaros que trinan todo el día y no me dejan pensar más que tonterías de los demás.

Y debe ser cierto, porque sigo pensando que esos dos estaban enamorados. Y debo confesarlo.

¡Dios mío, perdóname! Una religiosa no puede prejuzgar, pero desde que ella comenzó a asistir a la iglesia, la sentí diferente. Poseía un halo especial, algo que la distinguía de los demás. Sus ojos siempre estaban enrojecidos, como si llorara por todos los males y pecados del mundo.

¡Pobrecita! Daba la impresión de vivir un dolor superior a su fortaleza y querer sacar fuerzas y esperanzas del Sagrado Sacramento. Su imagen se aparecía en mis oraciones nocturnas suplicándome ayuda y mis Ave María y Padre Nuestro se multiplicaban para ella.

Un día, la Superiora comentó que la dama debía estar atravesando por un momento difícil de su vida. Sor Olga dijo que seguramente tenía, tenía vocación de monja contemplativa porque su rostro se transfiguraba al mirar a Cristo crucificado. Y la madre Angélica acotó: “Es que Dios habla despacito... y, quizás, todavía no lo ha escuchado.” (Y a mí me dio una risa). Se nos aconsejó orar para que descubriera la verdad, el camino y la Vida en Jesucristo y para que Dios ordenara sus sentimientos y emociones. ¡Y es ahí donde entro a creer que fuimos culpables!... A lo mejor habría sido más conveniente que no descifrara su verdad.

Poco a poco, la señorita sufriente, comenzó a adquirir serenidad. Su rostro ya no tenía el rictus de desesperación de los primeros días. Su paso era más seguro y su voz, aunque aún parecía tener miedo de brotar, saludaba dulcemente, esbozaba una sonrisa fugaz y se quedaba quieta en su asiento, como en éxtasis, mirando la cruz de nuestro Señor del madero... ¿qué pensaría?

El caso es que todos comenzamos a quererla... ¿por qué él no iba a hacerlo?

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén. ¡Ay!, ¡Dios mío! ¡Perdóname por ser tan entrometida!, pero no podía dejar de preocuparme el asunto. Después de cada comunión, sus ojos se llenaban de lágrimas, como si el amor divino se desbordara de su interior y ella no lo pudiese contener.

Cuando hablé de la situación con el padre José, éste se quedó en silencio por unos minutos y cuando creí que me daría un buen sermón, sólo me pidió que rezase por la mujer porque lo necesitaba. De esa conversación deduje que no había nada de malo en mi comportamiento, que era la preocupación cristiana normal por una hija de Dios y continué prestándole toda mi atención de hermana en Cristo. Si un sacerdote, ¡tan bendecido y carismático como él!, no me censuraba, mi conciencia quedaba tranquila y libre nuevamente.

La madre Angélica decía que yo iba a misa a preocuparme de los demás, que todo lo que hacía era mirar de aquí para allá. Las hermanas no le hacían mucho caso: “Son cosas de la edad”, “ es que está viejita y ha trabajado tanto...”, me consolaban. Pero yo sabía que la anciana tenía razón. Era una verdad absoluta y confundida me iba a mi celda rezando por el pasillo. “Yo, pecador, me confieso a Dios...” y golpeando mi pecho una y otra vez... mas, todo era inútil. No conseguía apartarlos de mi mente.

Y el padre José insistía: “Rece... rece, hermana...”, pero podría jurar que a él también le inquietaba la situación.

La verdad, no sé el momento exacto en que me di cuenta de lo que sucedía entre ellos. Lo que si sé, es que no me extrañó. (¡Perdóname, Señor!) Parecían hecho el uno para el otro. Si había una mujer para él, esa era ella. Y si había un hombre para ella, ese era él. Así de simple. Yo no soy filósofa.

Cada atardecer, ella llegaba primero. Diez minutos después, aparecía él. Entonces, el transcurso de la Santa Misa, no era más que una infinita mirada. Hasta creo que sus ojos se estaban destiñendo de tanto mirarse.

La contemplación mutua parecía elevarlos a un nivel de amor superior. No era terrenal... ¡No! Ni mucho menos una atracción vulgar. Iba más allá, (¡perdóname, Cristo!), del amor divino... como si hubieran alcanzado un estrato superior negado a las parejas comunes.

¡Padre amado!, Tú lo sabes todo. Tú lo comprendes mejor que yo. Ellos dejaban la sensación de hablar en sus mirada, llamarse, comunicarse, acercarse... como si lo único que hubieran anhelado fuera el estar juntos. Y eso, nadie podía impedírselos. Pero, cuando llegaban a reunirse a la salida de la iglesia, (¡poquísimas veces!), puedo asegurar que casi no hablaban y no deseaban otra cosa que escapar uno del otro. ¡Jo! ... como si fuesen adolescentes... ¡Ji! ¡Y a mí me daba una risa!... (Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros...).

A veces él no venía y ella se quedaba la misa entera hincada y con los ojos empañados. Todo su ser lo llamaba.

En una oportunidad, el señor faltó más de dos semanas. La dama daba la impresión de temblar cada vez que la puerta se abría, pero no miraba quien había llegado. Algo le avisaba que no era la persona que esperaba. (¿Tal vez el Santo Espíritu de Dios?).

Fue en ese tiempo cuando estuve segura que al momento de reencontrarse, nada podría separarlos. (Y me daba una risa! ¡Ji!) Pero , me equivoqué. Mientras él saludaba a los demás, su mirada estaba puesta en ella, quien permanecía sentada y con la cabeza baja. Por un momento se miraron intensamente. Pensé que al final se irían juntos, pero ella pareció huir más aprisa que nunca.

La consecuencia de aquello fue la ausencia de la contemplativa por varias tardes. Inspiraba ternura la forma en que él acechaba la puerta. Indudablemente, a pesar de su devoción, todo le sobraba sin ella. Y se aferraba al ritual, perdido sin la luz de las pupilas femeninas.

El amor significaba más que presencia para ambos.

Los dos adelgazaron por esos días.

Yo también.

“Ruega por nosotros, Señora, abogada nuestra... a ti clamamos los desterrados hijos de Eva... a ti, suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas...”

Debo confesar que me agradaba hablar con ellos.( ¡Por separado!¡Claro!)

Les miraba fijo y en los ojos de la dama resplandecía la figura de él. Y en los de él, brillaba el rostro de ella. Mientras más comprendía lo que estaban sintiendo el uno por el otro, más quería sentirme parte de eso maravilloso.

La madre Angélica decía que me estaba convirtiendo en una monja loca. Que mi actitud no era la de una sierva de Dios. Sin embargo, el padre José no me reprochaba nada. Sólo insistía en los rezos y yo salía feliz de cada visita al confesionario.

Durante el santísimo ritual, la venerable viejecita me tironeaba del brazo y murmuraba entre dientes para que dejara de girar la cabeza de un lado a otro. “Parece árbitro de tenis, sor Carlota”, me dijo una vez, ¡Y a mí me dio una risa! , pero no podía evitarlo. ¡Es que esas misas tenían algo mágico! Era como si el milagro del Sagrado Sacramento, el sacrificio del amor en el altar, se hubiese escapado para dividirse en dos y buscar refugio en ellos con la finalidad de transportarlos a lugares santos... Belén... Jerusalén... Cachemira... Judea... y sus almas fueran acunadas por aires sin vuelos... aleteos de pájaros en el valle... el aroma de Cristo... los colores del atardecer en el mar de Galilea...la luna diluyéndose en los trinos de la aurora del lago de Cafernaúm... Quizás, Dios les mostraba su reino en cada parpadeo... ¡Gloria al Padre, Gloria al Hijo, Gloria al espíritu Santo...” (¡Perdóname, Señor, por mis desvaríos!)

Fue justo la noche del quince de agosto. En la Asunción de la Santísima Virgen.

El altar relucía más que nunca. Presentí un infinito lleno de palomas blancas. Supe que sucedería algo que rompería la rutina y me persigné.

Ellos se veían tranquilos. De sus miradas emanaba la paz que Cristo legó a sus hijos. A los que confían en forma absoluta, como María, en el creador.

Afuera, la lluvia se detuvo. Por eso no me causó mayor asombro cuando sentí que, al paso leve de ella, se unía el resonar fuerte del calzado de él, sin prejuicios de ninguna especie.

No pude evitar seguirlos, adelantarme y abrirles la puerta de la iglesia.

Les dejé pasar silenciosamente y mi mirada se fue tras ellos (“Bendice, alma mía, al Señor. Alabe, todo mi, ser su santo nombre...).

En la calle apenas si se oía el resbalar de algunas gotas contra la corteza de un árbol. Tanta quietud me asustó y mi propia respiración me pareció ajena al momento.

“¿Qué está sucediendo, Dios mío?”, musité. Más que con impaciencia, con esa simple curiosidad que enfada a la madre Angélica, pero que tenemos todos cuando, al borde de un misterio que no alcanzamos a comprender, nos volvemos, otra vez, niños.

No había la menor sombra de niebla. Sin embargo, un aire más puro que lo habitual les envolvió y en la esquina, parecieron desvanecerse.

Miré a lo alto y tuve la certeza de que Dios estaba en su balcón.

La lluvia se intensificó hasta hacerse audible en las aceras y me fui repitiendo: “Padre nuestro que estás en los cielos...”

Ya va más de una semana que la dama no viene a misa. (Tampoco ha habido). La reverenda dice que debo confesarme con urgencia, que no puedo comulgar con esto en mi corazón, que no podré mirarlos a los ojos cuando vuelvan a venir, que todo es una coincidencia... pero yo sé que no volveré a verlos, por lo menos aquí.

Y en eso estoy. Esperando al padre José para confesarme, todos le esperan, pero sé que no vendrá más.

¡Y me da una risa!

Y una alegría...

Y una pena...

Texto agregado el 19-06-2005, y leído por 155 visitantes. (0 votos)


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