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Rubén no es un tipo malo. En líneas generales podemos decir que es parte de la nueva generación de jóvenes que buscan un destino y una vida sin estar muy seguro de qué son ilusiones y qué son realidades.
Tiene sus cosas, claro. Fuma, no tiene una pareja estable, si no que se divierte cuanto puede con cuanta mujer se le cruce, por ahí es un poco arrebatado en sus pasiones, sobre todo cuando se refiere a fútbol o a política, temas por los cuales se ha peleado con no pocos amigos.
Nació por ahí a finales de los setenta, principios de los ochenta (no podemos precisarlo con certeza). Es de la generación que recibió lo que pedían a gritos sus padres: ¡queremos la vida!, y ahora no saben qué hacer con esa vida que les fue dada.
Tienen la libertad. La dictadura cayó, y ellos fueron educados en ese ambiente de nuevos aires y poca o ninguna rigidez. La religión no los toca ni de lejos con un palo. Ellos la rechazan por cómplice del proceso militar. Sus padres estaban innovando en los sistemas de educación, donde la libertad siempre se confunde con el libertinaje, y la generación de Rubén salió disparada para donde mejor le pareció.
Tienen la vida que pedían sus padres, pero no saben qué hacer con ella. Le están buscando un lugar al concepto, y aunque parezca que están perdidos, no lo están, porque perdido es aquel que se extravía en un camino determinado, en cambio ellos ni siquiera tienen un camino o un destino. Van a recitales de rock 'n roll, algunos de sus amigos se drogan, son bastante inconstantes en el amor, y la responsabilidad laboral no es su punto fuerte, pero buscan, van y vienen en medio del cambalache de la vida, y cualquier lucecita en el camino es la esperanza que estaban esperando.
Surgen modas cada cinco minutos, el mundo cambia demasiado rápido, y ellos corretean detrás de cualquier cosa, buscando un sentido a toda esta vorágine.
Rubén trabaja en una oficina del centro de Buenos Aires. La ciudad en llamas. La ciudad que se revuelca en el caos del cacerolazo y el fango de la ignominia. Trabaja como cadete administrativo, esto es, realiza los trámites en los bancos, va a cobrar a los clientes, reparte folletos y propaganda, en fin, un sinnúmero de cuestiones operativas que, al menos, tienen la bondad de dejarlo ver el cielo y el exterior unas cinco o seis veces al día. Peor sería que estuviera todo el día enclaustrado ahí adentro, piensa con buena lógica.
Cobra un sueldo medio miserable, digamos la verdad, pero por otro lado, Rubén vive solo, alquila un cuartucho cerca de la oficina, y vicios caros no tiene. Como ya se dijo, un atado de cigarrillos al día; yerba mate, medio kilo a la semana; algún libro cada quincena; ocasionales salidas al cine o al teatro o al café con la amiga de turno; en fin, le alcanza todavía para ir ahorrando, monedita por monedita, cada vez que recibe su pago.
Y dentro de todo es feliz. Tiene un complejo existencial tamaño Tupolev-190, como casi todos los habitantes de Buenos Aires. Máxime después de los tiros y las corridas con la policía, cuando todos creían haber encontrado, al fin, el nuevo rumbo para el país, y al final resultaron partícipes sólo de un poco más de lo mismo.
Por eso, tras un año de trabajo tenaz y concienzudo, recibió su premio. Mil pesos en efectivo y una semana de vacaciones. Cosa rara, una empresa que cumple con sus obligaciones.
Los amigos, también con algunos días libres, estaban reunidos determinando qué harían con aquel tiempo. Algunos proponían ir a la costa, a refocilarse a orillas del mar y buscar un amor de verano entre el sol, la arena y la seducción marina. Hubo alguno que dijo que fueran a las sierras de Córdoba, a visitar los bellos paisajes del lugar. No faltó quien mencionara las cataratas del Iguazú.
Pero ninguna de estas propuestas hizo mella en el corazón de Rubén. Ya tenía planeada sus vacaciones desde hacía mucho tiempo.
Por un lado, quería viajar solo. Necesitaba introspección, encontrarse consigo mismo, y creyó que irse al norte era un buen destino de reflexión.
- ¿Al norte? ¿A dónde? - preguntaban sus amigos.
- No sé, a cualquier lado, a ningún lado. A un lugar donde no haya nada, más que desierto y yo.
- ¿Y qué vas a hacer ahí?
- Nada, justamente. Pensar, nomás. Ver el universo, el infinito, desde la soledad inmensa. Quiero reunirme con la tierra, con el cosmos, con la esencia de las cosas, ¿entienden?
No, nadie entendía. Algunos le tomaron la fiebre, pero estaba normal. Qué había estado leyendo el amigo que salía con esas cosas. Por qué no mejor unos días de playa y mar en la costa.
Por ahí, decían, ya cayó Rubén víctima del pasatismo y la new age. Quién sabe. ¿No había estado leyendo libros de Coehlo, o Bach? Nadie lo recordaba. El último que yo supe, dijo uno, fue La montaña mágica, de Mann, pero no creo que haya sacado esas ideas de ahí.
¿Che, la noviecita que tenía, la piba esa de San Telmo, no le daba un poco por la mística, y todo eso? - preguntaba otro, pero nadie tenía respuesta.
En medio de tanto misterio, Rubén partió un día, solo y con un pequeño bolso de viaje al hombro, a la meseta precordillerana del norte.
Recorría aquellos parajes infinitos, observando al lejano horizonte unirse en una fina línea con el lejano cielo. El sol machacaba la tierra sin piedad y el acto de labrar aquellos recios campos se le antojó un trabajo hercúleo. Éstos son los verdaderos héroes, éstos son los que de verdad se aguantan el rigor sin chistar, se decía viendo a los pobladores de la región, con sus sombreros y sus pieles curtidas.
A la noche se tumbaba dentro de su tienda de campaña, a observar la bóveda oscura del cielo. La Vía láctea cortaba a la mitad la esfera oscura, y aún alcanzaba a ver estrellas en el horizonte. Parecía que iba a caerse hacia arriba, de tanto mirar las estrellas. ¿Qué es el hombre? Nada. No semos más que una mota de polvo, miserable, pequeño, inservible. Qué era toda aquella vanidad humana que a diario veía en Buenos Aires, triunfar ante un grupo de personas, ser admirado por otro grupo, destacarse a nivel nacional, ser el amo del mundo, tener el poder de que todas las personas del mundo se arrodillen ante uno y elegir la cantidad de años de vida. ¿Qué es todo eso? ¡Nada! ¡nada!
No somos nada en el espacio, ni somos nada en el tiempo, se dijo recordando alguna charla sobre astronomía. El ser humano está hace unos segundos nada más, en el dilatado año de la historia universal. Cuando al sol, o a algún asteroide, se le ocurra acabar con la tierra en el paroxismo de su furia astronómica, el ser humano desaparecerá miserablemente, sin dejar huella, sin que nadie sepa que aquí estuvimos, cayendo para toda la eternidad en el olvido y en la oscuridad total.
Rubén sintió miedo de aquella oscuridad. Un vacío tan eterno y tan grande como aquel que veía en ese momento. Qué si una vez se descubrió el fuego, se trabajaron los metales, se divinizó la naturaleza, se aprendió a escribir. Qué si el hombre progresó, creó la tecnología para vivir mejor e ideó sistemas económicos y morales para complicarse la vida. De qué servía todo aquello. Cuán vano y superfluo le resultaba ahora todo lo vivido, no sólo por él, sino por la humanidad.
Todo había sido para nada. Todo había sido para acabar cuando al universo le dé la gana y cayó en la cuenta de que, en realidad, el progreso no tenía un fin, un destino, si no que sólo hacía un poco más placentero el viaje por esta vida.
Descubrió la importancia del fuego cuando el frío de la altura comenzó a apretar y él, juntando unas ramas secas de los arbustos de la región, logró una fogata considerable y bien armada. No lo había pensado, claro, como todo hombre del siglo XXI, acostumbrado a la calidez de la estufa para repeler el frío del sur. Habituado a baños calientes, y salir en la comodidad de su toalla para degustar unos mates calentitos y un plato de carne asada.
El fuego. Todos aquellas costumbres a las que estaba habituado no serían posibles sin el fuego, sin la combustión del gas que llegaba por tubos a su departamento.
Y ahora, aquí, en medio de la nada, sin más amparo que el universo entero, helado, distante, sus ojos y su cuerpo se volcaban instintivamente a la fogata que había encendido entre un montoncito de piedras. Se calentó las manos y su cuerpo se inclinó como los árboles que se inclinan hacia una fuente de agua. ¡Ah! Ahora entendía a los antiguos. Recordaba haber visto un documental sobre el hombre de las cavernas, quienes cuando por casualidad descubren el fuego, lo tienen como una propiedad, la más valiosa de todas, y llevan las brasas de aquí a allá en las pieles de quién sabe qué animal, y se pelean por él, y quien lo posee es el jefe indiscutible de todo el clan. El fuego… se prometió, allí apartado de todo, que agradecería la presencia del fuego en su casa, cada vez que lo utilizara.
Escuchó un ruido atrás de él y, tomando una de las ramas encendidas, giró velozmente alzando la llama sobre su cabeza. Un cuadro espectral, único: Rubén, con la cara ennegrecida, las ropas sucias y ya un poco rotas por el roce con las espinosas plantas y la árida tierra, sosteniendo sobre su cabeza la indecisa luz del fuego, observando en derredor, penetrando las sombras con su mirada, en busca de algún animal peligroso, preparado interiormente para la batalla ancestral por el dominio del territorio. Por unos momentos volvió a ser un animal salvaje, con la supervivencia como único fin, como sus antepasados lejanos.
Avanzó unos pasos, con la llamarada crepitante echando chispas sobre su cabeza y una roca dura y sin pulir en su mano derecha. El sonido se produjo otra vez y, tal vez con ayuda de un poco de sugestión, vio moverse un arbusto bajo que había adelante. Lanzó la roca hacia la desértica planta y un bulto oscuro escapó a la inmensidad de las sombras del desierto. Un armadillo, o una rata de campo, o algo así.
Triunfal, con una sonrisa mortecina en el rostro, Rubén volvió victorioso hacia su hogar, junto al fuego. Echó nuevamente un vistazo a la pequeña región que iluminaba su "pirocreación", y sin lugar a dudas, se creyó dueño de aquel territorio.
Cuántas cosas comprendía ahora. Cuánto valoraba los pequeños detalles en los cuales jamás le había dado por pensar en la seguridad de su vida citadina. El hombre antiguo había hecho bien en progresar, o por lo menos, no le había quedado de otra: qué sentimiento tan natural aquél de su superioridad sobre los elementos, no podía sentirse de otra manera porque en verdad que el fuego paliaba con creces la soledad y la inmensidad del universo, y en verdad que había expulsado al invasor animal de su territorio.
Se inclinó junto al fuego y encendió un cigarrillo. Luego se sentó sobre la tierra, disfrutando el tabaco con innegable placer, henchido de orgullo hacia sí mismo. No tanto por sus recientes victorias, si no más bien por su nueva visión de las cosas, por su nueva comprensión de las cosas. ¿Y qué si el hombre antiguo, después de progresos similares a estos, le dio por divinizar objetos? Totalmente comprensible, ¡él tenía ganas de hacerlo ahora! El fuego parecía, verdaderamente, un ser vivo, un ser que le reconfortaba, le acompañaba y le daba calor. Hasta ganas de charlar con él le dieron.
¿Así que ésta había sido la historia de la humanidad? Primero, el desamparo total, el universo hostil que no da respuestas, y sólo da temores. Entonces el hombre crea, siente, piensa, inventa, y los temores de antaño son sustituidos por otros nuevos, más cercanos, más prácticos. ¿Volverá el animal? ¿Tengo comida? ¿Cuántos cigarrillos me quedan? ¿Hoy qué es, 20, en tres días tengo que volver?
Obviamente, discurrió, con el progreso la historia se tergiversó en una porquería. Jamás volvió el ser humano a sus viejos temores, a su desamparo inicial, y los hay quienes pasan su vida entera sin detenerse ni siquiera un momento a reflexionar sobre estas cuestiones. Muchos tienen la respuesta en el bolsillo, o en las palabras del cura de la iglesia de la esquina, o en su agenda llena de teléfonos de serviciales señoritas, pero… ¿y la brutalidad del universo vasto, oscuro y al acecho? ¿y la realidad de la muerte, del fin, de la nada, que es el destino de los hombres, en particular y en general? No, nadie se acuerda ya de estas cosas. Todo a sido suplantado por nuevas inquietudes, por nuevos temores, tal vez más complicados que los originales, ya sabemos cómo gusta el ser humano de intrincarse y perderse en palabrería superflua, y más nosotros, los latinos.
Sin embargo, todos volveremos a esa nada, todos seremos lo que un día no fuimos, todos caeremos en el vacío inmenso que reina sobre nosotros. Total, el hombre sigue siendo muy poco ante el universo, apenas conoce su planeta y ha visto algunas estrellas, sigue estando hace sólo unos segundos en el tiempo infinito.
Se durmió, con el amargo sabor de esta nueva verdad descubierta, y al día siguiente se levantó con el sol, recogió sus cosas, y echó a andar nuevamente sin rumbo fijo.
Atravesó un paraje desierto, bajó y subió por unos cerros, y al fin, llegó a un oasis formado por un riachuelo seco, junto al cual crecía un poco de pasto verde y algunos árboles.
Se internó en el lugar para descubrirlo y disfrutar de la sombra anhelada desde hacía varios días. El contraste maravilloso de la región con la tierra circundante le hizo pensar que, de ser uno de los antiguos y tener los medios, allí fundaría su ciudad capital, asentándose para descubrir la agricultura, dominar el desierto de alrededor y tal vez comerciar con otros pueblos lejanos. La historia humana seguía desarrollándose en su cabeza.
Sin embargo, algo hizo zozobrar sus ideas. Había alguien en ese lugar. Un viejo, sentado a la sombra de un árbol, miraba hacia el infinito con una ramita entre los labios. Era un paisano clásico, de postal, de aquellos parajes olvidados por la mano de Dios y del hombre. Pantalones desgastados, camisa dura y sombrero de paja, el hombre viejo como el tiempo, lleno de arrugas en su piel como cuero, vio venir a Rubén y le hizo una seña con la mano para que se acercara, y el joven así lo hizo.
Por un momento, el hombre sentado y el muchacho de pie, se miraron profundamente a los ojos, como midiéndose, como preguntándose tácitamente cuestiones tan profundas como el cielo que había observado Rubén la noche anterior. El silencio caía como plomo en todo el lugar y hasta podía oírse la misteriosa voz de los pájaros, los árboles, el viento y las sierras, a los que tantos cantores han dedicado coplas y guitarreadas.
Tras unos minutos, Rubén se sentó delante del recio varón del desierto, y continuaron así, mirándose, sin decir palabra, pero mediados por una amistad inefable y un reencuentro que esperaban desde hacía muchos años. Tal vez así era para el viejo, nunca acostumbrado del todo a tamaña soledad. El joven, en cambio, observaba desde la humildad que le daba su nueva verdad descubierta.
Al cabo de un rato, el viejo habló:
- Cuando encuentres la verdad, vuelve a mí - dijo.
Luego se levantó parsimoniosamente y echó a andar, despacito, a un caballo que esperaba cerca de allí, atado a la rama de un arbusto, y que el joven no había visto.

Texto agregado el 15-06-2005, y leído por 111 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-06-2005 uy, te felicito, me encantó. no pude parar hasta saber el final, felicitaciones otra vez juanitaR
 
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