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Inicio / Cuenteros Locales / juanro / La acequia - Pincelada Nº 1

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Ved caer a los ídolos de la razón. Contemplad como el raciocinio, el silogismo, la fría lógica y la perversa retórica, tartamudean, trastabillan y caen. Ninguna explicación racional cabe para la felicidad, de la misma manera que ningún consuelo cabe para el verdadero dolor. Pero la felicidad más pura, la de un niño, es algo que luego de grandes olvidamos. O quizás, perseguimos vanamente, en una loca carrera que se troca de “medio” en “fin”, ocupándonos plenamente y desviándonos de nuestro verdadero camino. El pequeño Juan, Juanito como le dice el abuelo, inspira profundamente cargando sus pulmones de aire, polen, polvo, y probablemente un millón de fragancias y bacilos y virus. ¡Ah! ¡Que terrible análisis haría un biólogo, un químico, por no decir un inspector de bromatología ni mucho menos la madre del susodicho! Pero qué joder, afortunadamente al crío lo único que le interesa es lo que tiene entre manos. El ni siquiera se detiene a analizar la belleza del momento, pues el análisis justamente es contrario a la esencia de la felicidad. No, el no mira con ojo escrutador a su alrededor, el está embebido de felicidad, está sumergido en el momento. Un momento perfecto, en una tarde de estío temprano, calurosa, pero que a la sombra de la alameda se torna agradable, donde él está sumergido en calzones en las aguas barrosas de la acequia, haciendo navegar su barquito de aquí para allá. El barco de plástico, una baratija de porquería que vino en una revista (opinión del padre) se ha transformado ante sus ojos en un gallardo velero como el del libro que leyó la noche pasada, que soporta estoico el embate de las olas. Desde el campo frutal cercano, la chacra como le dicen acá, llega el aire que mencioné antes, cargado de azahar y resinas, un aroma que si pudiera embotellarse sería el mejor perfume del mundo. Si somos capaces de imaginar, con toda nuestra fuerza, éste momento que describo, quizás estemos progresando. Si... agreguemos ahora el suave murmullo del viento entre las hojas de los árboles, el runrún del tractor de Tito por allá por el fondo de la chacra, la frescura de las aguas bañándonos las piernas, el brillo del sol entre las ramas que dibuja oblicuas y doradas cortinas en el aire levemente polvoriento. Ya casi estamos, ¿cierto?. Pues bien, falso, no estamos nada... porque nada se compara a las la claridad de sentidos, la agudeza del olfato, la sutileza del tacto y creo que, por sobre todo, la libertad de acción y la falta de preocupaciones de la niñez. Bueno pero, claro... yo como adulto no me puedo abstraer, no puedo hacer oído a las críticas tácitas que mi propio y amargo “yo” ya me está gritando aún desde éste momento, o las que voy a recibir después. Pero vamos, coño, que de las miserias, de los niños que sufren, de los menos afortunados, no se trata ahora. Ahora quiero llevarlos de vuelta a ese momento, a esa forma de ver las cosas, a esa parte de nosotros que se fue para no volver jamás, mal que nos pese. Todavía le faltan al pobre Juan quince años, quince largos años de húmeda amansadora para convertirlo en uno de nosotros, para apagar ese fuego que ahora ruge feliz y desbocado en su interior, así que dejémoslo un rato más con su barquito e intentemos evocar algo de ese mismo fuego en nuestro interior. Y la moraleja, la evocación, el final o la continuación de éste momento, corren por exclusiva cuenta tuya, querido lector...

Texto agregado el 08-06-2005, y leído por 141 visitantes. (0 votos)


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