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Venganza póstuma


Aún tengo pesadillas sobre ese desagradable incidente; el tiempo transcurrido y los muchos tratamientos psicológicos no han podido borrar del todo la huella que el suceso dejó en mi mente.
Actualmente estoy estudiando el sexto año de Ingeniería en sistemas y eso, gracias a Dios, me mantiene un poco alejado de mis obsesivos pensamientos.
La razón de mis repentinos cambios de ánimo se debe a un hecho que aconteció hace cinco años. En ese entonces yo cursaba sexto curso y tenía problemas en la mayoría de las asignaturas. Mi disciplina jamás subía de 16 y comencé a fumar y a beber muy seguido. La mayoría de veces, solo porque no soportaba la compañía de nadie.
Uno de mis pasatiempos preferidos era molestar a chicos débiles de cursos inferiores. Me complacía ver como corrían asustados al verme y trataban de huir para que no los alcanzara, pero yo corría más rápido y terminaba truncando sus intentos de escape.
De todos los chicos que molestaba, al que más me satisfacía golpearlo y mortificarlo con mis burlas, era a Esteban Benítez, un muchacho que tenía un alborotado cabello negro, baja estatura, un cuerpo regordete y ojos lagañosos. Esteban era esa clase de chico que parecía que nunca tendría éxito en su vida estudiantil, deportiva y ni se diga del ámbito social. Él era lo que se conocía como un “perdedor con todas las de la ley”.
No había un solo día que no me encargara de incordiarle la vida tanto como me era posible. Si bajaba las gradas del patio le ponía zancadilla, le quitaba el yogurt que siempre traía y se lo regaba en el cabello o en la ropa y le ponía un sinfín de sobrenombres como porky, gordinflón estúpido o panzón marica.
Había momentos en los que me daba lástima y me arrepentía de hacerle la vida imposible, especialmente cuando sus ojos se ponían vidriosos y su voz adquiría un tono de súplica.
–No te he hecho nada –decía casi llorando–, ya deja de molestarme.
Sin embargo, una malicia desconocida, una especie de odio irracional e injustificado no me permitía ceder. Cuanto más abatido lo veía, más daño quería hacerle.
Lo que yo no sabía era que Esteban Benítez tenía un problema depresivo grave y que mis continuas bromas lo podían llevar al suicidio. De hecho, lo único que yo veía en él, era un chico introvertido, callado y que vivía en su propio mundo. En conclusión, un chico susceptible a todo tipo de bromas.
Me enteré de su problema demasiado tarde... y de la peor manera.
Un lunes en el minuto cívico el Inspector General nos informó de su muerte. Instintivamente supe que era por mi culpa. El anterior viernes antes de que Esteban decidiera culminar con su desgraciada existencia, lo había humillado hasta el cansancio, lo que me produjo un fuerte remordimiento al llegar a casa.
–Jóvenes... silencio por favor –comenzó el licenciado Heredia tratando de llamar nuestra atención. Se veía preocupado y su rostro estaba un poco lívido–. La noticia que les voy a comunicar tiene que ser tomada con la mayor seriedad posible.
»Ayer, un compañero de ustedes, Esteban Benítez, de tercer curso, falleció a causa de una fuerte intoxicación. Sus padres encontraron varios frascos y cajas de delicados medicamentos en su dormitorio.
En el patio del colegio se produjo un silencio casi mortal. No se oía nada a excepción de algunos suspiros de sorpresa o condolencia.
Fabián, Ricardo y yo nos dirigimos una mirada de complicidad. Estábamos asustados y nos sentíamos culpables por lo ocurrido. Por suerte, nadie más que nosotros tres, sabía lo que había acontecido ese lluvioso viernes.


El viernes en nuestro colegio teníamos taller hasta las 15.35 por lo que solíamos regresar más tarde a nuestros hogares.
La mayoría de estudiantes tomaban transporte escolar a excepción de unos pocos que debíamos ir y venir de nuestra casa por nuestros propios medios. En este grupo se encontraban Fabián, Ricardo, algunos compañeros conocidos y por supuesto... Esteban, mi víctima de siempre.
–Vamos a joderle un rato al porky para divertirnos un chance –dijo Ricardo cuando salíamos del colegio–. ¿Qué dicen?
–De ley –dije yo–. Vamos a buscar a ese panzón antes que se vaya a su casa.
–Yo no puedo acompañarles –intervino José–. Tengo una gripe del carajo, y parece que va a llover.
–Sí, claro –se burló Fabián, otro compañero que se unió al grupo ese momento. Se quitó la mochila de los hombros y la dejó en el suelo–. Lo que pasa es que te ahuevas.
–No es eso. En serio tengo que irme. Además ustedes a veces se pasan con sus bromas y llega un punto en que parece que lo hicieran más por odio que por fastidiar a ese pobre man.
–Mejor no digas pendejadas, Pepe –dije golpeándole en broma la espalda–. Si no te vas rápido te vas a poner enfermito y luego tu mamita no te va a dejar venir al colegio el lunes.
–Está bien. Entonces nos vemos el lunes, cabrones de mierda.
José era un amante de las frases coloridas y no tenía ningún reparo en decirlas, siempre que no hubiera un profesor cerca.
Cuando José ya había recorrido una cuadra, se detuvo y nos hizo una señal obscena con el dedo.
–¡Ya te gustaría que te de eso por atrás, homosexual! –gritó Ricardo para que José pudiera oírlo.
–Ahora sí –dije frotándome las manos para calentármelas; el frío hacía que se me entumeciera todo el cuerpo, especialmente las manos y la cara–, vamos a buscar a ese gordo marica.
Sabía que no sería muy difícil encontrarlo porque siempre caminaba muy despacio, como si admirara el paisaje. Yo sabía el trayecto que seguía porque una vez lo había correteado casi hasta llegar a su casa, que estaba a cuatro cuadras del colegio. Esa vez sí que había sido para matarse de la risa. Ver al pobre porky, pálido y sudado, corriendo a toda velocidad con su mochila que amenazaba con caérsele de los hombros y con una mirada de pánico. Era un espectáculo único.
El camino que tenía que atravesar era casi desértico y rodeado de nubes de polvo. Parecía que en ese terreno iban a construir un condominio o algún edificio.
Caminamos unas tres cuadras en dirección oeste con respecto al colegio hasta que divisamos a Esteban; parecía distraído y ensimismado, como siempre.
–¡Al ataque! –gritó Ricardo como si se tratara de una proclamación de guerra.
Fabián y yo lo seguimos y comenzamos a perseguir al pobre porky hasta que lo alcanzamos a los pocos segundos.
–¿A dónde crees que vas, panzón gay? –le dije con tono despectivo
–¡Déjame en paz! –respondió él, tratando de librarse de Fabián y Ricardo, que le sostenían los brazos.
–No te muevas, no te queremos hacer nada –intervino Ricardo.
–Sí, solo queremos pasar un rato contigo y... conversar –agregó Fabián.
–¡Ya suéltenme! Si no me dejan ir, el lunes le voy a avisar al Inspector.
–¿Ah, sí? –Le di un puñetazo en el estómago y por unos instantes me pareció que no podía respirar.
–Tranquilo, David –dijo Fabián un poco asustado.
–¡Eso te pasa por ser un chismoso maricón! –Le dio otro golpe en el pecho con el puño tan cerrado que me dolieron los nudillos.
Esteban comenzó a toser y tenía los ojos rojos; estaba al borde del llanto. Eso, en lugar de hacerme desistir, me puso eufórico. Sentí una extraña alegría malsana y, en lugar de frenarla, decidí darle rienda suelta.
–Ya creo que deberíamos dejarlo, David. Este man puede contarle todo al Inspector y ahí sí que nos jodemos –expuso Ricardo.
–¿No cierto que no le vas a ir a contar nada al Inspector, porky? –pregunté a Esteban, sabiendo de antemano lo que respondería.
–No... no le v-voy a decir nada a nadie. So-solo quiero que me dejen ir.
–Ya ven, no hay problema. Nuestro amigo, porky, no nos va a acusar porque sabe que esto sólo es una broma, ¿verdad, Esteban?
–Sí. –Los ojos de Esteban ya estaban llenos de lágrimas.
–Ya vámonos –dijo Fabián soltando al muchacho. Ricardo hizo lo mismo.
–Adelántense ustedes. Yo tengo que hablar unas cosas con mi amigo.
–Ya no lo jodas más, loco. Ya fue suficiente –dijo Ricardo.
–Sí, ya sé. Pero yo no le quiero hacer nada, sólo quiero conversar con él.
–Entonces, hasta el lunes, David –se despidió Fabián.
–Ahí te ves, pana –dijo Ricardo.
Cuando vi que mis compañeros se perdían de mi campo visual retomé mi tortura.
En un lado del camino había una franja de césped húmedo y fangoso a causa de la lluvia; arranqué un pedazo, agarré a Esteban por la camisa antes de que escapara y le restregué el pedazo de tierra lodosa sobre el rostro.
Esteban comenzó a llorar y a gritar pero eso sólo me puso más frenético. Lo arrastré por unas montañas de piedras y arena que más tarde serían utilizadas para la construcción.
Por fin decidí dar fin a su suplicio, no sin antes quitarle los zapatos y refundirlos en un charco que había cerca. Luego le advertí que si contaba alguien lo que le había hecho, el lunes a la salida, le daría una golpiza que lo dejaría casi muerto. Por su mirada, intuí que me creyó.
“No le diré a nadie” fue lo que le oí decir por última vez antes que decidiera suicidarse el domingo.


Cuando llegué a casa no encontré a nadie y todas las luces estaban apagadas. Sentí miedo de que hubiera pasado de nuevo. De pronto, las piernas se me debilitaron pero me obligué a explorar la casa y tratar de encontrar una explicación para la ausencia de mi madre y Fernando, mi hermano menor.
Deseé con toda el alma no encontrar a mamá en la cocina, ensangrentada y sin conocimiento, y a Fernando, en alguna habitación sumergido en estado catatónico.
Entré a la cocina, encendí el interruptor y por unos segundos cerré los ojos para prepararme a contemplar una escena desagradable; sin embargo, cuando los abrí, todo estaba en orden. Los platos del desayuno estaban en el platero, el piso estaba baldeado y olía a desinfectante. Las ollas estaban en los compartimientos correspondientes y no había indicio de que hubiera ocurrido algo malo.
Continué mi exploración en los dormitorios, los cuales se encontraban en el segundo piso. Primero ingresé al de mi madre y no había nada fuera de su lugar. Luego entré a la habitación de mi hermano y después a la mía con los mismos resultados. Por último revisé el estudio y tampoco encontré algo inusual. Me tranquilicé y fui a la cocina para servirme alguna cosa porque estaba hambriento. Consulté el reloj de pared de la sala. Marcaba las 6.25, lo que significaba que me había tardado casi tres horas en llegar a casa sólo por molestar a aquel infeliz.
“El tiempo pasa volando cuando uno se divierte”, pensé.
Tomé una lata de coca-cola de la refrigeradora, y también la mantequilla. Cogí un pan del aparador y un cuchillo del platero y fui a sentarme a la mesa del comedor. Apenas me senté, ya había terminado mi coca-cola. Cuando iba a buscar otra lata, al lado del servilletero, vi de manera casual una hoja de libreta con la letra de mi madre:

David, tu hermano se puso mal del estómago, así que lo llevé al médico.
No te preocupes si llegamos tarde; ya sabes que hay que aguantar unas colas inmensas hasta que el doctor atienda.
Te dejo tu almuerzo en el refrigerador. Sólo tienes que poner las tarrinas en el microondas.

La nota de mi madre me dejó más tranquilo y despejó mis temores.
Sin embargo, poco a poco, y de manera subconsciente, los recuerdos y traumas del pasado volvieron a mi mente mientras me quedaba dormido en la silla del comedor. La intensa actividad de aquel día me había agotado por completo.


Hace cinco años, cuando estaba en primer curso, regresé a casa a las cinco y media de la tarde de un viernes con un ojo morado como resultado de una pelea en el colegio. Cuando abrí la puerta oí unos llantos lejanos que provenían de una habitación de arriba. No me alarmé demasiado porque sabía que era mi hermano que seguramente estaba llorando por alguna tontería como todo niño de cuatro años.
Estaba nervioso por lo que diría mi madre al verme llegar con la camisa del colegio rasgada, la nariz sangrando y un ojo morado. Me dirigí a la cocina, que era el lugar en el cual mi mamá se encontraba casi las 24 horas del día. Las manos me sudaban y presentí que recibiría un fuerte regaño.
De haber sabido lo que me iba a encontrar en la cocina hubiera preferido gustoso el sermón más severo y largo del mundo.
Entré en la cocina, esperando ver a mi madre calentando la comida o picando cebolla como siempre, pero en lugar de eso la vi tendida en los azulejos verde-azules del piso... casi muerta.
Tenía la mirada perdida, el cabello era una sola maraña de sangre, y tenía heridas de cuchillo en el estómago y en el rostro.
Por unos instantes me quedé contemplando la escena sin saber que hacer.
Corrí por las gradas que daban al segundo piso y los gimoteos de mi hermano se hacían cada vez más lastimeros y agudos.
Entré a su habitación y lo vi sentado en un rincón. Tenía sangre en el labio inferior y lloraba con hipidos entrecortados.
–¿Qué pasó? –pregunté sin ánimo de conocer la respuesta que ya comenzaba a rondar mi cabeza.
–Papi go-golpeó mami. –Se levantó saliendo por fin de su ensoñación y se abrazó a mis piernas–. Tengo mie-miedo.
Sentí odio y asco hacia mi padre y en ese momento me importó un comino el cuarto mandamiento. Honrar padre y madre... Las palabras venían a mi cerebro como una recitación vacía y sin sentido. ¿Cómo podía querer y respetar a un tipo que siempre pasaba borracho y maltrataba a mi madre y a mi hermano sin motivo? ¿Cómo podía olvidar todos los gritos salvajes proferidos por mi padre aduciendo el estúpido pretexto de que él era el hombre de la casa y podía hacer lo que le diera la regalada gana?
Solo el gemido de dolor proveniente de la cocina me sacó de mis cavilaciones de ira y confusión y llamé a una ambulancia y luego a mi tía Marta, la hermana de mi mamá, explicándole lo que había sucedido.
–Tranquilo –dijo tratando de serenar lo más posible su voz, aunque no lo lograba del todo–, voy para allá.
En el hospital, el doctor que atendía a mi madre dijo que había recibido múltiples heridas y que tenía una fuerte contusión.
Mi tía Marta decidió hacerse cargo de Fernando ya que mi madre debía quedarse por dos semanas en el hospital recuperándose.
Después de ese traumático suceso, mi madre confesó que mi padre casi la había matado por no haberle tenido lista una camisa que necesitaba para ir al trabajo.
El ver a mi mamá tendida sobre la cama de esa fría habitación de hospital, con magulladuras en todo el cuerpo y conectada al suero, me produjo un fuerte resentimiento contra mi padre. Pecado o no, sentía desprecio y ganas de matarlo. Un gusto amargo recorría mi garganta.
Pasaron algunas semanas antes de que mi madre se recuperara y le pidiera el divorcio a mi padre pero él se negó a firmar el documento que daba por terminada toda esa farsa matrimonial, así que mamá decidió seguir un juicio por causal de maltrato. Transcurrieron por lo menos tres años y ese maldito juicio de divorcio no parecía llegar a su fin así que mamá decidió no insistir más. Mi padre se fue de la casa y volvía de vez en cuando para fastidiar a mi madre aunque no con mucha frecuencia desde que se había conseguido una libertina para que le calentara la cama.


Estaba por levantarme e irme a mi dormitorio cuando el timbre de la puerta sonó. Con las extremidades pesadas y entre dormido y despierto fui a abrir la puerta.
–Hola, David –saludó mi hermano pequeño cuando entró–. El médico me mandó un montón de jarabes y pastillas. ¡Qué asco!
–Hola, mamá –dije en cuanto vi que mi madre se aproximaba a la puerta. Fernando se había adelantado a timbrar.
–¿Cómo estás, mijito? ¿Comiste el almuerzo que te dejé en la refrigeradora?
–No todavía, mamá. Lo que pasa es que llegué bien tarde del colegio.
–Bueno, ahora te tienes que comer eso en la merienda, David.
–Sí, mamá. Y, ¿cómo les fue donde el médico?
–Bien, pero tuvimos que esperar casi dos horas hasta que el doctor se desocupara de otros cuatro pacientes.
En la noche apenas probé bocado. Ya no tenía hambre a causa de los recuerdos rememorados y un repentino arrepentimiento provocado por haber martirizado con sadismo a Esteban.
–Gracias, mamá –dije y me despedí de mamá y mi hermano que apenas me contestó porque estaba viendo una película en el televisor pequeño de la cocina.
Subí a mi dormitorio y cerré la puerta con llave. Nunca me he sentido bien si una puerta no esta apropiadamente cerrada y asegurada por la noche.
Vi algunos canales sobre deportes, otros de películas y también un noticiero que ese momento anunciaba, como parte del servicio social, que una niña de ocho años se había perdido. Me quedé dormido dejando encendida la televisión.
El sábado me dolía la cabeza y no tenía ganas de levantarme de la cama.
–¡David, ya está puesto el desayuno! –gritó mi hermano para que me despertara, aunque ya unas horas antes el sueño me había abandonado.
–¡Ya bajo! Me estoy vistiendo.
Cuando bajé un desayuno con huevo tibio, jugo y leche me esperaba sobre la mesa.
–Buenos días, mamá.
–Hola, hijo. ¿Cómo amaneciste?
“Hecho mierda. Me duele todo el maldito cuerpo”
–Bien, mamá.
Luego de desayunar, el día siguió con la rutina de siempre: ver televisión, dormir, almorzar, ver más televisión, merendar y dormir otra vez.
El domingo hice casi lo mismo, excepto por la compra de dos latas de cerveza en la tienda. También me dediqué a igualarme un poco de Historia y Literatura.
El lunes mientras caminaba para el colegio sentí un nerviosismo sin causa aparente, hasta que recibí la noticia de la muerte de Esteban. Ese momento comprendí que lo que sentí en la mañana había sido un presentimiento, un desagradable y profético presentimiento.


–¿Qué le hiciste después de que nos fuimos, estúpido? –me preguntó molesto Ricardo cuando ya estábamos regresando a nuestras casas.– ¿Qué mierda le hiciste a ese pendejo para que se suicidara?
–¡Nada! No le hice nada.
–No nos vengas con esas huevadas a nosotros –dijo Fabián agarrándome de la camisa del uniforme.
–¿Qué diablos les pasa?
–¿No te das cuenta de los problemas en que nos podemos meter por haber fastidiado a ese man?
–Nadie, a parte de nosotros lo sabe, así que cálmate Ricardo.
–No seas imbécil –agregó Fabián–. Algunas personas nos vieron molestando a ese gordo marica varias veces y el Inspector sospecha algo. En el recreo me preguntó si lo conocía.
–No se preocupen, no va a pasar nada –les aseguré.

El enfrentamiento con Fabián y Ricardo, y lo del suicidio de Esteban Benítez, me dejaron trastornado toda la semana. Apenas pude probar bocado durante esos días, lo que preocupó a mi madre.
–No te veo bien, hijo –dijo una mañana–. Creo que debo llevarte a ver al médico.
–No es nada, mamá. Sólo estoy tenso por los exámenes que tengo que dar el jueves.
–Está bien, pero si te duele o te molesta algo quiero que me avises para llevarte al médico, ¿bueno?
–Sí, mamá.


Las cosas no mejoraron con el transcurso de los días. Al contrario, empeoraron.
El Inspector General y los profesores me tenían fichado como el típico alumno problema que fastidia a los otros más débiles, lo que los hacía sospechar que yo tenía algo que ver con el suicidio de Esteban Benítez.
–Mire, señor Dávila, no lo queremos acusar de ningún modo de lo que sucedió con el chico de tercer curso –me dijo el Inspector el día viernes a la salida–, pero quizá usted puede decirnos algo que nos ayude a entender porque él... se suicidó.
–Yo no me llevaba con él. No se me ocurre porque hizo eso.
–No me trate de ver la cara, señor Dávila. Varios estudiantes dice que lo vieron a usted y a otros dos chicos molestando en repetidas ocasiones a ese muchacho.
–Solo le hacía algunas bromas pero eso era para... era para que aprendiera a reaccionar; nada más.
–¿Le parece a usted que golpear y hacerle la vida imposible a alguien, sea una forma de hacerle reaccionar?
–Bueno, yo creo que sí.
Se suponía que era una de esas preguntas retóricas a las cuales uno no debe contestar pero obviamente yo la había cagado, por lo que mi espontánea y sincera respuesta se convertía ahora en insolencia.
–Esa actitud lo va a perjudicar a la hora de presentar su informe en la junta de profesores, señor Dávila.
Permanecí en silencio. No tenía ni idea que debía decirse en esos casos.
–Ya puede irse, eso era todo. Hasta el lunes.
Regresé a mi casa, preocupado, por las consecuencias que mis impulsivos arrebatos pudieran tener en mis calificaciones.
Para colmo, me sentía terriblemente mal por esa cuestión del suicidio. Tenía ganas de llorar y desahogarme, pero simplemente no podía. Las lágrimas se mostraban reacias a seguir su habitual rutina. En vez de eso, un fuerte dolor de pecho –como si el alma misma me doliera– me invadió haciéndome sentir como una porquería.
“Lo maté, lo maté”, me repetía constantemente.
De repente, todo lo malo que había hecho antes, palidecía al lado de este nuevo suceso. Haberle robado cinco dólares a mi madre para ir a tomar y fumar, parecía ahora una insignificancia; haber perdido un año en el colegio, tampoco parecía tan grave. Ni siquiera el hecho de ser insolente y enfrentarme físicamente a la mayoría de profesores y tener las peores calificaciones era la gran cosa. Y eso era porque simplemente ahora era culpable de algo mucho peor: haber instado con crueles maltratos a un chico que nunca me había hecho nada, a que se suicidara. Estaba seguro que si el infierno realmente existía, no habría la menor posibilidad de salvación para mí.
Los meses transcurrieron y la culpabilidad no me dejaba tranquilo. Lo único bueno que sucedió en esa época fue que el Inspector había dejado de asociarnos a mí y a mis dos amigos con el caso de Esteban Benítez, debido a que no tenía la certeza de que nosotros le hubiéramos hecho algo como para que se suicidara. Aparentemente, me había salvado. Pero que equivocado estaba al suponer eso. Mi castigo apenas comenzaba. Un castigo mucho peor que ser expulsado del colegio o encerrado en una correccional: el maldito cargo de conciencia y el acoso por parte del espíritu de Esteban Benítez.
Tenía miedo de dormir; cada vez que lo hacía, volvía a rememorar el día en que mortifiqué a ese pequeño niño gordo con el cabello alborotado. Pero la escena era diferente. Ahora, yo era el perseguido, el que huía, y él, una especie de vengador que trataba de alcanzarme con una mirada de odio y venganza.
Cada noche se aproximaba más y más. Y justo en el momento que parecía atraparme, yo despertaba empapado en sudor y con el cuerpo temblando en un espasmo de terror indefinido.
Pero no sólo a través de los sueños me atormentaba. También lo hacía en el día y en la tarde. Los cajones de mi escritorio donde hacía las tareas, se abrían y se cerraban solos, y el radio y la televisión parecían perder la señal, oyéndose de fondo sólo un llanto de desconsuelo, de amargura.
Esto ocurría cuando estaba solo por lo que nadie me creía. Mi hermano y mi madre pensaban que me estaba volviendo loco cuando les contaba lo que había pasado.
–Ha de ser tu imaginación, David –decía mi madre para tranquilizarme.
Sin embargo, el que no me creyeran, sólo aumentaba mi angustia.
Ya había pasado el año lectivo y estaba por graduarme (había aprobado los exámenes de grado por los pelos) pero todavía no podía librarme del cargo de conciencia y de la maldita presencia. Siempre me acompañaba a todos lados. Donde yo iba sucedía algo extraño o desagradable. Por ejemplo, en la fiesta de graduación de mi curso las luces empezaron a fallar y a la hora del baile una chica se resbaló y quedó inconsciente tras golpearse la cabeza contra el suelo.
Normalmente hubiera creído que se trataba de una coincidencia, pero después de tantos accidentes de ese tipo, y que ocurrían sólo cuando yo estaba presente, no me quedó la menor duda de que Esteban Benítez tenía algo que ver.
Poco a poco, la gente se iba alejando de mí (después de todo, ¿quién quiere estar al lado de alguien que sólo causa percances a su alrededor?) y eso me sumió en una oscura depresión.
Ya no sabía que hacer y no teniendo nada más que perder (excepto talvez la poca cordura que me quedaba), decidí enfrentar a Esteban de la única manera que sabía: en mis sueños.
Así que una noche, habiendo tomado un somnífero para no despertarme, me dormí y esperé a que Esteban apareciera.
Mi espera no tardó mucho. Esteban apareció en el escenario en donde yo lo había torturado por última vez. Parecía enfadado y amenazante. Su rostro estaba contraído en una mueca de odio.
Comenzó a caminar lentamente hacia mí. Tenía puesto el uniforme del colegio: pantalón negro, un saco azul con el escudo del instituto y una camiseta blanca.
–Me mataste –dijo con un tono frío pero sereno.
–Tú te suicidaste –le recordé–. Yo... yo sólo te moleste un poco ese día, pero tú te mataste.
–Sí, pero fue por tu culpa. Tú querías que me mate.
–No. Yo sólo quería molestarte un rato pero no quería que murieras. –Mi voz perdió el poco aplomo que le quedaba convirtiéndose casi en un susurro.
–Sí, sí querías. Me odiabas. Yo nunca te hice nada, pero me odiabas y deseabas verme muerto.
–Bueno, me caías mal... no sé porque, pero realmente no te odiaba.
Hubo un prolongado silencio. En realidad no debió ser más que unos segundos en el sueño, pero a mi me parecieron horas. La mirada de Esteban todavía seguía clavada en mí, esperando alguna reacción de mi parte.
–No recibiste ningún castigo por lo que me hiciste –dijo al fin–. Incluso tus amigos que te ayudaron a humillarme ese viernes, tuvieron compasión por mí..., en cambio tú, tú querías que me sintiera todavía peor...
La tranquilidad en la voz de Esteban comenzó a perderse. Subía el tono cada vez más, a la vez que se acercaba a mí.
–Pero ya te desquitaste, ¿no? ¿Acaso todo lo que me ha pasado hasta el momento no es por causa tuya?
–¡Sí, pero no es suficiente! ¡Me trataste muy mal y por eso me suicidé! ¿Sabes lo que les ocurre a las personas que se suicidan?
–No.
–¡Pues, que no pueden descansar en paz! Cada día vuelvo a vivir una y otra vez la tortura a la que me sometiste sin razón alguna. Sólo... sólo porque te caía mal.
–No sé... talvez puedo hacer algo para ayudarte...
Al principió se limitó a observarme, como si no hubiera una solución al problema, pero luego habló:
–Bueno, sí, hay una forma.
–¿Cuál?
–Debes escribir esta sentencia cada hora de tu vida hasta que mueras: “Por mi culpa, el chico al que humillé sin razón, se suicidó”, sino no lo haces, los accidentes van a ser más frecuentes y puede que una noche te asustes tanto que te dé un infarto, no despiertes más y vengas a hacerme compañía.
–Esta bien, lo prometo.
–Si lo haces, cuando escribas esta sentencia la última hora de tu vida, yo podré descansar y.... no tendré más asuntos pendientes por lo que deba preocuparme.
–Lo haré –le prometí a aquella desdichada alma en pena que sufría (y sufre) por mi culpa.


Ahora, cinco años después, llevo escrita esa frase unas cuarenta y tres mil ochocientas veces y he tenido que comprar hasta el momento siete cuadernos universitarios de líneas para cumplir con tal tarea.
Siempre me pregunto –sobretodo en las noches cuando me acuesto a dormir– cuantas veces hasta el último aliento de mi vida, habré de escribir esta sentencia que me hace sentir permanentemente culpable y en deuda.

Texto agregado el 08-06-2005, y leído por 964 visitantes. (0 votos)


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