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Y ese era tal vez el peor de sus miedos. Verse perdido en ella. Allí, donde nadie podría ayudarlo, donde nadie podría darle jamás una respuesta. Donde ni siquiera el sol quisiera ser su aliado. Era un paranoico, tan sólo un ser taciturno que recorría las mismas calles: Siempre los mismos caminos. No quería atajos, ni alternas vías extrañas. El bar de siempre, los vagos de siempre en el camino a casa de siempre. Y le aterraba la caída del sol casi tanto como la gente que no responde preguntas. Casi tanto como la certidumbre de una soledad que parecía quererle hacer compañía eternamente. Y procuraba mirar nomenclaturas, conservar la normalidad y todo el estoicismo de la monotonía propia de sus días. Procuraba no correr el riesgo de extraviarse por siempre en ella, la imponente, la deslumbrante de muros grises, la de los corazones fríos que ya no latían, la del mundanal ruido que en el fondo escondía el más profundo y desesperanzador de los silencios. Un silencio que jamás sería roto ni siquiera por él, ni siquiera por su mudo grito de auxilio, de miedo. Pero justo aquel día, cuando empezaba a sentirse liberado de todo temor, cuando comenzaba a tranquilizarse oyendo el agradable ruido de tanta mala polución citadina, cuando el caos no podía ser más grande, cuando en su cabeza se escuchaban incesantes todos aquellos corazones que nunca antes se dejaron escuchar, todas las malas músicas imaginables, todas las copas de vino cayendo al suelo, los vagabundos cantando delirantes, los trenes sin destino, las balas, los gritos... Cuando sólo tenía en su cabeza todo aquel demencial ruido se sintió tranquilo. Como anestesiado. Insensiblemente indiferente a cualquier miedo. Tomó una cerveza de más. Y tan pronto salió del bar, se pudo dar cuenta de que el sol se había cansado de esperarlo, que la calle que pisaba no tenía el nombre que solía tener, que los vagabundos no se veían por ninguna parte, que los carros desalojaron definitivamente la avenida, que el lugar del que acababa de salir ni siquiera existía ya. Que nadie respondería a sus preguntas. Que nadie iba a querer ayudarlo. Que los corazones habían dejado de latir... que el silencio se había apoderado de todo. Que sus desesperados intentos de encontrar una salida no iban a ser suficientes. Que ya no era inmune al temor. Que por el contrario, el más profundo de los miedos invadiría sin reparo cada centímetro de su alma. Que no había nada que pudiera hacer. Que ahora estaba perdido en ella. Que siempre lo iba a estar.

Texto agregado el 03-09-2003, y leído por 214 visitantes. (0 votos)


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