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Era costumbre en la Villa Sopaipilla, allí donde se dormía una vez al mes, ponerse serios al menos esa noche. La eterna jarana a la que se entregaban –deliciosa evasión que hacíales olvidar todo cuanto tuviese que ver con tierras más allá de la frontera-, era detenida abruptamente para dar paso a ese paréntesis de sosiego y reflexión tan inexplicablemente necesario.

En ese instante, el sumo sacerdote ya estaba sentado en su trono en lo más alto de su torre unipersonal, dispuesto a dar el vamos de un momento a otro al rito de esta oportunidad. Se arregló los vestidos, eructó por última vez y dio la señal. Un gesto de su mano y ya no había más música, ya no más movimientos pélvicos ni aceite de bacalao en los cuerpos. Había que ubicarse, entrar en sintonía con la propia conciencia y hacerse de la idea que, al menos por espacio de unos minutos, todo sería orden y sensatez.

A esa hora el sol había desaparecido; en ese entonces, también en sus vidas. Toda actividad se desarrollaba al calor de la fogata y a la luz de las luciérnagas. La luna se asomaba majestuosa en una noche sin estrellas.

Cuando las ninfas del bosque, siempre las últimas en calmarse, hubieron tomado su lugar, el sumo sacerdote –de nombre Cocaíno IV- comenzó: “Nos hemos aquí reunido para vivir la sesión número doscientos setenta y un mil trescientos cuarenta y nueve de purificación colectiva. Pido al respetable que por favor determine a quién ha de castigar hoy en honor a la verdad y la justicia: a este sucio y andrajoso ladrón de migas de pan o a éste… que se hace llamar Waldo, rey de los sin voz y representante del hombre aquí en el cielo.

La situación era más que desfavorable para el pobre Waldo. No sólo la multitud se impacientaba al querer acabar pronto con el juicio para reanudar su juerga interminable, sino que el personaje aludido provocaba verdadera repulsión. “Además de declararse mago”, decíanse unas a otras las deidades reunidas en la plazoleta de San Pejerrey, “asegura que le gusta leer y que por nada del mundo le hace a los estupefacientes”.
- ¡Cuelguen a Waldo, el blasfemo! –gritaron todos al unísono.
- ¡No los escucho! –dijo el sumo sacerdote.
- ¡Cuelguen a Waldo, el “rey de los sin voz”! –volvió a vociferar la gente.
- ¡Más fuerte ese grito!
- ¡Cuelguen de los pies a Waldo!

La emperatriz, que había asistido a la performance con su mejor vestido y se encontraba a un lado de Cocaíno IV, díjole al oído a éste: “Ya ve usted, su Majestad, a veces hay que oír la voz del pueblo”. “Así sea, oh Raquel, emperatriz de estas tierras y reina del mote con huesito”, fue la respuesta.

Waldo, que en verdad no era más que un ermitaño medio loco que a nadie le había hecho daño alguno, fue colgado de los pies. Cocaíno miró a la sacerdotisa, una muy eficiente secretaria, y ésta le dijo:
- Señor, la rueda de la fortuna indica que le tocó electricidad.

Dicho esto, apareció en escena uno de los guardaespaldas del sumo sacerdote y le aplicó electricidad a los testículos de Waldo ante la mirada inmisericorde del auditorio. A nadie le importó que el sujeto demostrara en otros tiempos gran templanza, y que incluso hasta hace no mucho presidiera la organización de ayuda a dragones con malformaciones congénitas.

Waldo sufría. Le dolía, además, la barbarie divina en su contra. Estaba pagando con su preciada fertilidad la cobardía de aquellos incapaces de mirarse a sí mismos, que callaban sus culpas proyectándolas en otros. Dónde se ha visto que los buenos pierden… Y en eso pensaba, cuando de improviso encontró la muerte al desatársele los pies producto de sus contracciones y caer ensartado en una de las puntas de la reja que protegía la torre de Cocaíno, que por cierto fue heredada de sus antepasados, los Ratzinger.

Hecho esto, el sumo sacerdote leyó a toda velocidad el salmo y dio la bendición final. Ahora venía lo mejor.

Entre el humo que despedían unas máquinas compradas en oferta, apareció el mismísimo Diablo, esposo de la emperatriz y verdadero amo y señor de la región. Tomó el cáliz, lo alzó a sus condiscípulos diciendo: “Este caso está ¡cerrado!”.

Y mientras de los parlantes divinos sonaba una samba y toda Villa Sopaipilla se entregaba a aquél éxtasis místico, dos enamorados, desde el balcón de su propia torre y fundidos en un abrazo, miraban todo esto con la ironía de quien se sabe espectador ajeno al mundo y ha elegido reírse de la payasada en lo que se han convertido hombres y dioses.

Estallaron los primeros fuegos artificiales y la pareja ya no estaba allí.

Texto agregado el 03-06-2005, y leído por 172 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
18-09-2006 tanta creatividad en tu cabeza merece 5 *. ismaela
10-08-2006 Muy entretenido. me encantó la ironía de los nombres de lugares y los cargos de Waldo. Al final es así, ¿no? Los hombres siempre terminamos convertidos en algo que no vale la pena mirar. ***** s1ndrome
02-08-2005 ¡¡Bravo!!... No sabes cuanto esperaba poder decirte esto. Sabes que me encanta lo que haces y esta narración me pareció particularmente ingeniosa, creativa y sarcástica. Grandioso el final... "miraban con la ironía de quien se sabe espectador ajeno al mundo..." Un aplauso y un abrazo. Je t'aime. JeSuisDesole
03-06-2005 Esto está conmovedor, increíble, bravo! Te daría mis 5 y más ¡ =) Saluti, baci ed arrivederci ¡ fuagaith
 
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