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Criaturas crepusculares

Un nervioso taconeo, una escalera en diagonal a la pared, un rectángulo encendido en el techo, una sensación inexplicable, gotas frías cayendo al suelo crujiente como un campo de hojas secas, el camino se alarga inútilmente, la escalera crece en escalones y en penitencia. Dos tipos lo acompañan, ambos no dicen nada, sólo caminan erguidos, como dos monolitos de piedra. Alonso gira la cabeza buscando sus ojos y no encuentra nada. Sigue avanzando despacio como se camina en un entierro, en el antepenúltimo escalón, al sentir el peso del rectángulo sobre sus cabezas, se detienen, uno de los monigotes levanta el brazo derecho y con el antebrazo empuja la puerta. Los tres la cruzan completamente. La puerta se cerró tras los pies de Alonso.

Conducía lentamente su nuevo auto, un escarabajo color rojo diablo del año, a su lado una mujer lo acompaña, se trata de su nueva secretaria, una linda piuranita de veinte abriles. Joan siempre conduce sin música de fondo, y eso que su auto tiene un equipo último o, con CD, mp3 y todo. Pero él no es de bulla cuando maneja, - eso corta toda intención primaria de socializar -, dice. Prefiere oír los interminables ruidos de la ciudad o, como en ese caso, el hilo ineludible de una conversación en proceso. Se dispuso a cruzar la ciudad entera para beber unas cervezas y degustar el inolvidable sabor de la salchicha alemana con mostaza dulce del Rincón cervecero.
- Es que yo adoro mi centro de Lima –, explicó a su acompañante que se preguntaba porqué conducir hacia un lugar tan horrible como Lima estando en pleno Miraflores, una incógnita dibujada en su rostro pulcro, una sonrisa de protesta y más adelante, cerca de la avenida Iquitos, un estruendoso choque de dos buses, un grupos de ladrones de la zona recogiendo todo lo que pueda servir. Coge su cartera de la que saca un cigarro negro y lo enciende con un palito de fósforos, el mismo que terminó volando por la ventana hasta caer veinte metros atrás sobre la negra autopista. Joan ensaya un silbido sin sentido, una respuesta para borrarle las arrugas insípidas de la frente y ese ceño fruncido entre las cejas. – Si quieres vamos a otro lugar, adonde tu quieras -. El color le volvió al hermoso rostro norteño, el ceño fruncido se le terminó disipando, dejando ver sus dos perfectos arcos color castaño que enmarcaban divinamente los luceros insomnes de sus ojos de gata. Un perturbador cruce de piernas y se produce el cambio de segunda a tercera, la mano frágil como una pluma al viento se posa sobre su hombro fornido y la palanca de cambios dibuja un línea vertical hacia la cuarta, el acelerador a fondo y el contómetro que sube hasta los noventa K.p.h. – vamos a comer a otro lugar. Me han hablado maravillas de un nuevo local en Chorrillos. Dicen que es un sitio diferente y se comer bien además -. Joan giró el timón a la altura del óvalo Grau con rumbo a Chorrillos, el humo plomo del cigarro los abrigaba por completo mientras que la otra mano tocaba la suya en la palanca de cambios, por primera vez prendió la radio del auto, la música sonaba fuerte y nítida, una bonita balada en inglés amenizaba el largo viaje al sur, con destino a cualquier parte.
Dentro del altillo una mesa ovalada y negra estaba colocada en medio del ambiente, habían dos sillas puestas una frente a la otra. Sobre la mesa una jarra con agua y dos vasos chatos y redondos, una caja rectangular finamente tallada en el exterior, y que por dentro estaba forrada con terciopelo verde, sobre el que descansaba impávido un revólver Colt plateado con el mango de marfil y seis balas plateadas calibre treinta y ocho, de las cuales, sólo una pondría fin al endemoniado juego. La sangre comenzó a circularle lento en las venas, sentía como latían sus sienes, frente a él, su contrincante no se inmutaba con ninguno de su gestos de natural nerviosismo, la habitación no tenía nada más, tan sólo la mesa, las sillas y esa sensación de final aleteando en la buhardilla como una cucaracha agonizante.

Al llegar al local, Joan notó que el lugar se ubicaba demasiado lejos de la ciudad, además vio que se erguía igual que un árbol centenario a un lado de la carretera al sur, rodeado de algunas casas precarias y uno que otro tanque de agua abandonado, vacío o completamente inutilizable. Pensó interrogándose quién podría venir a un lugar así pero no halló respuesta, aún así, el estacionamiento frontal lucía colmado de autos, en su mayoría camiones, buses interprovinciales y de transporte público y varios autos antiguos en perfectas condiciones. Cerca de la puerta principal tres motocicletas permanecían encadenadas a un poste de luz, el olor del cuero ajado de las mochilas laterales, las calaveras humeantes pintadas sobre los tanques de combustible y las gruesas llantas traseras unidas con fuertes cadenas cromadas al chasis, completaban la imagen característica de los road devil´s made in Perú.
Joan tenía miedo de entrar, se había hecho la idea que aquel sitio extraño era como esos restaurantes que americanos para camioneros y motociclistas americanos como en las muchas películas de sábado por la noche. La piuranita en cambio, se sentí excitada, entusiasmada con las sola idea de alternar con gente tan diferente a los que ella trataba a diario en el trabajo y en su barrio, lo cogió del brazo y bruscamente lo jaló hacia el interior de lugar. La noche caía cada vez más su el negro propósito, el sonido de la naturaleza provenía de un grupo de pantanos cercano al restaurante, el cielo embetunado carecía de estrellas aquélla noche, al fondo, sobre el mar invisible como el inmóvil humo de un cigarro en un cuarto cerrado y sin ventanas, una nube gris yacía estancada al horizonte, seguramente que esa noche llovería también.
Dentro de la fonda las cosas carecían de sentido, parecían haber sido sacadas de la imaginación de un orate, -sólo a un loco se le puede ocurrir decorar un lugar así -, pensó, a la vez que buscaba una mesa donde acomodarse con la piuranita, o en algún lugar de la barra, para acabar de una vez con esta absurda velada. – y tampoco ella lo vale tanto -, seguía divagando al mismo tiempo que miraba con mala cara todo el ambiente.
El lugar tenía diez mesas distintas entre si, o sea de diferentes formas (las había cuadradas, cuatro en total, dos redondas, una rectangular, la larguísima barra usada también para comer, y dos mesas octogonales como las de póquer, que incluso tenían la franela verde y los cajones laterales para la fichas, pero vacíos) en cada mesa, un florero disímil, desde un vaso alto y transparente conteniendo unos jazmines, hasta una maceta color ocre donde reposaban amablemente dos que tres geranios.
Todo el restaurante estaba pintado de rojo vino, incluso el techo, de donde además colgaban cuatro arañas de cristal en forma de arañas. La barra era sin llegar a exagerar, la más grande y surtida que había visto en su vida, vista de frente o de costado, los espejos la daban la impresión de profundidad abismal, repitiendo los anaqueles por cientos, todos colmados de botellas de todo tipo de licor de todas partes del mundo, - una gran colección sin duda, para envidiar -, dijo, entre tanto una de las mesas cuadradas se desocupaba. Ésta llevaba un horrendo mantel floreado color rosado de plástico, lleno de agujeros hechos por los cigarros que resbalaban inesperadamente de un cenicero mal trabajado. Sobre la mesa una cartilla con los precios de los platos del día se alzaba al costado de una botella de vidrio cortada diestramente, donde sobresalían cuatro rosas rojas. Después de unos minutos, dieron su orden a una mesera hosca, sucia y regordeta, la que apuntó los pedidos en una libreta pequeña que contenía cientos de recibos amarillos sin llenar.
Encendió un cigarro, el mismo que colocó cuidadosamente en el cenicero. Un segundo después el cigarro caería sobre el mantel rosado tan agujereado, sin que nadie le tome la importancia debida. Pidió además una copa de martini para su dama y un trago de tequila llamado cucaracha, bien cargado, el cual bebió de un solo sorbo cuando aún se mantenía encendido, el fuego le quemó la boca sino que encendió su garganta tanto que no pudo resistirlo por mucho tiempo, se puso de pie golpeando la mesa, lo que provocó que cayeran de la copa de martini pequeñas gotas diáfanas sobre el mantel. – Tengo que ir al baño -, explicó, a la vez que se dirigía rápido hacia los servicios para aplacar el calor infernal que le quemaba la garganta.

Uno de los tipos cogió el arma cuidadosamente, la abrió, la mostró a los retadores, estos asintieron conformes por la legalidad del revólver, le colocó la única bala verdaderamente de plata, ésta llevaba inscrito a un lado del casquillo la cifra nueve veinticinco, la volvió a mostrar y de nuevo, ambos asintieron al proceso, giró el tambor fuertemente con la palma de la mano, luego lo cerró con seguridad para luego ponerla sobre la mesa y, con un movimiento de mano, la hiciera girar incesablemente. Giró por un minuto más o menos hasta que el cañón se detuvo apuntando el pecho de Alonso, recién supo que su suerte estaba echada.
Dicen que el primer disparo es definitivo para la consolidación del juego, el primer tiro casi nunca trae consigo la bala final, estadísticamente, la bala siempre sale al tercer disparo, y si se trata de cine, casi siempre sale al quinto tiro o no sale nunca. Pero esto no es cine, y la bala salió y mató a quien tuvo que matar, y el sonido seco dentro del altillo ensordeció a los presentes, y los sesos desparramados ensuciaron además de las paredes y el piso, los trajes oscuros de los dos bravucones cómplices. Alonso tuvo la suerte del inofensivo primer disparo, de ese que no cuenta para las estadísticas, y eso lo tenía momentáneamente tranquilo, aunque el hecho de cargar un arma tan letal y sabiendo que alguna recámara contenía la bala, ya es sinónimo de intranquilidad. Desde arriba en la buhardilla, no se oía la música del local ni las voces de los comensales, sólo un silencio sepulcral entre cuatro paredes y un techo, ese taconeo incesante propio del nerviosismo que se vivía en el interior del cuarto, el cigarro consumiéndose lentamente y concentrándose al máximo, se podría llegar a oír el incansable andar multitudinario de las termitas en la madera, que también era el techo de la establecimiento.
Su acompañante ya había abandonado el local con un motociclista endemoniado, después de la pelea que sostuvieron en el comedor. Habían llegado al restaurante como a las seis de la tarde, todo se desarrollaba con normalidad, habían ordenado dos hamburguesas con papas a la francesa y dos gaseosas negras y heladas. Él era un escritor incipiente recién llegado de Europa con un solo libro a cuestas, titulado Ardores de luna llena, donde contaba un largo y muy ual romance entre una mujer y su amante, también mujer, solamente a la luz de la luna llena, la que al parecer provocaba alguna especie de hechizo en las dos mujeres, el mismo que las hacia olvidar a sus familias, a sus hijos, y el hecho de que eran además cuñadas. Estos amoríos sólo ocurrían las noches de luna llena. El fin no lo recuerdo muy bien pero creo que ambos esposos aceptan el amorío lunar y hasta acceden a ser parte de esa extraña aventura. No le fue muy bien con el libro aquí en el Perú, pero con el tiempo logró editarlo en España donde le fue mucho mejor. Ella era su amiga de barrio desde la infancia, no había nada más que decir, salvo que era una hermosa mujer, furiosa amante y complaciente acompañante.
Habían llegado al restaurante temprano por la tarde ya que Alonso tenía una reunión de promoción en la noche, la idea era sólo cenar, conversar un rato, intercambiar vivencias, pactar una nueva salida juntos, tal vez a bailar, o a escuchar algo de música o en último de los casos refugiarse en algún hotel decente hasta que los despierten los primeros rayos del sol. Ella le contaba acerca de el último romance que sostuvo con un turista Holandés al que había conocido en la Plaza Mayor. Le detallaba los encuentros amorosos que mantuvieron durante su permanencia en el Lima, Alonso escuchaba sin interrumpir cada detalle contado al milímetro, cada beso , cada abrazo, cada encuentro brutal en los hostales pulguientos del centro de Lima, no paraba de hablar mientras que Alonso imaginaba cada escena en su mente, a colores y con efectos de sonido y todo, lo que provocó (luego que Laura le contara de aquélla vez que de tanto a contracorriente, no podía ni caminar hasta el baño a limpiarse la sangre, optando por quedarse tendida sobre la cama durante todo el día hasta llegada la noche junto a su gringo holandés que de vez en cuando le pedía un rapidito como para amenizar la larguísima tarde que transcurría tan despacito, despacito) que a Alonso se le derramara en tubo del ketchup sobre la impecable camisa blanca con rayas negras Ralph Lauren, embarrándolo todo, hasta el caballito azul que juega polo tan estáticamente. Se paró entre alarmado y furioso dirigiéndose veloz al cuarto de baño. En ese largo lapso, un avezado motociclista encuerado se acercó a la mesa que Laura compartía con Alonso, y al verla tan sola decidió cortejarla con esa sutil caballerosidad que caracterizan a los animales, o sea, entre burlesco, atarantado, tierno y torpe, lo que en lugar de molestarla mas bien la sedujo más, al punto de coquetearle descaradamente al caballero de cuero y hasta obsequiarle un tímido ósculo en los peludos labios justo cuando Alonso salía del baño todo empapado y con una camisa rojiblanca a rayas, lo que armó la tole, terminando minutos después con Alonso sobre el piso, todo magullado, y con el motociclista toqueteándole el culo a Laura mientras se dirigían a su enorme y costosísima Harley Davison.
Una hora más tarde, cuando Alonso estaba completamente borracho, coqueteando descaradamente con la pareja del dueño del local, fue que se produjo el caos total, cuando en pleno beso en el delgado cuello de la chica, dos pares de manos grandísimas cogieron a Alonso de la camisa manchada y le increparon por aquel contacto con la mujer de su jefe, a lo que Alonso contestó con un desparpajo propio del hombre que odia la vida, que ellos, la mujer y en especial su jefecito, podría irse directamente a la mismísima mierda; lo que trajo como consecuencia una nueva golpiza, y, luego que la sangre llegara al río o a los oídos del jefe, que en ese caso era lo mismo, ese atrevimiento lo conllevaría a un reto a muerte. La sangre le volvió a la cara y la borrachera había pasado a segundo plano, al mismo tiempo que junto con los dos guardaespaldas se dirigía rumbo al altillo de local como quien camina temerosamente a través del purgatorio.

Bebió varios y grandes sorbos de agua del lavabo, estaba fría lo sintió en la garganta, el agua le refrescaba del ardor provocado por el amargo trago de tequila. - Tal vez estaba vencido el licor, no creo que una sola copa halla producido tal ardor -. Se mojó el rostro tratando de disipar las pocas lágrimas de sus ojos, volvió la mirada al espejo, éste cubría toda una pared de extremo a extremo, de arriba hasta el borde de la jofaina hecha del mejor mármol nacional, que produce Arequipa. La grifería era dorada, pero no de oro, el olor fuerte a lavanda y a pino se propagaba por todo el amplio baño, los pisos de mayólicas turquesas y celestes lucían impecable. Un sujeto vigilaba apostado cerca de la puerta a todos los que utilizaban los servicios, vestía traje oscuro tenía una mesa elegante llena de utensilios para el baño, desde toallas de cara, hasta perfumes baratos y de olor fuerte, el tipo era el más silencioso que Joan había visto, aunque le pareció raro que aquel señor estuviese en un lugar tan lúgubre y siempre con una gran sonrisa en el rostro ofreciéndote de todo, jabones con aloe, perfumes y hasta caramelos de menta de diversas marcas. –me da unos caramelos de menta, señor, para calmar este ardor –, le pidió antes de retirarse del lugar y retornar a su mesa. – Dígame, este lugar tiene tiempo acá -, le preguntó cuando se disponía a encender un cigarro, el tipo lo miró, no sabía como decirle que frente a sus narices había un gran letrero que decía prohibido fumar en lugares públicos como ese, pero le era tan difícil prohibirle a la gente algo, sobre todo a tipos como Joan, tan amables, de esos que ya no existen. Conversaron un buen rato, hablaron de todo, acerca de sus vidas, también sobre el local; el tipo de baño le contó varias anécdotas increíbles, Joan oía como cuando era niño y su abuelo le contaba historias a la hora de dormir, las escuchó como si nadie lo esperara afuera, en la mesa, bebiendo eternamente un mísero martini, fumando uno y otro cigarro y preguntándose porqué diablos se le había ocurrido salir con un tipo, tan miserablemente ordinario y simplón. Parecía que habían transcurrido horas dentro del baño porque cuando salió a darle el encuentro a su acompañante, ésta ya no estaba en la mesa ni tampoco la copa de martini, tan sólo encontró el vaso vacío de tequila, su saco oscuro sobre el respaldar de la silla, la cuenta escondida en un estuche de cuero negro y una tarjeta escrita con tinta azul que decía; . Leyó el mensaje atinando sólo a sonreír con molestia, dejó dentro del estuche de cuero negro un billete de veinte soles y una moneda de cinco para la propina de la camarera para luego regresar al baño y retomar la gratificante conversación, en vano interrumpida por una cita inútil, pensó.

El segundo disparo le tocaba a Brando Antunez, el garoto para los amigos y para los enemigos. Había llegado al Lima hace unos diez años, proveniente de la selva brasileña (algunos, malintencionadamente dicen que el garoto es más peruano que el tacacho con cecina, o mejor dicho, que era loretano y que sólo conocía Brasil por el cruce de fronteras abiertas entre los dos países) con mucho dinero ganado con el contrabando de madera y del narcotráfico, con la idea del retiro y de abrir su propio negocio y vivir tranquilo lo que le restaba de vida. Pero este negocio no terminó siendo muy rentable y mezclo el restaurante con los trabajos sucios que antes hacia, creando la mafia sureña, encargada del tráfico de drogas en todo Lima y en especial en los balnearios públicos y privados de las playas del sur. Era un tipo rudo, fuerte, siempre bronceado, y siempre elegante, mujeriego empedernido, pésimo de carácter aunque blando y justo con los suyos, además de súper celoso con sus mujeres. Alonso había cometido el error de enredarse con la engreída de Brando en su propio local y todavía en sus narices, eso era una ofensa, y más aún, con un valor agregado, que merecía la muerte, pero también era verdad que Alonso no sabía nada, y si algo caracterizaba al garoto es que era un persona al fin y al cabo justa. Hablaron un rato corto, Alonso no sabía como pedir disculpas con tanta gente en el salón, así que no habló nada de nada. Brando estaba furioso pero lo disimulaba muy bien, - que hacemos con usted. Sé que no sabía lo que hacía, que no conocía este lugar, que su novia se había largado con uno de mis hombres, pero todo eso no es suficiente excusa, algo hay que hacer – dijo Antunez con tono sarcástico, provocando las burlas silenciosas de los demás. – Miré, tiene usted razón, es una ofensa muy grave, pero como le dije, yo no conocía a la mujer -, trató de explicarle, de hacerlo entrar en razón, pero su mirada poco convencida no cambiaba, salvo por un gesto adusto y de impaciencia. – Pero no puedes coquetear con una mujer desconocida, y todavía teniendo pareja -, le reclamó efusivamente.
- ¿Pareja? esa puta de mierda no es mi pareja, además me abandono por un vago –, le increpó con muchos nervios, provocando el descontento de los presentes por lo dicho de su compañero. – Mira, no me importa si tu mujer sea una puta, pero no te vas a meter con mis hombres ¿estamos? Quién mierda te has creído para hablar así delante mío, y de una mujer – dijo completamente molesto y harto de la conversación. – Tiene razón, disculpe mi intromisión no tenía derecho de hablar así de su compañero, pero de mi acompañante puedo decir lo que quiera. Además es la verdad, y sí, coqueteé con esa mujer pero ella también coqueteó conmigo. No va ahora a decir que no le gustó – explicó, dejando el ambiente en silencio, a Brando enfurecido y a los demás en espera de la órdenes del jefe. – quiero que subas a mi oficina dentro de cinco minutos, tú y yo vamos a terminar esto de una buena vez -, indicó antes de dar media vuelta y dirigirse hacia unas escaleras que iban, al parecer, a ninguna parte. Alonso pidió que lo acompañarán al baño antes de regresar a la oficina, quería mojarse una vez más para tratar de quitarse el dolor de cabeza. En el baño, le pidió al conserje que conversaba entretenidamente con un tipo, que le diera una pastilla para el dolor, la misma que tomó con un largo sorbo de agua mineral. Después se dirigió hacia su inevitable cita.

- A éste ya le tocó su hora, qué habrá hecho -, señaló el conserje, cortando la amena conversación que sostenía con Joan. – Acá siempre pasan estas cosas, todo el tiempo ocurren cosas parecidas, es que el jefe tiene muy mal carácter -, le explicó mientras Joan veía como se alejaba el tipo por el restaurante, cabizbajo, enjuto y custodiado por dos gorilas de terno oscuro. - ¿Y a donde lo llevan? –, le preguntó curiosamente a su nuevo amigo, quien lo miraba de reojo al mismo tiempo que limpiaba el espejo con una franela blanca. – Al jefe le gusta desafiar su propia valentía, siempre hace lo mismo, nunca lo resuelve como cualquiera que estuviera en sus zapatos lo haría, él no, en ese aspecto es todo un hombre -, dijo entre admirado y temeroso de que alguien lo oyera. Joan lo escuchó pero la curiosidad lo mataba, se despidió del conserje y luego empezó a seguirlos, esperó que se alejarán un poco más para que no lo vieran, - ten cuidado hijo, que si te encuentran te puede paras algo -, lo exhortó aunque inútilmente, Joan estaba decidido a seguirlo, se despidió con un golpe fraternal en el hombro y salió del baño en dirección a la extraña escalera.

Se encontraba sentado en el penúltimo escalón con la oreja pegada al techo, que en realidad se trataba de una puerta horizontal, el duelo se encontraba en el quinto disparo, los cuatro primeros se habían producido en un ambiente de tensión inquietante pero no había ocurrido nada, Joan escuchó claramente toda la escena, se la imaginó, imaginó el lugar , pensó que él estaba presente, imaginó la mesa, el arma plateada, y la bala que aún no salía de ésta, imaginó a los testigos, todos vestidos de terno negro y con gafas oscuras, todos en silencio y serios como una lápida, se imaginó el rostro de los contrincantes, el miedo del quinto disparo, el sudor que caía sobre el piso, que era el techo del restaurante, oyó los rezos del to disparó, oyó sus ruegos pidiendo que la bala saliera al encuentro de una cabeza de una vez, se veía tranquilo, pero Joan podía oír la aceleración de sus latidos, y el taconeo incesante de unas botas vaqueras, el quinto disparo no se producía, la tensión crecía en todos, hasta en Joan que se mordía las uñas con voracidad, entonces sintió el martilleo repentino del arma, visualizó unos ojos cerrados, unos labios pálidos, y el temor en el ambiente, sonó furiosamente el arma pero increíblemente la bala no salió, lo que puso fin a la tensión en Joan y seguramente también en el afortunado que acababa de salvarse.
Pensó en el tipo cabizbajo que había entrado al baño, rezó para que el haya sido el que le tocó ganar, divagó un instante pensando en todo lo que había ocurrido ese día, pensó en el restaurante, en la piuranita, que seguramente estaría revolcándose con el motociclista, pensó en el tequila quemándole la garganta, en el tipo que parecía caminar en dirección al paredón, pensó por unos segundos cuando inesperadamente, oyó un disparo seco y final, alguien cayendo al piso con brusquedad, vio unas gotas rojas y espesas que se colaban por las rendijas del techo cayéndole sobre el brazo derecho y otras más sobre un plato con sopa que bebía muy a gusto un anciano que nunca se dio cuenta de la coloración rojiza de su caldo de gallina. Un instante transcurrió antes que la puerta del techo se volviera a abrir, Joan bajo rápidamente y se instaló en una mesa octogonal vacía, que tenía un florero común y corriente pero sin flores, tres tipos bajaron, los tres estaban vestidos con trajes oscuros y con gafas de sol, se dirigieron hacia el bar, se pidieron unas cervezas y brindaron. - Por el jefe – dijo uno, chocando los vasos con los otros dos; - si, por el jefe, que siempre encuentra la manera de ganar -.

Texto agregado el 31-05-2005, y leído por 315 visitantes. (0 votos)


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