Quisiera no ser tan cobarde y cobrarle el tiempo a los días que se han ido ya.

Nada parece ser lo mismo, aunque la vida vaya despacio. A veces pienso que esta rueda del tiempo no tiene fin. Que nunca va a parar de girar, porque a pesar que sus vueltas sean un nudo que se deshace con el don de la paciencia, no tiene fin. Pero creo que tampoco tiene principio. Es una carta sin remitente que no tiene destinatario. Una sonrisa que se ahoga con las disculpas del caso.

Ojalá, por lo menos, que los pasos que se den en el camino por el que vamos duren lo que vale una mirada de reojo al recorrido que dejamos atrás.

Quisiera haberle dicho tantas cosas cuando me miró a los ojos. Y por un momento llegué a pensar que lo sabía, que intuía lo que mi corazón le deseaba desde el fondo de mi alma.

Pero, así no vamos a llegar a ningún lado.

Y es que apenas ahora recuerdo cuán necesarias son las palabras en este momento. Como cuando me sonrió y ocultó su tristeza tras la sonrisa de siempre, que no era la habitual. Y, sin embargo, se quedó ahí, como esperando un roce de labios en plena madruga.

Ahora debe estar preguntándose qué pasó por mi cabeza y cuáles fueron mis motivos de amor. Siento que ni siquiera yo tengo respuesta a esas preguntas.

Quizá fue falta de valor. Tal vez no tengo la fuerza de voluntad necesaria para dominar mi voz. De seguro fue sólo un discurso subversivo y amoral de las costumbres que me inculcaron. O, a lo mejor, me estoy ahogando en una gota de mar sin necesidad.

Es posible que ella no piense nada en este instante y yo me esté haciendo falsas ilusiones. Y cómo no hacerlo si sus cuencas me interrogan con la inquietud de siempre. Algo quiere (o quería de mí) y no he sabido contestarle. Talvez si mañana le doy un grano de esperanza cambie de decisión.

No sé si la pueda detener. Tampoco sé si el tiempo para ello sea el adecuado ahora. Solo me resta esperar a que el sol aparezca y me pida cuentas por adelantado sobre el nuevo día que se acerca. Y sí así es, cómo decirle que no. Basta con que me de un poco de confianza para serenar mi sueño. Otras veces se ha abierto a mí en circunstancias parecidas. Sin embargo, esta vez es diferente y no he sabido acechar sus intenciones.

El intento de su voz, que dispuse fuera la mía desde que la vi, ya no es el mismo. Suena a perforación. Como si tuviera la necesidad ahuecada de tanto soñar, y no me parece justo. Yo no fui el culpable de su cotidianidad en estos días. Ni siquiera estuve en la línea de sus trincheras cuando tomó la palabra final. Sino que, al contrario de los dictados que le apetecieron la arrogancia, la dejé libre para que decidiera, para que fuera ella la que dispusiera de todos los elementos cruciales, para el sí al no de su nueva vida...

Y ahora que lo piensi, dio muy buen resultado, tanto que olvidó la razón de ser de nuestras vidas. ¡Ja! ¡Ja! ¡Nuestras vidas! Cuán vanas suenan estas palabras. Las mismas que se cubrieron de miedo al saber que algún día se encontrarían a la orilla del camino, donde ahora estoy parado, tiritando de frío y extrañando el calor de aquel pecho que cubrió mi alma en otras noches.

No puedo decir que celebro su esfuerzo, pero me disgusta saber que no fue el único y que tampoco será el último. Sin embargo, acepto sus pasos, qué más me queda; lo hecho, hecho está y no hay quién pueda desatarlo ya.

Ojalá que la muerte le siente mejor a ella que a mí.