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Don Aurelio.

Silencio. Una tenue luz filtrándose por la hendija de la puerta de tablas. El único rancho existente en 200 km.
Al golpear por tercera vez la puerta, esta se abrió. Un hombre de alrededor de 80 años, moreno y curtido me recibió con una sonrisa en la que mostraba todos sus dientes, en el mejor de los estados.
Suelo de tierra compacta. En la pared que daba al norte, un agujero no más grande que cuatro palmas hacia de ventana. Techo de caña tiznado y paredes cuarteadas. En una de ellas, un clavo. Del clavo, colgaba un rosario y dos estampitas de la virgen de los milagros. Una única vela iluminaba el cuarto.
Fue allí donde me detuve a preguntar por la cercanía del próximo pueblo, tenia entendido que encontraría hospedaje y cena.
-Don Aurelio. Pa servirle-.
Después de mi presentación y mis preguntas, el viejo, tras una larga pausa me dijo que una vez que llegue al cruce, tome el camino hacia el oeste, donde se pone el sol. Pasara por el cementerio, girará a la izquierda y de allí siguiera derecho por la ruta 11 .
En los 15 minutos que duró su explicación había hervido el agua de la pava. No pude rechazar el yerbeado ni la tortilla cocida al rescoldo.
Me explicó que ese camino lo había transitado hacia varios años atrás. Dos veces en una misma semana. Que ahora los dos arbolitos que había frente al cementerio estarían más grandes.
A pesar de mi cansancio y notar que ya oscurecía, no pude dejar de escuchar su relato.
Comenzó hablando de la importancia de la gente del pueblo. Que hacia un tiempo atrás había tenido que viajar en dos oportunidades (180 k m distantes) hasta el municipio de San Antonio. Allí, le habían dicho, solucionarían su problema.
Ya en San Antonio, mientras esperó durante cuatro horas ser atendido, escuchó con atención la conversación de dos hombres de corbata negra, el mismo color de las maletas que suspendían forzosamente de sus manos blancas. Ellos hablaban de otro país y de la economía.
Ese día bajó y subió varias veces la misma escalera. Siempre con el mismo papel en la mano, asombrándose con cada nuevo garabato. Una vez sellado, le dijeron que el encargo llegaría mañana por la mañana a su domicilio.
Salió del edificio caminando despacio, cinco cuadras lo separaban de la estación del tren, una vez allí, extrajo de su bolsillo un billete arrugado al que cambió por un boleto. Sintió otra vez el traqueteo del tren apoderándose de su cuerpo, 180 km de vías bajo sus pies. Sentados frente a él, dos hombres hablaban de pistones y bielas, cilindros y válvulas.
En el rancho del Eusebio, el Pedro y el José también hablaban de la economía, aunque ellos no sabían donde quedaba.
Los domingos era día de ginebra y truco.
Todo lo relatado, me dijo, fue antes del temblor. - El único rancho que sigue en pie es el mío. Y aquí vivo-.
Una semana antes del temblor fue cuando murieron las mellizas. La María sangró durante cuatro días. Al tercer día de muerta la primera, murió la segunda.
Fue en esa semana que volvió nuevamente a San Antonio a reclamar por el cajoncito que no llegaba y a pedir otro. Allí le dijeron que cajoncitos no tenían, pero que había uno grande en el depósito sin usar. A Don Aurelio se le iluminó el rostro al contarme que volvió al rancho con el cajón nuevo.
- Un cajón lindo, de esos que dona la gente rica. Lástima que la María no lo pudo ver. Ella, en mi ausencia también se me murió. La comadre dijo que de puro parir se quedo sin sangre la pobrecita-.
- La comadre la vistió. Todita la tarde del viernes estuvimos con la comadre, el Eusebio, el Pedro y el José tratando de meterla, pero no, no se pudo. La María se había hinchado por "la" calor, vio. Así es que no quedó má' remedio que sajarla pa' que se le vaya el aire. Ahí sí. Sobró lugar. La pusimo' a la María y una criatura de caa' lao'. Con ponchos y mantas pa' que no se sacudan camino al cementerio. Y ahí, ahí en el cementerio, cuando lo pase, es que tiene que doblar pa' la izquierda-.
Le agradecí el yerbeado y la tortilla. El viejo, sin prisa y sin pausa descolgó las estampitas de la pared y las colocó entre mis manos.
- Tome mijo, pa que las virgencitas lo acompañen-.
Cuando pasé frente al cementerio observé dos robles centenarios, de allí giré hacia la izquierda y tome la ruta 11.
Una vez en San Antonio, encontré hospedaje. Mientras esperaba ser atendido, dos hombres (periodistas, creo) le preguntaban al conserje sobre un aparecido. El conserje asintió, les dijo que la historia es de unos 100 años atrás, que un hombre joven, llamado Aurelio al haber perdido a su mujer he hijas, y después que un sismo que le destruyera el rancho, se suicido ahogándose en un aljibe. Que el alma pena por el campo y que más de un viajante dice haberse encontrado con él.
Tanteé mi bolsillo, allí estaban las dos estampitas. Fin.
Nauj.
Nota al lector: Jamas detenerse en un rancho perdido en el medio de la pampa. ¿Qué? ¿Qué si todavía conservo las estampitas?

Texto agregado el 14-05-2005, y leído por 95 visitantes. (0 votos)


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