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VENGANZA

Era una mujer —estoy seguro de ello—; lo supe cuando se sentó en mí a horcajadas. Su perfume dulce contrastaba con el olor amargo, agrio del pubis, que me hacía cosquillas más allá del ombligo. Estaba desnuda debajo de su piloto.
Logré captar su mirada: asomaba entre la máscara oscura que cubría casi todo el rostro. En lo profundo de la noche, juraría que pude escuchar las gotas de sudor que corrían debajo de la máscara y caían en mi pecho, tan fuerte que dejaban cráteres.
Todo era escalofriante, armonioso: el latido de su corazón, acelerado; el mío, extrañamente lento y desmayado, pesado, renuente… Como si supiera lo que me iba a suceder.
Mis muñecas estaban atadas a la cabecera de la cama con lo que quedó de una sabana desgarrada. Yo permanecía tendido en la cama, debajo de la mujer. Ella, con una mano, me sujetaba el cuello; con la otra asía el puñal por sobre su cabeza.
Mis pies no estaban atados a la cama.
Una vela en la mesa de luz dibujaba sombras en el techo, que danzaban al ritmo del viento que entraba por la ventana, cuyos cristales estaban dispersos en partículas por la alfombra y por el sillón. En la pared tras de mí se veía la sombra verde oscura de una botella de vino vacía.
Pude haber gritado, pediendo auxilio a los departamentos contiguos; pero había en esa mirada suya algo que me intrigaba tanto que me hacía permanecer en un silencio absolutamente cómplice.
De pronto, elevó ligeramente el brazo que ya lo tenía en alto… la hoja del puñal resplandeció fugazmente.
Era una mujer, estoy seguro de ello. Es más: la conocía. Quizás hasta hubiese podido dar con su nombre, sí lo hubiese intentado; pero no quise romper el clima de misterio que ella intentaba mantener.
Y así, por fin, el brazo descendió como saeta y el puñal...
Su respiración se aceleró; pero no más que la mía. El arma atravesó mi esternón. Y fue en ese instante en que ella se deshizo en un dulce llanto.
El dolor era insoportable. Todavía estaba consciente. Sentí cómo el aire, frío, penetraba por la herida y me recorría por dentro. Se me secó la garganta y respiraba con dificultad. Congelado estaba y desnudo, tendido en total exposición; y empecé a sentir como fallecía lentamente, célula a célula.
Alcanzaba a ver algo, pero todo era borroso. Ella permanecía sobre mí, más yo no la sentía. Secaba sus lágrimas con la manga y hacía gestos. Supuse que, en el fondo, le estaba doliendo tanto cómo a mí.
Ya no sentía mis piernas, tampoco mis brazos. Estaba completamente paralizado.
Y en eso ella se apartó de la cama -y de mi cadáver- y se dirigió a la ventana por donde, minutos antes, había entrado furtivamente a la habitación. Me observó por última vez, y eso es todo lo que recuerdo.
Después, nada; sólo frío y ausencia, oscuridad y silencio.

Texto agregado el 14-05-2005, y leído por 183 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
06-11-2007 Dice Bataille algo así como que en el paso del estado normal al deseo erótico existe una fascinación por la muerte. Es eso lo que me transmite el texto. Dolor y placer, amor y odio se unen en la venganza. Fascinante!! andrula
 
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