Cuando terminé de pintarme vi en el espejo una imagen dantesca. El vestido negro que llevaba, un camisón de encaje de mi abuela, descolorido y hecho jirones por los bajos, me daba un aspecto de zombi venida a menos que sólo se atenuaba por el maquillaje y la peluca negra despeinada que me había colocado.

Como corolario a tal atuendo, me había pintado las uñas negras y un reguero de pintura carmesí bajaba de la comisura de mis labios hasta el cuello.

En un momento dado, el teléfono del salón comenzó a sonar sin que nadie fuese capaz de descolgarlo y salí despavorida del baño, emitiendo a la vez que corría, una serie de improperios, propios de una loca. En mi afán de llegar a tiempo, cosa que no conseguí, salí a oscuras y en mitad del pasillo me topé de bruces con mi marido que emitió tal grito al verme que se le desencajó la cara, o eso intuí porque estaba encasquetada en una máscara de goma con aspecto de gnomo del bosque, con los ojos abiertos para que los suyos pudiesen ver, la boca excesivamente coloreada y la nariz y las orejas tan desproporcionadas que rallaba en la exageración. Al metro ochenta y seis de estatura que medía, había que añadir el pelo de la careta: rojo brillante y acabado en punta, hacia el cielo, como si hubiese metido en ese mismo instante los dedos en cualquier enchufe de la casa y le hubiese dado una descarga eléctrica.
Me vinieron a la cabeza los dibujos animados que veía cuando era pequeña donde a los personajes les pasaban cosas inverosímiles.

Aquel grito me frenó en seco, y tuve que reaccionar yo también dado que ninguno de los dos sabía de qué se iba a disfrazar el otro, eso es lo que habíamos acordado dos horas antes, cuando decidimos salir a dar una vuelta, improvisar el disfraz.

A la primera reacción, lógica por otra parte, vino la segunda: las risas. Era para vernos, los dos en el pasillo de la casa, hechos unos adefesios y riendo hasta casi el ataque de hipo, con el corazón todavía acelerado por el susto inicial.

Todavía me río al recordarlo.