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UN CUENTO ORIENTAL




Afuera llovía. El invierno, más largo que otros años, se resistía a abandonar el valle, y en el templo todos esperaban que las nubes, por fin, dejaran paso al cielo limpio, único, de cada nueva primavera. El anciano avivó los rescoldos, para que los niños no sintieran el frío de la mañana, y se sentó en la tarima, esperando su llegada.

Entraron los más pequeños corriendo, sacudiéndose el agua con alboroto, y les recibió la sonrisa del maestro. Luego los de más edad, apresurándose a ocupar lugares cercanos, detrás del círculo de los primeros. Llegó el último , tranquilo, empapado: Naisel, el de las extrañas preguntas, y no reclamó un puesto en el suelo, sino que permaneció de pie. Observaba, a través del corredor, la lluvia que caía.

Ya estaban en silencio. Iba a comenzar el hombre su lección, cuando Naisel se volvió hacia él y dijo:

- Maestro, ¿qué es la tristeza?

El anciano miró a Naisel, luego a los más pequeños, y comenzó a hablar

- “Hace mucho tiempo, cuando aún el ser humano no esclavizaba la tierra, ni dominaba sus elementos, habitaba la profundidad del mar una raza de Hombres-pez, ajenos a todo sufrimiento y sin conocer el odio, ni la rabia ni la tristeza. Carecían de vista, pues la falta de luz les impedía gozar de este sentido, pero su alegría no tenía límite y transcurría su vida entre juegos.

Un día, cuando en la superficie se acababa el invierno, se abrió la tierra, se agitó el lecho del mar, manando fuego, y terribles tormentas asolaron las costas, mientras en el mundo de los Hombres-pez todo era caos.

Una muchacha, que había ascendido desorientada, en busca de estrellas de mar perdidas, se vió atrapada por olas gigantescas, zarandeada, y el viento finalmente la arrojó contra la costa, donde ninguno de su pueblo había llegado.

Notaba frío, y por primera vez miedo. El viento le golpeaba en la cara, trayendo sentimientos y olores extraños. Pensó en volver al mar, a su calidez y su paz, pero recordó el caos, y el temor se agarró a su alma. No sabía qué hacer. Permaneció en la orilla mucho tiempo, envuelta en su amargura, mientras poco a poco la tormenta se agotaba.

Escuchó de pronto, aún sin saberlo, el trino de un pájaro, que se atrevía a cantar ante la nueva calma. Volvió sus ojos ciegos hacia a uél sonido, buscándolo en su mente sin hallarlo, y supo que un mundo diferente existía a su alrededor. Y decidió separarse del mar, de su mar, y conocer aquello que aún desconocía.

Apoyaba sus manos en cada roca, ascendiendo lentamente los acantilados, y tropezó pronto con las primeras laderas de las dos montañas Donohesei, que significa “las que tocan el cielo”. Dispuesta a saber más continuó el ascenso, y tropezó y cayó sin importarle. Sabía que debía seguir, y no temió ni a rocas ni a quebradas. Conoció la nieve, y el frío que duele en cada hueso, y el agua del torrente, tan extraña a aquélla que había sido su casa. Supo de la existencia de los días, por el tibio calor que le llenaba, y supo del silencio de las noches. Y acompasó su cuerpo al ritmo de la tierra.

Llegó por fin así hasta la cima, y sin volverse comenzó el descenso, ya mucho más amable, hacia el valle que las montañas protegían. En poco tiempo se abrieron las nubes, eternas en la otra cara, y al sentir el sol rió, maravillada.

Comenzó a andar más deprisa. Alcanzó los pastos, puerta del valle. Y sintió, de pronto, un aroma que nunca había llenado sus sentidos, como si la misma vida gritara que era vida. Corrió y tropezó con los primeros árboles.

El valle era un inmenso campo de almendros, que corrían desde las laderas hasta los extremos del mundo. Buscando aquél aroma, palpó los troncos, y alzando las manos encontró las primeras ramas y, entre ellas, las flores. Casi sin atreverse a rozarlas, acercó su cara y, aspirando, supo que nada había ya que buscar, y se enamoró del olor de los almendros.

Se acercó a cada una, a cada rama y a cada brote, y se llenó del perfume de la vida, pues ése es el olor que desprenden. Dormía a los pies de los troncos más grandes, y al despertarse sonreía, y alzando la cabeza notaba ya el olor, y amaba cada golpe de brisa.

Vivió así mucho tiempo, enamorada del aroma. Pero el mismo tiempo le aguardaba. Las primeras flores comenzaron a caer, llevadas por el paso de la estación. Hasta que un día, habiendo despertado, notó todo su cuerpo cubierto de pétalos, como si quisieran llenarla y protegerla. Se alegró aún mas, embriagada de perfume, y se levantó maravillada, llenando sus manos con las flores del suelo. Pero al cogerlas, algunas se deshicieron en sus manos. Acercándose a ellas buscó el aroma, creyendo que era el mismo, pero había cambiado, y sintió de pronto la amargura.

Aquél no era el olor del que se había enamorado. Tenía algo nuevo, como de podredumbre y muerte. El paso de los días le llenó el alma de temores, al notar que su olor se desvanecía, abandonaba el valle. Donde antes habían estado sus flores crecía ahora algo como gritos, duros e insensibles, en nada parecido a ellas.

Llegó un día en que el viento no le trajo nada conocido ni anhelado, y ella creyó que su tiempo había cumplido, y sintió que el mar le llamaba de nuevo. Comenzó el regreso con el alma muerta, sin el vigor que había acompañado su llegada. Se volvía intentando sentir algo, paraba en su camino, se caía, dejando pasar días y noches. Tardó meses enteros en ascender las montañas, y el descenso hacia el mar no le alegró, porque había perdido el olor de los almendros. Vino a la orilla y giró aún la cabeza. Llorando, entró en el mar, y supo lo que era la tristeza. Justo cuando el agua cubría su cabeza, allá, en el valle, donde otoño e invierno eran tan cortos, en las ramas más altas del árbol más anciano, estaban brotando las primeras flores de una nueva primavera”.

El maestro guardó silencio. Naisel había permanecido de pie, escuchando en el corredor. Afuera, por fin, se estaban abriendo las nubes, y por encima de las montañas que resguardaban el valle del templo apareció el sol, iluminando el patio al que daba la habitación. En el árbol grande del centro, vió Naisel como poco a poco, en las ramas altas, se abrían tres diminutas flores blancas. Enjugándose lágrimas de alegría, abrió las ventanas y dijo:

- ¿No notáis el olor de los almendros?.

Texto agregado el 06-05-2005, y leído por 211 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
03-05-2006 ¡ Cuento magistral !***** veguero
26-03-2006 maravilloso cuento mi enhorabuena laquesoy
17-03-2006 un bello cuento con aroma de almendros y con la presencia de la infancia. manquian
 
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