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Homenaje a un homenaje.
Jorge Cortés Herce

No quisiera saber todo esto, pero lo sé.
Alma había quedado tendida, lanzando el último aliento después de las embestidas furiosas de aquel sujeto a quien segundos antes llamó doctor. Su cabellera colgaba a un costado de la cama y sus blancos pechos poco a poco habían perdido agitación. El hombre secó su frente, cogió su ropa y salió sin decir palabra.

La vida en esa casa había ido perdiendo duende. De aquellos años en que Alma y Héctor no temían elegir entre el olvido y la memoria, a los últimos meses en que las discusiones amenazaban con comerse todo: paredes alfombras y cortinas, había un largo trecho.
Ignoro como comenzó, pero la historia fue siempre a menos. Lo digo desde mi punto de vista, porque la cara de Alma era un capullo reventando cuando Héctor salía de casa, que se convertía en mariposa que involuciona cuando él volvía de trabajar.
Con los años no fue sólo la pérdida de atención de ambos lados. Alma comenzó a recibir a hombres con quienes la sonrisa y el deseo que la rebosaba, recordaban esos primeros años en que todo en la casa era resplandor.
Primero fue el retozar desnuda en la cocina con el dueño de Prince, esas caricias y besos desposeídos, competían en calor con la estufa en que se apoyaban.
Siguió luego la visita de otro hombre desconocido que se iba tras de ella como si le amara, y ella le contestaba llenándolo con violentos besos llenos de egoísmo, lo manejaba a su completo placer mientras él se deshacía en halagos.
El tercero fue el doctor, quien la trataba como callejera, más de una vez lo vi abusando de su fuerza y del absoluto control que ejercía sin oposición.
Aquella hoguera se convertía en ascuas cuando Héctor volvía, también sin ningún ánimo a la casa que cada vez caía en mayor oscuridad.
Yo, a pesar de mi condición, también fui siempre un romántico empedernido y me duelen, no solo estos muros que están cercanos a derrumbarse, o la imagen de Alma inmóvil en esa cama. Me duelen los recuerdos. Me duele el silencio que me abre en canal, me duele el día en que Otto, con su nariz carcomida reconstruyó aquel itinerario en que su amada había ido dejando aquí y allá sus perfumadas tarjetas de visita. Al igual que él, siento ganas de una rabia y de morder algún transeúnte y entregarme al antirrábico, o lanzarme en medio de la calle debajo de algún camión. Pero también como él, me quedo aquí echado, dejando mi olor en el tapete del pasillo, y esperando la palmada de Héctor en mi cabeza.

Texto agregado el 04-05-2005, y leído por 113 visitantes. (0 votos)


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