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Inicio / Cuenteros Locales / negroviejo / AQUÉL GLORIOSO CONCURSO FOTOGRÁFICO "BEATRIZ FERRARI"

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¡Que concurso aquél!

Nada que ver con los anteriores, tan aburridos. Que el zoológico, que Luján, que La Boca, ¡Por Dios, al fin algo nuevo!

Era domingo y como todos los domingos me desperté alrededor de las diez, con la sana intención de seguir pegándole al ojo, por lo menos, hasta las dos de la tarde. No era para menos, los sábados jamás me acostaba antes de las seis de la mañana. Cuando me acostaba, porque a menudo seguía de largo.

Pero esa mañana, por alguna extraña razón me sentí un tanto desvelado así que encendí la lámpara de pié, al lado de mi cama y busqué a tientas algo para leer en el revistero que tenía en su base. Lo primero que tomé fue la publicación informativa que mensualmente editaba el Fotoclub Buenos Aires, entidad de la que era socio y que frecuentaba con regular asiduidad. Se me ocurrió que para recobrar el sueño era la lectura ideal, así que me puse a hojearla sin mayor interés.

Ya estaba por tirarla al piso y abrazarme nuevamente a mi mullida almohada, cuando di con la página que informaba sobre el programa de concursos fotográficos en blanco y negro del mes. Llamó de inmediato mi atención uno a realizarse en el Parque Lezama, en el que figuraba como tema del certamen, “Beatriz Ferrari”.

Me desperté completamente, ¿cómo podía ser que Beatriz Ferrari, conocida coreógrafa de la época, fuera motivo de un concurso en el Parque Lezama? No encontré una explicación clara así que decidí que ampliaría información antes de presentarme al mismo. Busqué la fecha del evento y me sorprendí al comprobar que era precisamente ese domingo, a las nueve. Es decir, había empezado hacía una hora.

Como un rayo, me duché, me metí en mis Levi’s, me puse mi remera mas de onda y las Adidas todo terreno. Me colgué del hombro mi valija de fotógrafo y luego de hacer empujar durante una cuadra mi destartalado Fitito, conseguí hacerlo arrancar encaminándome al Parque Lezama, aquella soleada mañana de domingo primaveral.

Mientras buscaba un hueco para estacionar sobre la calle Defensa, pude advertir la gran cantidad de participantes que pululaban por el Parque, todos con sus valijones colgados del hombro y las cámaras en la mano. Viendo algunas poderosas máquinas, Leica, Nikon a motor, y las suecas Haselblad que hacían furor en aquellos días, la mayoría con importantes teleobjetivos, pensé en mi vieja y baqueteada Pentax con su lente normal de 50 mm que era lo único que tenía, y me deprimí un poco.

Para completar, al abrir la valija con la intención de cargar la cámara comprobé que ni siquiera tenía un modesto rollo de película. En eso estaba, aun adentro el coche, cuando a través de la calle, vi a tres hermosas chicas, evidentes bailarinas con mallas negras de ensayo y zapatillas de baile, efectuando pasos de ballet, saltos gimnásticos, corriditas, y todo tipo de poses sobre el césped del parque.

Un nutrido grupo de colegas del club, cámaras en mano, se deslomaban sacando fotos. No cabía ninguna duda se trataba del ballet de Beatriz Ferrari completo. Había bailarinas diseminadas por todo el parque, la concurrencia de fotógrafos era plena, estaban todos. Creo que el único dormido que no sabía nada era yo. Además el movimiento inusual de fotógrafos y la belleza de las bailarinas con sus mallas negras enterizas, había atraído a una gran cantidad de curiosos que se interponían creando mil dificultades a los esforzados participantes que pugnaban por obtener una foto competitiva.

Maldiciendo mi desinformada falta de previsión, me puse a caminar por el parque tratando de entrar en clima y buscando algún fulano con el que tuviera la suficiente confianza como para manguearle un rollo de película. Luego de llorarle a uno o dos, conseguí que un potentado que lucía orgulloso una impresionante Nikon con un teleobjetivo de 200 mm y toda la parafernalia de accesorios colgando del cuello (fotómetro, flash, filtros, trípode pantallas reflectoras etc.), me tirara displicentemente un modesto rollo blanco y negro normal para 24 exposiciones. No era lo ideal, para concursos había películas superiores, pero era mejor que nada.

Loco de contento, cargué mi camarita, que ni tenía parasol en el objetivo la pobre, y un tanto desorientado me puse a buscar a mí bailarina. Eran todas jóvenes, hermosas, gráciles, flexibles como juncos y se prestaban a nuestros requerimientos sonrientes, poniendo lo mejor de sí, profesionalmente y humanamente eran maravillosas.

Cuando llevaba recorrido medio parque todavía no había disparado una sola vez el obturador, pero ya me había enamorado por lo menos tres veces. Y no apretaba el dichoso botón, porque cada vez que intentaba hacerlo, me encontraba con que al lado mío había cinco, siete, o diez colegas tomando exactamente la misma foto. Mi estrategia era, justamente, suplir mis falencias técnicas y artísticas con originalidad, “inquietud”, en la jerga. Pero no había caso, las bailarinas representaban para los concursantes y para los que no lo eran, lo que gotas de miel para las moscas, con la diferencia que mis colegas eran mas rápidos que el mencionado insecto.

En un momento dado, hastiado, decidí recurrir a una triquiñuela audaz. Encaré decididamente a una interesantísima morocha que tenía, como casi todas el cabello peinado muy tirante hacia atrás, recogido en la nuca en un pequeño rodete. Ante su mirada sorprendida y divertida, le expliqué que teníamos que escabullirnos silenciosamente a algún rincón del parque lejos de la turba insoportable, para hacer una foto única. Ella comprendió, accediendo con una sonrisa cómplice, porque sin duda, también necesitaba un descanso. Pero solo pudimos alejarnos unos metros. La maniobra fue advertida, e inmediatamente nos rodearon los vándalos. Entre pullas y risas fui acusado de intento de secuestro de modelo con fines inconfesables, de violar normas del concurso y otras gracias por el estilo.

Continué caminando ya totalmente fastidiado, preguntándome como harían los jueces para elegir la mejor foto, porque no habría una que no tuviera, por lo menos, cuatro o cinco réplicas. Seguía sin sacar fotos, el rollo estaba intacto, ya llevaba como una hora en el parque y la cosa no duraría mucho más.

Meses atrás había ganado mi primer concurso de fotografía blanco y negro, cuyo tema obligatorio era Jardín Zoologíco. Después de haber fotografiado osos, leones, pavos reales, elefantes, jirafas, toda la fauna americana, africana y asiática, con regular fortuna, se me ocurrió hacerle una toma a una liebre patagónica que, en libertad, se encontraba echada en uno de los espacios verdes internos del predio. Para fotografiarla, me arrastré veinte metros cuerpo a tierra entre yuyos, pollos y otras gallináceas hasta situarme a escaso metro y medio del animal, que cortésmente no se movió. Le di mucha abertura al objetivo para desdibujar el fondo y compensé con una alta velocidad centrando el foco en la mirada del bicho.

Volví a mi casa sucio y embarrado pero con la seguridad de tener una buena foto. En el laboratorio, comprobé que era así. Ya al revelar el negativo había apreciado, al trasluz, que tenía una buena definición, que el rayo de sol que se posaba en las orejas rubias y en los ojos de la liebre, estaba allí. Cuando en la ampliación, aún sumergida en la cubeta con revelador, comenzó a aparecer la imagen confirmé mi pálpito. Advertí que la cabeza de la liebre presentaba un medio perfil, pero que su mirada de grandes ojos negros con el correcto toque de luz, estaban atentos y vigilantes, directamente enfilados a la cámara. La titulé “Medio perfil” y con ella gané el primer premio en un reñido final con mi buen colega y amigo Carlos, que había presentado la foto de un chimpancé comiendo una banana.

Pero desde entonces nada de nada. Ni aproximación. Y tal como se presentaban las cosas, tampoco ese día rompería la mufa. Cansado, desalentado, decidí alejarme de las bailarinas, de los fotógrafos y del bullicio.
Con la mirada busqué un lugar en el que no se viera gente para sentarme tranquilamente a fumar un cigarrillo y después irme a casa. Recordé una pequeña terraza sobre la barranca del parque que mira al río, de lejos, pude apreciar que el lugar estaba desierto. Llegué, me apoye en la baranda de ramas que en realidad son de cemento, y encendí un cigarrillo mirando el resplandor del sol sobre el Río de la Plata. Bajé la vista, diez metros abajo vi el viejo estanque de material que siempre estaba seco.

En uno de sus bordes, también fumando, cruzada de piernas, se hallaba sentada una de las bailarinas de Beatriz Ferrari. Sola, completamente sola. Cansada y hastiada, se había escapado del malón asediador. Fumaba apaciblemente con la cara al sol exhalando de tanto en tanto tenues volutas de humo. Era alta, rubia y sostenía su cabello con una ancha vincha negra. Extraje silenciosamente mi Pentax rezando para que no apareciera nadie y la enfoqué. Con esas extrañas percepciones que suelen tener las mujeres, levantó la cabeza y me miró. Bajé la cámara como disculpándome y le hice una seña pidiéndole autorización para fotografiarla. Extendió un brazo con la palma de la mano hacia delante, indicándome que esperara. Después miró a su alrededor como buscando algo que debió encontrar, porque repentinamente salió disparada hacia un punto que yo no dominaba desde mi atalaya.

Temblé pensando que no volvería, pero al poco rato reapareció arrastrando de la mano a un muchacho en pantalón y camisa. El tipo tenía cara de no entender nada, pero parecía dispuesto a dejarse llevar al mismísimo infierno por esa bella y mágica aparición que le daba precisas instrucciones. De pronto, él apoyó una rodilla en el piso, levantó la cabeza, abrió los brazos y quedó en esa posición, de espaldas a mí, mientras ella se alejaba uno siete u ocho metros. Desde allí, me hizo una seña para que tuviera la cámara lista con el ojo en el objetivo.

Todo era por señas, parecía una película muda. Yo ya tenía el dedo sobre el disparador y a mis dos personajes en el objetivo. Ella tomó carrera, y ya cerca del galán que permanecía de rodilla al suelo y los brazos abiertos, con un grácil salto se elevó en el aire flexionado sus piernas, abriendo sus brazos cual si fueran las alas de una paloma y por una milésima de segundo pareció quedar suspendida en el aire. En ese preciso momento apreté el disparador. Me disponía a bajar para agradecer a ambos, cuando escuché una voz femenina, apremiante, que la llamaba. Ella levantó un brazo saludándome y se alejó corriendo como una gacela.

No quiero aburrir al lector con los detalles técnicos de cómo compuse la foto en el laboratorio, porque la cosa tuvo sus bemoles. Pero lo cierto fue que presenté una obra, que si bien no se destacaba por su calidad fotográfica, ya que tenía un grano excesivamente grande y una definición imprecisa, era de una originalidad tal, que apabullaba.

El día del juzgamiento el salón de actos del viejo Fotoclub, allá en el primer piso del pasaje Barolo, rebosaba de gente. Era una multitud constituida por socios, familiares, curiosos y hasta el periodismo, porque Julio un conocido mío del barrio que había comenzado a trabajar en el diario Clarín estaba cubriendo la nota. Las fotos de, 24 X 30, más de trescientas, montadas sobre cartones blancos cubrían los largos paneles de exposición del salón.

Los jueces, en sucesivas pasadas, iban retirando rápidamente las que no tenían chance. En realidad eran todas parecidas, menos la mía que refulgía como un diamante en medio de tanta mediocridad. Mis colegas, muertos de envidia, se retorcían preguntándose quien y como había conseguido una toma tan original. Yo sabía que iba a ganar, estaba absolutamente seguro, y así fue. Los jueces no dudaron, era la mejor fotografía sin apelación, todos lo entendieron así, aun aquellos que habían trabajado como beduinos haciendo complicadas solarizaciones y otros mil trucos de laboratorio.

Había recibido el premio, una sencilla copa dorada, de manos del presidente del club, la felicitación de los jueces y el aplauso de la concurrencia en la ceremonia ritual. Estrechaba manos, respondía saludos, congratulaciones sinceras y también escuchaba comentarios filosos de los resentidos de siempre, que sibilina y oblicuamente sugerían que mi triunfo era una mera casualidad.
Yo, externamente, mostraba una imagen de absoluta ecuanimidad y modestia, pero ese maldito enanito que llevo adentro, allá en lo profundo del alma, se había puesto un pañuelo con cuatro nudos en la cabeza. Con el torso desnudo saltaba agitando los brazos y revoleaba una camiseta cantando la inspirada tonada futbolera:
¡Y ahora, y ahora, me chupan bien las bolas!, y la otra, ¡rulo, rulo, rulo, ahora a las Nikon se las meten en el culo!

Estaba disfrutando de todo el esplendor de la gloria, cuando siento que me tocan el hombro. Me doy vuelta, y me encuentro frente a frente con una espectacular rubia, alta, de ojos verdes que me miraba con una sonrisa que derretía las rocas. ¡Felicitaciones!, me dijo.

Entonces la reconocí, era mi modelo, la del estanque, pero sin la malla ni la vincha. Ahora lucía un escotado vestido verde con minifalda y el cabello le caía en ondas doradas hasta los hombros. Casi se me cae la copa de la mano. Me sobrepuse, y entablamos una simpática conversación, ajenos al resto del mundo. Ella era la protagonista de la foto ganadora, en realidad también su directora artística, y yo el heroico triunfador en lo mas alto del podio. Hasta el periodista de Clarín se acercó todo meloso con su credencial a la vista, pero no le dimos mayor bola. Nada, ni nadie más existía.

Ahora la envidia que flotaba a mí alrededor era asfixiante, se palpaba, se olía. No solamente porque era el vencedor, sino porque además me había convertido en el muchachito de la película, y como tal me llevaba a la chica más hermosa ante la mirada retorcida de los miserables villanos. Solo faltaba el beso final.

Para rematar la tarde, la invité a tomar algo en otro lugar más fresco, cosa que aceptó inmediatamente. Luego de despedirme del gentío con un ampuloso saludo teatral, salí del fotoclub con el premio bajo un brazo y la rubia formidable colgada del otro.

Los acontecimientos se desarrollaron con una velocidad fulminante. Ella dijo que le gustaría cambiarse, y que como se aproximaba la hora de cenar podríamos comprar algo para comer en el balcón de su departamento. Vivía con una amiga pero ésta se había ido de viaje. Era un semipiso pequeño pero coqueto, decorado con total femineidad. Ella se había duchado y lucía un tenue deshabillé bastante transparente que permitía atisbar su conjunto interior negro y cavado. En una mesa ratona había un balde cromado con hielo, una botella de champagne descorchada, y dos copas ya vacías a un lado, en tanto un moderno equipo de audio dejaba oír suavemente música romántica. Yo la tenía tomada de la cintura, bailábamos mirándonos en los ojos como Gene Kelly y Cyd Charisse, pero un poco más lento.

La brisa primaveral que se colaba por el balcón acariciaba sus cabellos y ceñía la fina tela de su falda contra sus bien contorneadas y fuertes piernas de bailarina. Era el éxtasis, ella, con sus labios muy cerca de los míos, me susurró que quería recostarse un instante, y tomándome de la mano me condujo a su dormitorio. Nos tendimos a lo largo sobre la colcha rosa con moñitos rococó que cubría su cama de plaza y media. Su hermoso rostro estaba muy cerca del mío y me miraba con sus grandes ojos verdes que tenían la profundidad del mar.

Sus labios rojos, carnosos, entreabiertos, obraban como un imán irresistible y yo comencé a acercar mi boca a la suya sintiendo su cálido y perfumado aliento. En ese momento sonó el teléfono.
Olvidándome que estaba en casa ajena levanté el auricular del aparato que estaba en la mesa de luz, dije:

-¡Hola quien habla!
-Carlos, contestó una voz
-¿Que Carlos?, pregunté fastidiado.
-Carlos..., tu amigo del fotoclub, ¡boludo!

Un tanto confundido dije:
-Pero… ¿cómo me llamás aquí, que querés?
-¿Y donde querés que te llame, gil?... ¿Porqué no fuiste al Parque Lezama?, te busqué toda la mañana. No sabés lo que fue eso...
Y luego de un corto silencio agregó con tono de sospecha,
-¿No me digas que te quedaste dormido otra vez...?

Bajé el auricular y eché un vistazo a mí alrededor.
Ahí estaba la cucha de perro de mi cama, la lámpara de pié con la luz prendida, la foto del equipo de Ferro pegada en la pared y la revista del fotoclub tirada en el suelo.

Puse nuevamente el auricular en mi oreja y dije:
-Carlos… ¡Porque no te vas un poco a la reputísima madre que te parió!

Colgué. Me di media vuelta y seguí durmiendo


Texto agregado el 23-04-2005, y leído por 1177 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
30-01-2006 Es para mí un placer pasarme por tus letras. Como siempre, son lecturas que atrapan, te divierten y enseñan. **** fabiangs
04-01-2006 Y si damos un paseo por el TEATRO COLON,el concurso es internacional ,el premio :aplausos,felicitaciones y el orgullo enorme de no parecer "un dormido ". (a Carlos mandalo a pasear!) Me encantooo!!! Todas las estrellas para ti NEGROVIEJO ***** monica-escritora-erotica
03-10-2005 ¿Que te voy a decir? ¡Anda a cagar! jejeje, me cagué de la risa con la historia, sobre todo con la parte del festejo cuando te salió el "fubolero" de adentro, despues me entraron a dar cosquillitas con la historia de la rubia, y el final que merece plenamente el epíteto conque me despaché al inicio del comentario. Yo tenía un cuento que terminaba al despertar de un sueño y alguien me dijo que eso era un lugar común poco recomendable en literatura. Dale, animate a cambiarle el final y dejá que la rubia te haga el saltito por encima... Después explicale a tu señora que lo haces por la literatura y que no tenés ninguna fantasía al respecto, ni nada parecido en tu pasado. Cualquier cosa le mostrás mi comentario. Malomo
23-04-2005 Wow ! Felicidades ! Está un poco largo y creo que podrías tener tres finales: el sueño (excelente, aunque es el sueño en que todos caemos);dos: la salida con ella y el premio bajo el brazo y listo (lo que lo hace más realista) y tres: todo iba perfecto, pero al llegar a su casa, hay tres copas de champán: sale el hombre de la foto, brindan y celebran los tres amigos lo bien que quedó montada la "foto espontánea" y la "salida triunfal" del lugar. Perdón por la osadía de comentar, pero me gustó mucho tu historia samorales
 
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